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Los detalles de la estancia fueron emergiendo de forma gradual de entre la bruma. Extrañas formas parecían acechar en las sombras. Ben entrecerró los ojos y levantó más la antorcha al adentrarse con cuidado en la cámara. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que había estado varios segundos sin respirar. Parpadeó, contuvo la respiración, y volvió a parpadear.

Sentadas, cual silencioso consejo de ancianos presidiendo la cámara, había un círculo de gigantescas estatuas. La luz de las llamas ondulaba sobre sus perfectos contornos y reflejaba el destello de su oro. Los rostros de las estatuas doradas parecían contemplar con curiosidad más allá de la penumbra que los había rodeado durante miles de años. No eran humanos, ni tampoco animales. Eran dioses animales: el hombre con cabeza de halcón, Ra. Bastet, la deidad felina. Las fauces de cocodrilo de Sobek, la cabeza de ibis de Thoth. Los refugiados de la dictadura religiosa de Akenatón proyectaban alargadas y parpadeantes sombras sobre las paredes de la cámara.

El espacio a sus pies estaba apilado hasta los tres metros de altura por una profusión interminable de objetos. Eran suficientes para llenar un museo. Un chacal de oro los observaba tumbado desde un pedestal. Vasos canopos y baúles y magníficos cálices de oro por todas partes, urnas de piedra decoradas con imágenes politeístas y llenas a rebosar de monedas de oro, joyas, amuletos, pendientes y anillos, brazaletes y coronas. Cruces ansadas y halcones de oro, escudos de oro. Había oro por todas partes, oro que no había sido visto ni tocado en milenios, suave y reluciente y hermoso.

Kirby soltó un grito ahogado. Echó a correr y metió las manos en una de las urnas. Llenó sus puños con aquellos valiosos objetos y los frotó sobre su rostro.

—Lo encontré —murmuraba una y otra vez—. Lo encontré. Soy rico. —Se metió un brazalete de oro del tamaño de una mancuerna por la muñeca, lo contempló con ojos centelleantes unos instantes, agarró un collar y se lo puso en el cuello. Ahuecó las manos y hundió los brazos hasta los codos en las relucientes monedas, sacó un puñado y contempló, fascinado, cómo se le escurrían por entre los dedos—. Es demasiado —susurró—. Es increíble.

Ben observó con la luz de la antorcha cómo danzaba Kirby de un lado a otro de la cámara, tocando y acariciándolo todo, fuera de sí de la excitación. En su fiebre del oro el historiador parecía haberse olvidado de que estaban atrapados en el desierto. Apenas tenían armas, carecían de transporte y casi no les quedaba agua. La entrada a la cueva podía estar en estos momentos a rebosar de soldados sudaneses, o de milicias rebeldes a las que les costaría mucho persuadir para que dejaran que unos europeos blancos siguieran su camino.

Ben apoyó la antorcha contra el pie de una estatua, sacó el móvil y se dispuso a fotografiarlo todo. A continuación cambió al modo vídeo, caminó hasta el centro de la cámara y grabó una toma lenta de trescientos sesenta grados.

—¿Para qué es eso? —preguntó Kirby, levantando la vista de un grupo de objetos que había estado contemplando con cuasi adoración.

—Pruebas. —Ben cogió de una urna una estatuilla de oro de una deidad con cabeza de halcón de unos treinta centímetros y se la metió en el cinturón—. Ahora salgamos de aquí antes de que este lugar nos sepulte.

Kirby frunció el ceño.

—Pero el tesoro…

—No estamos aquí para apropiarnos de él —dijo Ben—. Solo para encontrarlo. No es nuestro.

—No puedes dejar que se te escape de las manos —protestó Kirby—. No podemos marcharnos sin más.

—Eso es justo lo que voy a hacer. Para mí hay cosas que merecen más la pena.

—¿Como qué?

Otro temblor resonó por entre las rocas.

—¿Quieres discutir esto fuera? —preguntó Ben—. ¿O bajo un millón de toneladas de escombro?

—Eso es lo que estoy diciendo. Al menos podemos salvar parte de estos objetos, por si ocurre lo peor…

—Si ocurre lo peor, es problema de otro —repuso Ben—. No vine aquí para llenarme los bolsillos con baratijas. Ahora salgamos. —Colocó otra tira de tela alrededor de la antorcha y vio la expresión de resentimiento de Kirby en las llamas danzantes.

Se arrastraron de nuevo por el agujero de la pared y recorrieron en sentido contrario el túnel. El historiador permaneció callado mientras cruzaban el abismo y pasaban por entre las fauces de Sobek a una velocidad mucho mayor que a la ida, pero Ben no le prestó mucha atención. Lo único que le importaba en esos momentos era salir del desierto y lograr contactar de algún modo con Harry Paxton para decirle que la búsqueda había finalizado.

Ben avanzó a mayor velocidad por el túnel en pendiente. Tras él, podía oír los resuellos de Kirby. Finalmente, recorrió el último tramo en dirección a la entrada a la cueva. El aire era frío y vigorizante. La noche había caído durante su larga exploración de los túneles y la luz de la luna se filtraba por la entrada.

