Kamal sonrió.
—Aquí estamos de nuevo. —Su mirada se posó en la estatuilla de oro que relucía con la tenue luz de la luna. Se acercó y la cogió con gesto triunfante—. Siempre pareces ir un paso por delante —rió—. Y has matado a muchos de mis hombres. Un digno adversario. No hay demasiados en el mundo. —Señaló al cadáver de Kirby—. Por eso no quería que te matara. Quería reservar ese placer para mí.
—Me siento muy honrado —dijo Ben.
Kamal agarró con fuerza la estatuilla.
—Pero, antes de hacerlo, vas a mostrarme dónde encontraste esto.
—¿Muero si lo hago, y muero si no lo hago? —preguntó Ben—. Si quieres mi ayuda, yo que tú me replantearía la oferta.
—Hay formas diferentes de morir —dijo Kamal—. Algunas son piadosas, otras menos. Creo que me estoy haciendo entender.
Ben no respondió. Era una elección sencilla. Una muerte lenta y horrible o la oportunidad de ganar algo de tiempo para meditar cuál sería el siguiente paso. No necesitó mucho tiempo para decidirse.
—De acuerdo, Kamal. Te llevaré hasta el tesoro.
Kamal extendió la mano y uno de sus hombres le pasó un par de linternas Maglite negras. Le dio una a Ben.
—Encabeza la marcha. Emad, tú irás después y vigilarás a este hijo de puta. Fekri, tú detrás de mí.
Ben pasó por encima del cuerpo de Kirby. El reflejo de la luna relucía en el charco de sangre que se había formado a su alrededor. Echó a andar por donde había venido, alumbrando con la Maglite. Emad lo seguía encañonándole con el AKS. Tenía unos treinta años, musculoso y de aspecto imprevisible. Kamal iba detrás y el más menudo y oscuro, llamado Fekri, cerraba la marcha.
Caminaron. El haz blanco de la linterna captaba cada grieta y hendidura. El duro cañón del fusil de asalto se clavaba en la espalda de Ben.
Tras él, la voz gélida de Kamal resonó por el túnel:
—Quiero que sepas que, cuando tenga el tesoro, tu mundo occidental cambiará para siempre. Mis planes quedarán así completados.
—¿Así que el terrorismo corriente y moliente es demasiado cómodo y simple para ti? ¿Asesinar a inocentes pasajeros de tren no es suficiente y quieres pasarte a algo más grande?
—No vivirás para presenciar lo que soy capaz de hacer —respondió Kamal—. Pero muchos sí lo harán, y pronto.
—Es mucho dinero para dilapidarlo en Kalashnikov y Semtex —dijo Ben—. ¿De verdad crees que eso va a cambiar el mundo? ¿No crees que te buscarán y atraparán como a todos los demás?
—Los Kalashnikov y el Semtex son para niñas —dijo Kamal—. Yo tengo otra cosa en mente.
—Y estás deseando contármelo.
Kamal soltó una risotada corta, carente de humor.
—¿Qué te parece la destrucción total de cinco de las más importantes ciudades de Occidente?
Las nombró y describió cómo iba a hacerlo.
Ben perdió el paso. No respondió.
Kamal parecía satisfecho.
—Por fin empiezas a comprender a quién te estás enfrentando.
—Nunca lo conseguirás, Kamal.
—¿No? ¿Y por qué no? ¿Crees que las fuerzas de seguridad occidentales tienen alguna posibilidad de evitarlo?
—No —respondió Ben—. No creo que la tengan. Nunca lo conseguirás porque voy a detenerte. Serás el tipo más malvado del cementerio. Es lo más lejos que vas a llegar. Créeme.
—Bonito discurso —dijo Kamal—. Muy patriótico.
—No estoy interesado en el patriotismo —replicó Ben—. No lucho bajo ninguna bandera. No me importa el petróleo ni la economía ni la política, ni ninguno de esos sucios dobles juegos que otorgan a los mafiosos electos la excusa para bombardear el país de otro y llamarlo justicia. Fui parte de esa hipocresía una vez, y lo he dejado atrás. Pero eso no significa que vaya a permitir que un puto tarado como tú asesine a millones de inocentes.
