La explosión recorrió el tren, arrasando todo a su paso con fuego y metralla.
El calor y el estruendo fueron demoledores. Ben sintió cómo se elevaba y salía volando por los aires. Se golpeó la espalda contra algo sólido y se desplomó en el suelo justo cuando la bola de fuego le pasó por encima. Casi a cámara lenta, el tren sufrió una sacudida por el impacto que lo desplazó de costado y lo descarriló. Se oyeron chirridos y un estrépito terrible cuando el metal golpeó el suelo a sesenta y cinco kilómetros por hora, levantando una ola gigante de arena y piedras al retorcerse y separase. Ben apenas se percató de que el vagón en el que acababa de estar se elevaba para luego desplomarse con un crujido ensordecedor.
Otro impacto lo arrojó violentamente al otro lado. Durante unos segundos solo pudo oír los latidos de su corazón y la sangre palpitando en sus oídos.
A través de la nube de polvo que ahogaba el aire escuchó los gritos y gemidos de los supervivientes. Ben logró ponerse de pie y comprobó que su vagón seguía derecho. Había humo en el extremo final, lenguas de fuego que rozaban el techo estaban ganando terreno con rapidez.
A su lado, Kirby comenzaba a recuperar la consciencia.
—¿Estás bien? —le preguntó Ben, zarandeándolo del brazo.
Kirby alzó la vista. Tenía el rostro pálido y manchado de polvo y arena.
—Estoy bien —gimió—. Creo.
Ben miró a su alrededor. Aquello era una carnicería. No muy lejos de él, el guardia que había intentado controlar a los pasajeros yacía muerto. A su lado, Jerry Novak estaba desplomado en el suelo, inconsciente, encima de los cristales que cubrían todo el suelo del vagón, con la ropa quemada y sangre en la frente. Su mujer se había puesto a tientas de pie y pedía ayuda a gritos. Tenía un corte en el rostro. Señalaba sin cesar al humo.
Ben entendió entonces lo que estaba intentando decir. Con el impacto se había separado de su hijo, Mikey, y este estaba en alguna parte del extremo posterior del vagón.
Ben se colgó el fusil al hombro y corrió en dirección al fuego. Sintió cómo las llamas le abrasaban las piernas. El extremo posterior del coche cama se había combado como un acordeón, y los restos de su interior estaban apiñados, ardiendo. Apartó de una patada los escombros, angustiosamente consciente de que el fuego se estaba extendiendo con rapidez por el vagón. El humo era denso y acre y era muy difícil ver nada. Pero, cuando apartó una sección de un tabique de contrachapado hundido, vio la forma acurrucada del niño debajo. Estaba vivo y se movía.
Ben cogió al niño, que lloraba y tosía, y lo sacó de debajo de los escombros. Tenía el rostro negro, pero no había señales de quemaduras en su piel o ropa. Lo llevó al otro extremo del vagón y se lo dio a su madre. Alice Novak abrazó a su hijo entre lágrimas. Su marido estaba volviendo en sí y gemía de dolor. Habían tenido suerte.
—Tenemos que salir de aquí, ahora. —Ben señaló el boquete que el misil había abierto en el lateral del tren. Detrás, los rayos de sol se filtraban por el humo y se podían discernir las formas de unas rocas enormes entre la hierba y la arena. Ayudó a Jerry Novak a levantarse y guió al pequeño grupo fuera del vagón mientras el fuego empezaba a hacerse con el control de la sección central. Les indicó que fueran hacia las rocas—. ¡Vamos, vamos!
El tren yacía en el suelo como un collar roto. Otros pasajeros estaban saliendo de distintos puntos del retorcido metal, tambaleantes y confusos, algunos de ellos sangrando, ayudándose entre sí. Ben contempló los restos de los dos vagones que habían saltado por los aires y que prácticamente se habían fundido en el impacto. Las llamas se vertían cual líquido por sus ventanas. Si aún había alguien allí, no iba a conseguir salir. Cerró los puños, furioso por lo que Kamal había hecho.
