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Entonces, aparecieron dos motos de trial y a continuación una tercera, las tres a gran velocidad, rebotando por el maltrecho terreno. El zumbido de sus motores a dos tiempos resonó por las paredes del cañón cuando se acercaron. Dos de las motos tenían pasajeros (ataviados, al igual que los pilotos, con vestimenta beduina). Los pasajeros se sacudían de un lado a otro del asiento trasero, fuertemente sujetos con una mano mientras con la otra disparaban ráfagas de fuego automático con subfusiles Uzi a lo que quiera que estuviera siguiéndolos.

Ben los observaba desde las rocas con todos los sentidos alerta y la Jericho en su mano. Cuando las motos pasaron junto a ellos pudo oír algo más por encima del ruido de sus motores. Algo inconfundible. Un sonido chirriante y estridente, constante, que no había oído en años pero que jamás olvidaría. Se puso tenso y contempló la curva del cañón, aguardando lo inevitable.

El tanque de batalla apareció doblando la esquina, algo monstruoso, como un dinosaurio de acero gris y verde. El repiqueteo chirriante de sus orugas y el rugido de su motor resonaron por todo el cañón. Cuarenta y seis toneladas de pura fuerza bruta, más de tres metros y medio de ancho y seis de largo que convertían las piedras en polvo a su paso. Su cañón de 105 mm giraba a izquierda y derecha, como si estuviera escudriñando el paisaje. Entonces disparó.

Al ensordecedor estallido le siguió un silbido cuando su explosivo proyectil salió despedido por el cañón e impactó en la pared rocosa, levantando una gigantesca nube de humo y fuego y de escombros voladores. La moto que cerraba la marcha salió despedida por los aires. Sus ocupantes se estrellaron contra las rocas.

Kirby estaba pegado al suelo junto a los pies de Ben, con el rostro crispado del terror y las manos en los oídos. Fragmentos de piedra, arena y polvo llovían sobre ellos. Ben observó impotente cómo el pasajero de la moto caída se levantaba y se alejaba dando tumbos de su acompañante muerto mientras disparaba con el Uzi al tanque. Una ráfaga devastadora del cañón del tanque frenó la huida del hombre y sus ropas quedaron salpicadas de sangre.

Ben supo entonces qué era lo que estaban presenciando. Se habían topado con un tiroteo entre el ejército sudanés y las milicias rebeldes beduinas, solo que el equilibro de poder estaba muy descompensado. El ejército estaba sofocando sin piedad los últimos focos de resistencia tras la guerra en Darfur.

Más adelante, las otras dos motos avanzaban a gran velocidad por el cañón. De repente, la primera voló por los aires y sus restos y los de los cuerpos de sus ocupantes se esparcieron por la arena. Habían pasado por encima de una mina.

El cañón disparó de nuevo. Oyeron el chirrido del proyectil pasando por encima de sus cabezas y la pared del cañón se desintegró en una columna de humo, polvo y llamas.

La última moto iba directa a la cresta rocosa. El sol estaba justo en la hendidura, exactamente igual que en el jeroglífico que el mapa de Wenkaura había predicho.

El tanque avanzó por el cañón persiguiendo a su presa, con la torreta girando de un lado a otro en busca de su objetivo. Su arma principal disparó de nuevo. El proyectil impactó en la cresta unos metros por delante de la moto, que se bamboleó, pero el piloto logró continuar hasta que el cañón lanzó otra ráfaga. Entonces salió despedido y cayó al suelo como si de una muñeca de trapo se tratara. La moto patinó de costado, levantando una lluvia de chispas hasta detenerse y yacer en silencio.

El tanque siguió avanzando imparable. Estaba a pocos metros de su Toyota y Ben era consciente de que no iba a aminorar el paso.

Y así fue. El ancho de tres metros y medio del tanque prosiguió su camino y las orugas engulleron el vehículo estacionado. La parte delantera del tanque se elevó cuando pasó por encima del Toyota y cayó de nuevo cuando las cuarenta y seis toneladas de acero y blindaje lo aplastaron cual cáscara de huevo. El tanque siguió avanzando como si nada, dejando tras de sí lo que en esos momentos ya solo eran hierros retorcidos y planos.

Kirby miró horrorizado a Ben.

—Ahora sí que estamos bien jodidos —gritó por encima del estruendo.

Antes de que Ben pudiera detenerlo, el historiador sacó su revólver del calibre 38 de su bolsillo y apuntó al tanque.

Ben sabía lo que ocurriría si disparaba. Era como disparar la pistola de dardos de un niño contra un toro enfurecido. La bala, de baja velocidad, impactaría sin causar daño alguno en el blindaje del tanque. Ni siquiera le dejaría una muesca, pero los soldados del interior lo oirían. Entonces el tanque se detendría. El cañón giraría hacia ellos. Los localizaría en un instante y los haría pedazos. Desde esa distancia, sus cuerpos quedarían esparcidos en un radio de ciento ochenta metros.

Kirby apretó el gatillo. La bala del calibre 38 levantó la arena justo delante de la torreta. Y en ese preciso momento, el tanque detonó con una gigantesca y brutal explosión y se oyó el chirrido de su blindaje al resquebrajarse.

Los dos se agacharon por acto reflejo cuando el suelo tembló bajo sus pies. Metralla y fragmentos de las orugas y las rocas salieron despedidos en todas direcciones. La escotilla del tanque se abrió y de ella emergieron lenguas de fuego y humo negro. Un hombre en llamas intentó salir, pero cayó hacia atrás, agitando los brazos del dolor. Desapareció cuando una segunda explosión voló la torreta de su soporte. La bestia blindada pareció derrumbarse y sumirse en la muerte.