—Podría matarte ahora mismo —dijo Kamal—. Por el simple hecho de haberme hablado así.
—Entonces jamás lograrás abrirte camino por el laberinto de túneles —respondió Ben—. Hay cientos de túneles ocultos y muchas puertas falsas. —Era un farol, pero necesitaba ganar todo el tiempo que le fuera posible para pensar en una manera de salir de aquella situación—. Podrías pasarte años buscando. Mátame y ya puedes ir despidiéndote de tu yihad particular.
La voz de Kamal sonó tensa de la ira.
—Que te den. Sigue caminando.
—Tienes miedo, ¿verdad, Kamal? Miedo de no encontrar nada aquí abajo. Sabes que la clase de gente a la que vas a comprar esas cabezas no va a tolerar que aparezcas sin el dinero. Pensabas que eras el tipo más duro y despiadado del mundo, pero ahora has hecho un pacto con el diablo y te estás meando en los pantalones.
Kamal iba a responder cuando otro ruido sordo rugió por entre las rocas a su alrededor. Un crujido resonó por el túnel. Con el haz de luz de la linterna, Ben vio cómo se abría en la pared una fisura del ancho de un pulgar. Empezó a caer polvo del techo, seguido de una lluvia de pequeños fragmentos de piedra que se apilaron más adelante.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kamal, perdiendo un instante la compostura.
—Algo que olvidé mencionar —dijo Ben por encima de su hombro, apartando a patadas las piedras al avanzar—. Los túneles son inestables. Tu tesoro acaba de escapársete un poco más. —Esa vez no era ningún farol.
Kamal recuperó la compostura de inmediato y esbozó una sombría sonrisa.
—Entonces, no hay tiempo que perder. Más rápido.
Emad clavó con más fuerza el fusil en la espalda de Ben para que este avanzara. Cuando tomaron la curva del túnel, la enorme caverna se abrió más adelante y los haces de luz de las linternas captaron la forma del puente de cuerda.
—Sigue avanzando —dijo Kamal.
Más polvo y piedras cayeron a su alrededor. La cosa estaba poniéndose fea. Se estaban abriendo grietas por todas partes, grietas que iban poco a poco ensanchándose. La cresta rocosa estaba desmoronándose con ellos dentro.
Otra dolorosa embestida con el AKS y Ben accedió al puente.
—No sé si es seguro que lo atraviesen cuatro hombres —dijo con total sinceridad.
—Camina.
Ben dio un paso adelante. El puente se estremeció y crujió bajo el peso extra cuando Emad se unió, seguido de Kamal y de Fekri. Ben contuvo la respiración y siguió avanzando. Los haces de las linternas rebotaban y bailaban delante de él, arrojando alargados tubos de luz en la oscuridad.
Así que allí se encontraba, colgando de un abismo sin fondo lleno de estalagmitas, en inferioridad numérica, desarmado, sin posibilidad de escapar y con el tiempo agotándose. Estaba seguro de haber estado en peores situaciones, pero en esos momentos no podía recordar cuáles.
Justo entonces la situación empeoró. Se oyó un crujido en alguna parte por encima de ellos y una enorme y oscura forma atravesó el haz de luz que tenía ante sí.
Era una estalactita gruesa como un roble y del doble de altura que un hombre alto. No alcanzó el puente por escasos centímetros. Segundos después impactó sobre las estalagmitas del abismo con un estruendo que sacudió la caverna y que hizo que el puente se balanceara de manera alarmante. Ben se sujetó con fuerza a las cuerdas y luchó por mantener el equilibrio. Fekri maldijo en árabe. Su voz sonó tensa y asustada.