—Están volviendo —dijo Kirby con voz temblorosa.
Al otro lado de las vías, una columna ladeada de humo negro se elevaba sobre los restos del vehículo de los terroristas. El restante pickup, el Nissan negro y el Dodge habían dado la vuelta trazando un amplio círculo y en esos momentos se acercaban a ellos a toda velocidad, levantando nubes de polvo a su paso. Ben observó el Nissan negro y al instante supo cuál era la intención de Kamal. El terrorista iba a matar a todos los hombres, mujeres y niños a bordo del tren con tal de llegar hasta él.
Pero Ben no iba a permitirlo. Al menos no ese día. Entró de nuevo al tren en llamas, se abrió paso entre el fuego hasta lo que quedaba de su coche cama, encontró la bolsa entre los restos, la cogió y sacó otra granada.
Los tres vehículos se acercaban a toda velocidad. El Nissan negro por la izquierda, el Dodge por la derecha y el pickup armado en el centro. La ametralladora cobró vida y las balas del calibre 50 impactaron de nuevo en el maltrecho ferrocarril.
—¡Las rocas! —gritó Ben a los supervivientes—. ¡Hay que llegar a las rocas!
Todos echaron a correr aterrorizados cuando las balas empezaron a impactar en la arena. Un hombre de mediana edad con traje corrió desesperadamente para ponerse a cubierto sin soltar su maletín cuando una ráfaga de la ametralladora lo alcanzó y salió despedido hacia delante. Los documentos de su maletín reventado se desperdigaron por el desierto.
Pero iba a ser la última víctima que el artillero se podría adjudicar. El diodo del sistema de control de disparo se puso verde cuando la mira del fusil de Ben apuntó al pickup. El FN lanzó su granada y el camión explotó con violencia. El otro vehículo dio un volantazo para alejarse de su trayectoria cuando este empezó a dar vueltas de campana.
Ben cargó otra granada. Apuntó al Nissan de Kamal y disparó. Pero de algún modo el conductor logró apartarse de su trayectoria. La granada impactó en el oxidado Dodge y este voló por los aires como si se tratara de un simple juguete cuando el depósito de combustible reventó.
Ya solo quedaba el Nissan. El conductor maniobró con brusquedad para recuperar el control del vehículo y el motor rugió cuando aceleró y se alejó en la arena del desierto. Ben lo persiguió con una larga ráfaga de fuego automático que hizo que el FN se le sacudiera en las manos. Pero entonces se quedó sin munición y el Nissan desapareció a gran velocidad en la calina de la mañana.
Bajó el fusil. Por el momento todo había terminado. Kamal había perdido a cinco de sus ocho hombres. Pero Ben sabía que volverían a verse.
Corrió junto al pequeño grupo de supervivientes apiñados entre las rocas. Sus rostros, pálidos y atemorizados, manchados de polvo y lágrimas, lo miraron.
—¿Volverán? —preguntó una mujer.
—No —respondió Ben—. Ya se han ido.
Entonces lo acribillaron a preguntas.
—No encuentro a mi mujer, ¿la has visto?
—¿Qué nos va a ocurrir?
—¿A cuánto estamos de Asuán?
Entonces un hombre egipcio menudo y casi sexagenario dio un paso al frente. Tenía el traje arrugado y lleno de polvo y su rostro fino y alargado mostraba la expresión melancólica de alguien que había visto mucho sufrimiento en el pasado y que estaba resignado a ver más en el futuro.
—Soy médico. Dejen que los ayude.