—¡Le he dado a ese cabrón! —gritó Kirby, agitando el revólver lleno de júbilo.

Ben siguió estupefacto un instante más hasta que fue consciente de lo que acababa de ver.

—Lamento decepcionarlo, profesor, pero ha sido una mina. —Y una de las grandes, pensó. Cincuenta kilos de explosivo tal vez. Si hubieran pasado por encima con el Toyota, se habrían evaporado. Miró hacia el cielo y dio las gracias para sus adentros.

—Aun así ha sido genial —dijo Kirby, que estaba a punto de trepar por las rocas cuando Ben lo detuvo.

—Espera. Y dame eso antes de que hagas otra estupidez. Podrías haber hecho que nos mataran —lo increpó, y le quitó el revólver.

Esperaron dos minutos, tres. Ben escuchó con atención, pero no se oía más que el chisporroteo del tanque en llamas. El desierto estaba en silencio. Supuso que, donde quiera que se encontrara la división armada sudanesa, no estaban tan cerca como para tener que preocuparse de ellos. Al menos, no aún.

Tras cuatro minutos, Ben concluyó que Kirby y él eran los únicos seres vivos en un amplio radio y salió de detrás de las rocas para contemplar el humeante campo de batalla.

Observó con pesar durante un largo rato los restos del Toyota. No quedaba nada que recuperar. Ni armas, ni equipo. Ni agua. El charco oscuro donde sus botellas habían reventado estaba evaporándose con gran rapidez en la arena caliente. Sin vehículo, lo único que los separaba de una muerte lenta y achicharrante era la poca agua que llevaban en las cantimploras.

Eso era algo de lo que podría preocuparse más tarde. Pronto caería la noche. Mientras tanto, tenía un tesoro que encontrar.

Se limpió el polvo y el sudor del rostro.

—Vamos —le dijo a Kirby con un suspiro, y encabezó la marcha por el cañón hacia el conjunto de rocas. Cuarenta y cinco metros más adelante, pasaron por encima del cuerpo del motociclista que había estado a punto de lograrlo. El portafusil del AK-47 del beduino muerto se había roto por el impacto de una bala y el arma yacía a escasa distancia. Ben la cogió. La culata estaba decorada con tachuelas de metal e incrustaciones de nácar. El cañón estaba aplastado y partido por el impacto de la metralla.

Tiró el arma y siguió caminando.

El sol estaba por debajo de la hendidura en esos momentos. Solo el borde dorado y reluciente de su disco era visible por encima de las rocas. Puesto que ya no deslumbraba, Ben pudo observar la roca con más detalle. Recorrió su cara escarpada con la mirada y se detuvo a contemplar la entrada a la cueva, que antes no estaba ahí. El último proyectil del tanque había reventado una sección de la cresta, dejando expuesta una grieta irregular de unos metros de altura que antes debía de haber estado cubierta por milenios de piedras y arena de tormentas.

Kirby también la había visto. Se miraron y echaron a correr. Numerosas piedras y arena se desprendieron bajo sus pies cuando treparon por la pendiente hacia la entrada. Ben llegó primero y miró con cautela al interior de tan oscuro espacio.

—Necesitamos luz —dijo Kirby entre resuellos.

Ben bajó corriendo la pendiente y regresó junto al cuerpo del motorista.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó Kirby. Ben cogió el fusil AK roto y le quitó la túnica al hombre. Con la tela hizo diez tiras, se guardó nueve en el bolsillo y enrolló la décima en el extremo del fusil. Corrió hasta la entrada de la cueva, sacó su Zippo, lo encendió y prendió la tela.

La antorcha improvisada emitió una tenue y parpadeante luz sobre las paredes que tenían ante sí conforme se adentraban en la cueva. El túnel era largo y en curva.

—Estamos descendiendo. —La voz de Kirby resonó.

Ben asintió. La cueva los estaba llevando bajo tierra. La luz comenzó a apagarse y Ben reemplazó de inmediato la tira de tela. Siguieron caminando.

Escucharon un estruendo largo y grave proveniente de las profundidades de la roca. Polvo y piedras cayeron del techo. Ben se paró y se puso tenso, a la espera de un derrumbamiento.

No se produjo. La lluvia de polvo cesó y pudo respirar de nuevo.

—Me parece que el proyectil del tanque le ha hecho un flaco favor a este lugar —murmuró.

El túnel siguió serpenteando hacia abajo. Era una cueva natural, pero Ben advirtió superficies lisas en la pared que indicaban que, en algún momento, alguien había estado allí antes. ¿Había sido ese alguien Wenkaura guiando a su expedición a las profundidades bajo la cresta rocosa, una procesión de hombres portando los baúles de un tesoro a un sitio donde el faraón hereje no lo pudiera encontrar jamás?

—Parece no tener fin —susurró Kirby.

—Hay una curva allí delante —dijo Ben.

Algunos metros después, la claustrofóbica atmósfera del estrecho túnel desapareció, como si un espacio más grande se hubiera abierto a su alrededor. Ben puso más tela en la moribunda antorcha y la llama brilló con más intensidad. Levantó la luz parpadeante por encima de su cabeza.

—Santo Dios, mira eso —exclamó Kirby.