Cuando Kirby lo alcanzó un minuto o dos después, Ben se sacó el revólver del calibre 38 del bolsillo y se lo pasó.

—Toma. Sin resentimientos, ¿vale? —Dio unos cuantos pasos.

—Quieto ahí, Ben —dijo Kirby con una voz extraña.

Ben dio un par de pasos más, se detuvo y se giró despacio.

Kirby tenía el arma en ristre y apuntaba directo a su cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Ben.

—Deja la pistola en el suelo —le ordenó Kirby—. Despacio. Nada de juegos.

Ben vaciló, pero se sacó la Jericho de detrás de la cadera. Sujetándola por el guardamontes con un dedo, se agachó y la dejó sobre la roca que había cerca de sus pies.

—Bien. Ahora deja el teléfono a mi lado. Me será útil.

Ben se sacó el teléfono y lo dejó junto al arma.

—Y ahora el ídolo —dijo Kirby con un centelleo en los ojos mientras contemplaba la estatuilla de oro en el cinturón de Ben.

Ben se sacó el objeto del cinturón y lo dejó en el suelo con un ruido sordo y pesado.

—Ahora, aléjate varios pasos de ellos.

Ben se alejó.

—No quieres hacer esto.

—Sí, quiero. Lo siento. No puedo dejar que renuncies al tesoro. Es mío.

Ben no dijo nada.

—¿Crees que me he arrastrado tras de ti y he pasado por todo esto solo para alcanzar la gloria? ¿Crees que es lo único en lo que estoy interesado? ¿Crees que eso era lo que Morgan y yo estábamos planeando, que nuestros nombres aparecieran en una publicación académica? Piénsalo, soldado.

—Veo que te he juzgado mal, Kirby.

—Sin duda. Y hasta aquí has llegado. Lo siento.

—No, no lo sientes. ¿Por qué finges?

Kirby se encogió de hombros.

—Vale, tienes razón, no lo siento.

—Solo hay un par de problemas. Uno, estás atrapado aquí. Jamás saldrás con vida.

—Correré el riesgo. Siempre hay una forma. Supongo que ahora querrás contarme cuál es el segundo problema.

—Dejaré que lo averigües tú.

—Bien. Lo haré. ¿Quieres rezar tus oraciones antes de que te mate?

—Lo cierto es que no —dijo Ben.

Kirby asintió.

—De acuerdo. Pues aquí nos despedimos, Ben. Gracias por hacerme rico.

Entonces apretó el gatillo. No cerró los ojos ni parpadeó. Al contrario, se tomó su tiempo y efectuó un buen disparo. Desde tan corta distancia, incluso con un revólver corto como ese, era imposible fallar el tiro. Ben vio cómo el tambor giraba conforme el percutor interno se echaba hacia atrás y el mecanismo alineaba la bala de la siguiente cámara con el percutor cuando este descendió para golpear la cápsula fulminante movido por la presión del resorte.

El clic seco de la cámara vacía resonó en la entrada de la cueva.

Kirby se quedó mirando el arma. Disparó de nuevo. Otro clic.

Ben tampoco había parpadeado.

—Sigo vivo —dijo—. ¿Quieres saber ahora cuál es el segundo problema?

Kirby continuó apretando el gatillo, contemplando el revólver boquiabierto y horrorizado.

—No servirá de nada, Kirby. —Ben se metió la mano en el bolsillo y cuando abrió el puño unas balas del calibre 38 cayeron rodando de su palma—. Este es tu segundo problema, acabo de vaciar tu arma.

Los ojos de Kirby casi se salen de sus órbitas.

—Mentí sobre lo de haberte juzgado mal —prosiguió Ben—. Desde hace tiempo suponía que tratarías de jugármela cuando encontráramos el tesoro. Vi la forma en que mirabas la mansión y el Ferrari de Claudel, a pesar de tu rollo odio-a-los-ricos. Sabía que no eras el tipo de persona que corre riesgos solo por la gloria. Así que tomé precauciones. Te dije que si veías los bordes de las balas de latón entre el tambor y el armazón, el arma estaría cargada. Pero lo que no te expliqué es que se ve lo mismo cuando las balas están gastadas. ¿Por qué si no iba a hacerte que dispararas unas cuantas? ¿Para que practicaras? Me temo que no, Kirby. Solo quería algunas balas usadas. Y ahora tú vas y me demuestras que estaba en lo cierto. Estás hundido en la mierda.

Con el rostro desencajado, Kirby trató de dar con la respuesta adecuada.

—Solo bromeaba… —balbució—. Era una broma, eso es todo.

—¿Quieres decir que sabías que no estaba cargada?

—No. Digo, sí. Quiero decir…

La detonación de un disparo rasgó el silencio. La parte superior de la cabeza de Kirby salió despedida como si de una tapa se tratara. La sangre salpicó la pared de la cueva. Le flaquearon las piernas y se desplomó como un muñeco. El revólver repiqueteó contra la roca.

Ben se volvió.

Había tres hombres en la entrada de la cueva, iluminada con la luz de la luna. Uno de ellos sostenía un AKS de cuyo cañón salían volutas de humo.

Pero Ben apenas se fijó. Estaba mirando al hombre del medio.

Kamal.