Entonces ocurrió de nuevo. Una roca tan grande como un coche cayó a tres metros de Ben, que notó la corriente de aire cuando pasó junto a él. Otro estrépito enorme cuando se estrelló y se hizo millones de pedazos. Piedras más pequeñas siguieron cayendo. Una piedra del tamaño de una bola de cañón surgió de la oscuridad y atravesó las tablas de madera entre Ben y Emad. Emad perdió el equilibrio y a punto estuvo de soltar el arma al intentar sujetarse.
Ben sintió cómo la sacudida del impacto bajo sus pies recorría el largo del puente. Bajó la vista y, con la luz tenue de la linterna, vio que una de las cuerdas estaba deshilachándose. Las hebras exteriores se rompieron y empezaron a girar y a soltarse; a continuación la capa siguiente, y la siguiente.
Entonces supo que no iban a lograr cruzarlo.
Crack.
Todos alzaron la vista.
Fekri gritó.
Otra gigantesca estalactita se había soltado y se precipitaba directa a ellos. Ben divisó su punta afilada precipitándose con rapidez. Un instante antes de que impactara, se metió la Maglite en el cinturón, enrolló el brazo en una de las cuerdas del puente y se sujetó con fuerza.
Fekri estaba mirando hacia arriba, boquiabierto, cuando la enorme estaca impactó justo en su rostro. Le partió la mandíbula y prosiguió con su descenso, atravesando su cuerpo, rasgándolo en dos.
Entonces golpeó el suelo del puente y lo partió como si de un hilo se tratara.
Ben se precipitó al vacío. El viento rugía en sus orejas mientras caía. Tenía la cuerda sujeta con fuerza. No había tiempo para rezar, ni para pensar siquiera. Entonces sintió un tirón brutal cuando el puente destrozado se soltó y se golpeó contra la pared del abismo. Dio vueltas durante varios segundos, y lo único que pudo hacer fue sujetarse con todas sus fuerzas. Parpadeó para despejarse y aliviar el dolor que sacudía todo su cuerpo.
Se sacó la linterna del cinturón y, suspendido de una mano, apuntó con ella hacia arriba. El puente roto se había convertido en una escalera de cuerda balanceante y él estaba colgando de ella cual mosca atrapada en una telaraña.
Apuntó con la linterna hacia abajo y el corazón le dio un brinco.
El rostro furioso de Kamal estaba contemplándolo. El terrorista había conseguido sujetarse y estaba trepando por la escalera de cuerda en su dirección. Entre ellos dos, Emad pendía inerte de las cuerdas. El impacto le había destrozado el cráneo. Su arma había caído a las profundidades.
Kamal se sujetó con una mano mientras con la otra agarraba el cinturón del hombre muerto e intentaba desasirlo de las cuerdas. El cuerpo cayó a la oscuridad. Se oyó un crujido cuando su caída se vio interrumpida por la punta de una estalagmita.
Kamal continuaba su veloz ascenso lleno de odio. Trató de agarrar el tobillo de Ben, pero este le lanzó una patada en la cara que consiguió esquivar. Kamal se llevó la mano al cinturón y sacó un cuchillo de combate con el que trató de herir las piernas de Ben. Ben subió las rodillas justo a tiempo para esquivar la hoja, soltó otra patada y le dio a Kamal en el hombro, haciendo que descendiera varios tramos del puente. El terrorista gritó de dolor y rabia. La hoja del cuchillo relució cuando le dio la vuelta y sujetó la punta entre el índice y el pulgar. Echó hacia atrás el brazo y se lo lanzó directamente a Ben.
El cuchillo voló por los aires. Si se hubiera tratado de una trayectoria horizontal, habría impactado con una fuerza letal, pero la prácticamente vertical trayectoria del cuchillo le privó de la mayor parte de su energía cinética y Ben tuvo tiempo de apartarse. La punta afilada repiqueteó y levantó chispas en la roca a tres centímetros de su cabeza para luego caer en espiral hacia la oscuridad. Kamal siguió ascendiendo. Ben blandió la Maglite y le dio con ella en el brazo. Kamal gritó. Siguió luchando como un animal salvaje mientras los dos pendían y se balanceaban sobre el abismo.