Diez minutos después, estaba atendiendo a los heridos como buenamente podía, con la ayuda del exiguo botiquín que habían rescatado del vagón de los guardias. Agruparon, bajo la sombra de una roca, todas las botellas de agua que encontraron. Ben usó la radio de uno de los policías fallecidos para informar del ataque a la policía de El Cairo. Los equipos de emergencia estaban de camino. Le dio a Kirby el fusil y la bolsa y corrió al tren. Abrió puertas y revisó los pasillos y compartimentos en busca de más supervivientes. El primer vagón en el que miró se hallaba en un ángulo imposible, encima del de delante. En su interior encontró a un frágil anciano desplomado en el inclinado suelo. Tenía el cuello roto. Todo apuntaba a que estaba durmiendo cuando había ocurrido, había salido despedido de su litera y se había golpeado contra el lavabo. Ben sintió mucha tristeza al verlo y las manos le temblaron de la furia mientras levantaba el cuerpo y lo sacaba para colocarlo con cuidado en el suelo, fuera del tren.
En poco tiempo, encontró a cuatro supervivientes más entre los restos, tres de ellos heridos y uno con una conmoción, y los llevó hasta las rocas. Pero había más muertos que vivos en el interior del convoy. El maquinista había recibido una bala, sentado frente a los controles. Al guardia más cercano al ataque del RPG la metralla le había destrozado la garganta y el otro había muerto aplastado con el impacto del descarrilamiento. Los tres policías de paisano habían caído por impactos de bala. Uno de ellos había recibido una ráfaga de disparos de ametralladora en el torso que lo había partido en dos. La misma ráfaga había matado a una joven pareja sentada en una litera.
Once cuerpos en total, sin contar los restos calcinados que todos sabían que seguían atrapados en el par de vagones carbonizados que habían volcado. Serían los médicos y los bomberos los que tendrían que afrontar la terrible tarea de recuperación de esos restos cuando llegaran.
Ben colocó a los muertos en fila a pocos metros del tren y una pasajera que resultó ser una exenfermera le ayudó a taparlos con sabanas y mantas que sujetaron con piedras. A continuación reunió las armas de los tres policías muertos, por si caían en las manos equivocadas. Encontró un extintor en el vagón de los guardias y lo usó para sofocar las llamas de los vagones que seguían ardiendo.
Una vez se hubo asegurado de que todos los focos estaban apagados y los supervivientes a salvo, regresó a su coche cama y dio gracias a Dios por que el fuego no se hubiera extendido hasta allí. Rebuscando entre los escombros y cristales rotos encontró su teléfono, el dinero y la fotocopia del mapa de Wenkaura que Claudel le había hecho.
Mientras sacaba todo, se preguntó cómo era posible que Kamal los hubiera alcanzado. ¿Acaso los había traicionado Claudel? Era más probable que Kamal le hubiera sonsacado de alguna manera la información. Lo que significaría que el francés también estaba muerto, pero era demasiado tarde para preocuparse por eso.
Su verdadera preocupación era que si Kamal había sabido que tenía que perseguir ese tren, sin duda sabía dónde estaba el tesoro, en cuyo caso eliminar a la competencia no era su único objetivo. No regresaría a la escena del crimen. Él y los hombres que le quedaban ya estaban de camino a Sudán. En esos momentos la persecución se había convertido en una carrera por ver quién llegaba primero.
El sol estaba saliendo y empezaba a hacer calor. Ben regresó a las rocas y vio que el doctor y la exenfermera estaban atendiendo a una mujer con un brazo lacerado. Se arrodilló junto a él y le informó brevemente de la situación.
—Los equipos de emergencia no tardarán —dijo—. Ahora está usted al frente.
—¿Adónde va? —preguntó el doctor.
—Preferiría no estar aquí cuando llegue la policía —dijo Ben.
El rostro del doctor esbozó una leve y triste sonrisa.
—No sé quién es usted ni de dónde ha salido, pero ha salvado a toda esta gente. Si no hubiera estado aquí…
—Ojalá hubiera podido hacer más. —Ben se levantó. No quería marcharse, pero confiaba en que su improvisado equipo médico se hiciera cargo de todo.
Escudriñó el horizonte. El Nilo estaba a un par de kilómetros. Y en cualquier lugar de Egipto donde pudieras encontrar agua y vegetación, podrías encontrar gente y provisiones. Y vehículos a motor aguardando a ser comprados, alquilados o robados. Siempre había alguna manera.
Se volvió hacia Kirby.
—En marcha.