La imagen que tenían ante sí cortaba la respiración. Se encontraban delante de la entrada a una caverna subterránea del tamaño de la mayor de las catedrales. La llama de la antorcha iluminaba extrañas y maravillosas formaciones rocosas.
—Esto es fantástico —dijo Kirby, dando un paso adelante.
—Cuidado —le advirtió Ben. Lo detuvo y apuntó con la antorcha hacia abajo.
—Joder —musitó Kirby.
Bajo ellos había un profundo abismo que se sumía en la oscuridad. Enormes y puntiagudas estalagmitas sobresalían de las profundidades como desmesuradas estacas esperando a empalar a quien cayera al vacío. Ben levantó más la antorcha y la luz anaranjada parpadeó, iluminando las enormes y escarpadas estalactitas que pendían del techo de la caverna a treinta metros por encima de ellos.
—Parecen fauces gigantescas —susurró Kirby sobrecogido—. Como la enorme boca de un tiburón.
—De un tiburón no —dijo Ben—. De un cocodrilo. Estás contemplando las fauces de Sobek, el dios cocodrilo. «Atraviesa las fauces de Sobek y lo descubrirás».
Kirby soltó un grito ahogado al caer en la cuenta.
—Pero ¿cómo demonios las atravesamos?
Ben dio un paso hacia el borde y la antorcha iluminó algo delante de él. Un puente de cuerda atravesaba el vacío y se extendía en la oscuridad que tenía ante sí. Ben estiró la mano y sus dedos se cerraron alrededor de la gruesa y tensa cuerda. La notó fuerte y áspera en su puño.
—Por aquí —dijo.
—De ninguna manera —protestó Kirby—. Tiene miles de años. No aguantará nuestro peso.
Ben subió al puente. Las grises tablas de madera estaban agrietadas por el paso del tiempo y el crujido de las cuerdas resonó por toda la caverna. Pero aguantó. Dio otro paso. En esos momentos estaba justo encima del abismo. Se volvió hacia Kirby.
—¿Vienes o qué?
Kirby vaciló.
—Bien. —Ben dio otro paso—. Entonces encontraré yo solo el tesoro.
—Ni de coña —dijo Kirby, y lo siguió rápidamente. El puente crujió y se balanceó mientras avanzaban hacia la oscuridad.
Otro ruido sordo resonó por la caverna: el ruido de la piedra al chocar contra la piedra. Millones de toneladas de presión encima de ellos. Ben alzó la vista al techo irregular y apretó los dientes. Algo no iba bien. Una parte fundamental de la integridad estructural de la roca se había visto desplazada por el impacto del proyectil del tanque. Quizá no pasara nada. O quizá todo se vendría abajo en cualquier momento y ese lugar se convertiría en su tumba. Solo había una manera de averiguarlo, y solo un camino que seguir.
—Me siento como si estuviera encaminándome al infierno —dijo Kirby, que temblaba tras él.
—Quizá así sea —dijo Ben.
Se escuchó otro chirrido sobre sus cabezas y una lluvia de fragmentos de piedra cayó del techo. Una piedra rompió una estalagmita. El resto cayó al vacío. Había mucha, mucha profundidad.
De algún punto del abismo se oyó un sonido. Aguas lejanas a gran velocidad. Un río subterráneo, una antigua reliquia de los días en los que el desierto del Sáhara había sido un paraíso verde y exuberante.
Cruzar el puente se les hizo eterno, pero consiguieron llegar al otro extremo. Kirby dio los últimos pasos a la carrera. El sudor relucía en su rostro con la luz de la antorcha.
—Gracias a Dios que ya ha pasado.
—Hasta que tengas que cruzarlo a la vuelta —le dijo Ben.
—No era necesario que me lo recordaras.
Ben no respondió. Ya estaba avanzando por el túnel y enrollando otra tira de tela en la antorcha.
Esa ya no era una cueva natural. El túnel que estaban atravesando había sido excavado por el hombre en la sólida roca con increíble precisión. Las paredes estaban cubiertas de pinturas descoloridas, extrañas imágenes que a Ben no le parecían egipcias.
—No sé quién excavó este pasadizo —dijo Kirby—. Pero no fue Wenkaura.
—¿Estás seguro?
—Como no lo he estado en mi vida. Mira esas imágenes. Nunca había visto nada igual. Ningún estudioso podría reconocerlas. Alguna cultura predinástica construyó este lugar. O la civilización nubia, o alguna otra que desconocemos. Es increíble. Jamás sabremos cómo encontró este sitio Wenkaura.
Otra serie de estruendos y crujidos resonaron a su alrededor y los dos se giraron. Ben observó cómo una delgada fisura se abría lentamente a lo largo de la pared del túnel que tenía a su lado y parte de la imagen pintada se desmoronaba.
—Esto no pinta bien —murmuró Kirby—. La cueva se está viniendo abajo.
A unos veinticinco metros, el oscuro y curvado túnel terminaba. Sin salida. La pared que bloqueaba el túnel estaba cubierta de telas de araña y polvo.
—Sujétame esto. —Ben le pasó la antorcha a Kirby y apartó las telarañas, dejando a la vista las grietas entre los bloques de piedra—. Hay más marcas aquí. Y estas sí son egipcias, sin duda.
Kirby se acercó. La luz de la antorcha proyectaba sombras oscuras en los jeroglíficos que tenían ante sí.
—¿Puedes descifrarlos?
A Kirby se le desencajó la mandíbula.
—Oh, Dios.
—¿Puedes descifrarlos? —repitió Ben con impaciencia.
Kirby se volvió.
—Dice: «Amón está satisfecho. El tesoro será devuelto a su lugar». Es aquí. Lo hemos encontrado.
—Entonces, veamos qué es lo que hay.
—¿Adónde vamos?
—Hay que atravesar esta pared —dijo Ben. Cogió el fusil refulgente de las manos de Kirby y lo golpeó contra la pared. El crujido de la madera sólida en la piedra resonó por todo el túnel. Un bloque se movió, un par de centímetros quizá. Ben blandió el fusil de nuevo. La antorcha se apagó y se sumieron en la oscuridad—. Retrocede.
Volvió a golpear la pared, esta vez a ciegas. Se oyó el ruido de algo al caerse. Siguió golpeándola hasta que la culata del fusil se rompió y repiqueteó en el suelo de piedra. Cogió otra tira de tela, la enrolló en el cañón del arma, encendió su mechero y la prendió.
Sonrió ante lo que vio. En esos momentos había una abertura en la pared lo suficientemente grande como para entrar por ella. Se agachó y sintió cómo un aire cálido se escapaba de la cámara del interior. Partículas de polvo se cernían sobre la luz de la antorcha.
—Allá vamos —dijo Kirby—. La gloria o la ruina.
Ben respiró profundamente y reptó hacia la oscuridad. La antorcha relucía entre una neblina de polvo.
Kirby se abrió paso con dificultad por la abertura y se puso de pie.
—¿Qué ves? —susurró.
—Nada —dijo Ben.
Pero entonces, cuando el polvo se asentó, alcanzó a ver algo.