Entonces las cuerdas cedieron con un crujido.
Los dos, enzarzados entre sí, cayeron con el viento rugiéndole en los oídos.
Dos segundos de caída libre. Tres. Cuatro. Entonces se produjo otro impacto cuando Ben notó que alcanzaba una estalagmita y por poco no acabó ensartado. Se deslizó y rebotó contra su largo cónico. La áspera piedra le magulló la piel. Las manos de Kamal seguían sujetándolo y golpeándolo incluso en esos momentos en que estaban precipitándose a la muerte.
Llegaron al fondo.
Y se hundieron bajo las aguas con un estruendoso chapaleo. Aturdido por el impacto, Ben sintió que su cuerpo no respondía. Pero con el primer trago de agua fría volvió en sí y empezó a nadar con todas sus fuerzas. De sus pulmones empezaron a salirle burbujas cuando le entró el pánico al no saber dónde estaba la superficie del agua y dónde el fondo. Entonces cayó en la cuenta de que seguía llevando la preciada linterna. El haz de luz cortó las aguas y encontró la superficie. Nadó con fuerza hacia arriba y empezó a resollar cuando su cabeza y hombros salieron al viciado aire de la cueva.
Kamal apareció a poca distancia de él. Cuando lo vio, nadó en su dirección y trató de estrangularlo. Mientras pataleaba como un loco en el agua, Ben zarandeó la linterna y notó que tocaba algo sólido. Oyó un gruñido de dolor. Y siguió golpeando, con más fuerza.
En esos momentos la corriente estaba arrastrándolos con rapidez y los separó mientras ambos intentaban mantenerse a flote. Otra roca cayó en el agua cerca de ellos y levantó una ola de espuma. Ben tosió y pestañeó y agitó desesperado las piernas para luchar contra la poderosa marea. Sintió cómo las rocas le magullaban las piernas cuando las aguas lo condujeron a través de una estrecha abertura y descendió por otro túnel. Se sumergió en el agua unos segundos y salió resoplando a la superficie, apuntando con la linterna a su alrededor.
Entonces Kamal se chocó violentamente de espaldas contra él. Tenía algo dorado en la mano con lo que golpeó a Ben en el hombro. Tres centímetros a la derecha y le habría destrozado la clavícula. Kamal levantó el arma de nuevo. Era la estatuilla del halcón de oro. Ben interceptó el golpe, le arrebató el objeto y lo golpeó con fuerza en las costillas. Kamal cayó hacia atrás entre resuellos.
La corriente era en esos momentos peligrosamente veloz y amenazaba con tragarse a Ben mientras los remolinos de agua lo envolvían y tiraban de sus piernas como manos de demonios acuáticos intentando ahogarlo. Pataleó contra ellos con toda la fuerza que le quedaba, pero con las dos manos ocupadas era casi imposible nadar. No se atrevía a soltar la linterna y tampoco podía soltar la estatuilla de oro. Era la prueba que necesitaba para salvar a Zara. Lo era todo.
Justo cuando pensaba que se iba a hundir, notó la dura superficie de una roca bajo él. Se aferró a ella y se arrastró fuera del río, resollando y tosiendo agua. De cuclillas en la roca, con los rápidos subterráneos levantando espuma a su alrededor, encendió la linterna y vio que el magullado cuerpo de Kamal pasaba de largo. Los ojos del terrorista estaban llenos de pánico. Intentó agarrarse a la resbaladiza piedra. Pero la fuerza del agua era demasiado poderosa y lo arrastró.
Ben vio adónde se dirigía. No eran rápidos normales. El río subterráneo se estaba convirtiendo en un remolino gigante de seis metros de ancho: una caída vertical que canalizaba millones de toneladas de agua que chocaban en su vórtice en espiral para precipitarse directas a la tierra.
Mientras Ben observaba la escena, Kamal alcanzó la corriente exterior del vórtice, una diminuta figura cabeceando contra las oscuras aguas. La espuma bullía alrededor de las rocas, cuyas superficies eran lisas y redondas allí donde el cauce del río había pasado desde hacía siglos. Pero los extremos de las piedras que sobresalían por encima de la línea del agua eran irregulares y afilados cual sílex. El cuerpo de Kamal se chocó contra una de ellas arrastrado por la furiosa corriente. Abrió la boca para gritar, pero su voz quedó ahogada por el rugido del agua. Siguió flotando. Se golpeó contra otra y su rostro y dientes se cubrieron de sangre. La corriente siguió arrastrándolo a una velocidad cada vez mayor. Otra roca lo golpeó, y luego otra, y Kamal dejó de gritar. Los brazos le colgaban ya inertes, el agua tiraba de él y lo giraba y lo precipitaba contra otra roca. La espuma bulló roja a su alrededor.
El cuerpo destrozado del terrorista alcanzó el vórtice. Ben vislumbró por última vez su rostro cuando las aguas arremolinadas lo arrastraron por aquel desagüe. Y entonces desapareció.
Transcurrió mucho, mucho tiempo hasta que Ben recorrió los últimos metros en dirección a la entrada de la cueva. Enmarcadas en su arco irregular se hallaban la luna y las estrellas que creyó que jamás volvería a ver.
Agotado, se desplomó sobre sus manos y rodillas, dejando restos de sangre en el suelo rocoso del centenar de laceraciones que surcaban sus manos tras la interminable travesía de regreso por el túnel del río. Había perdido la cuenta del número de veces que la corriente había estado a punto de arrastrarlo. Tras eso había tenido que trepar por la pared de la cámara de Sobek. Todos y cada uno de los músculos de su cuerpo le pedían a gritos descansar, pero tenía que seguir.
Con gran esfuerzo se puso en pie y salió a la noche. Dejó que su mirada se posara unos instantes en el cuerpo de Lawrence Kirby y siguió caminando. En la entrada a la cueva, ocultos en las sombras, encontró su móvil y su pistola en el mismo sitio donde los había dejado antes. Se metió la pistola en la cinturilla y se guardó el móvil en el bolsillo, consciente de las valiosas pruebas que almacenaba. Bajo la luz de la luna contempló la reluciente estatuilla que llevaba atravesada en el cinturón y recorrió con sus dedos su suave superficie dorada.
Ahora todo lo que tenía que hacer era salir del desierto, regresar a la frontera egipcia con vida y encontrar un lugar donde pudiera telefonear a Harry Paxton. Tenía dos días para hacerlo.
Bajó con dificultad la pendiente desde la cueva y recorrió el cañón iluminado por la luz de la luna. Pasó junto a las formas oscuras de los motoristas muertos y los restos humeantes del tanque en llamas. A cada paso que daba se estremecía ante la perspectiva de que pudiera haber más minas sin explotar enterradas bajo la arena, esperando a que él las pisara.
Unos metros más adelante, se detuvo para mirar con pesar los restos aplastados del Toyota. Pero, justo al doblar la esquina, se topó con lo que había confiado en encontrar: el Nissan Patrol negro de Kamal, reluciendo bajo las estrellas. Ben trotó hasta él, abrió la puerta del conductor y casi rompió a reír cuando vio las llaves puestas en el contacto. En la parte trasera había cantimploras con agua, provisiones, herramientas y ruedas de repuesto. Los bidones de acero sonaron cuando los agitó. Confió en que hubiera combustible suficiente para llevarlo hasta donde necesitaba ir.
Se sentó al volante y bebió con avidez de una de las cantimploras. Se recostó un instante sobre el asiento, cerró los ojos y dejó que la sensación de alivio se apoderara de él. Entonces se volvió lentamente y vio que había algo en el espacio para las piernas del copiloto.
—Mi viejo morral —dijo en voz alta.