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Tren nocturno El Cairo-Asuán

El tren traqueteaba en la oscuridad, recorriendo las vías situadas entre el Nilo y el desierto. Ben estaba sentado en la litera superior del coche cama doble que compartía con Kirby. Oía los ronquidos leves y rítmicos del historiador en la litera inferior, mezclado con el repiqueteo de las ruedas en las vías. Estaba vestido y, aunque su cuerpo le pedía a gritos descansar, no podía calmar su inquieta mente.

Hacía menos de una hora desde que el tren había partido de El Cairo, pero le parecían semanas. El tiempo transcurría con tal lentitud que Ben tenía la sensación de que estaba siendo cruel con él a propósito. Siete días para completar su tarea, y el tercer día pronto comenzaría. Con nada que hacer salvo seguir sentado y preocupado durante las siguientes horas, tan lacerante inactividad avivó sus más oscuros miedos y pensamientos.

Reflexionó sobre los acontecimientos de los últimos dos días. Había recorrido un largo camino, pero le esperaba uno más largo por delante y no tenía manera de saber qué iba a encontrar al final. ¿Estaba acercándose? Lo cierto era que no podía saberlo. Eso era lo peor de todo.

Se bajó de la litera, cogió la cartera y salió del compartimento. En el estrecho e iluminado pasillo que recorría el lado exterior del coche cama, pasó junto a un guardia de uniforme y un tipo con ropa de civil que tenía toda la pinta de ser un policía. Ben percibió la forma de la pistola que ocultaba en la cadera. Probablemente hubiera un vagón de seguridad separado en la parte delantera del tren con tres o cuatro agentes de paisano más apostados para proteger a los pasajeros turistas de ataques terroristas.

Llevaba escasos metros recorridos, cuando el teléfono vibró en su bolsillo y lo sacó.

Era Paxton, y no se anduvo con rodeos.

—¿Lo has encontrado?

—Sé dónde está —respondió Ben sin subir la voz.

—Bien hecho. Estás haciendo grandes progresos. Sabía que no me decepcionarías.

—Si es que está allí —añadió Ben—. Si es que en realidad existe y si no ha sido saqueado por milicias sudanesas o beduinos o quienquiera que haya podido toparse con él en estos últimos treinta y tantos siglos. Te estás arriesgando mucho.

—Será mejor que lo encuentres —dijo Paxton—. Ya sabes lo que pasará si vuelves con las manos vacías.

—¿Y si lo encuentro? ¿Cómo demonios esperas que lo transporte todo yo solo? No llegaría ni a la mitad del Nilo.

—Yo me ocuparé de la logística. Tu trabajo es localizar el tesoro, asegurarte de ponerlo a salvo y traerme la prueba y las coordenadas. Yo me encargaré del resto.

—¿No crees que un convoy de camiones llenos de oro va a llamar un poco la atención?

Paxton rió.

—Sé cómo pasar desapercibido, Benedict. Es mi trabajo. Déjame esa parte a mí.

—Y cuando te lleve la prueba, ¿liberarás a Zara?

—Soy un hombre de palabra. Cumple con tu parte, y yo cumpliré con la mía.

—Un hombre con escrúpulos. Un ejemplo para todos.

El tono amigable desapareció de la voz de Paxton.

—No me pongas a prueba. Espero recibir pronto el aviso de que has concluido la misión. Recuerda que el tiempo pasa, Benedict.

Colgó.

Ben se guardó el teléfono y recorrió el pasillo del oscilante y vibrante tren en dirección al vagón restaurante. Estaba cerrado, pero Ben estaba más interesado en el bar contiguo, abierto por la noche.

No había habido demasiada gente en el andén de la estación de El Cairo para subir a ese tren, así que a Ben no le sorprendió que el bar estuviera vacío. El ojeroso camarero, con chaqueta blanca, le sirvió el whisky doble que le había pedido sin pronunciar palabra. Ben se sentó allí un rato, inmerso en pensamientos que confiaba que el alcohol le ayudaría a diluir. Aún no estaba borracho cuando percibió un movimiento tras él y se volvió para ver a otro pasajero entrando en el bar. Tendría unos treinta y cinco años y vestía una camisa de tela vaquera y pantalones vaqueros ajustados. Se sentó en uno de los taburetes fijos en el suelo, le dirigió una afable mirada a Ben y le pidió al camarero una cerveza. Por el acento parecía canadiense, quizá de Toronto. Ben lo recordaba de la estación. Se había subido al tren con su mujer y un niño pequeño.

No tardaron mucho en enfrascarse en la típica conversación banal y distendida que entabla todo viajero para pasar el tiempo. Aquel tipo se llamaba Jerry Novak, y era un vendedor de ordenadores que estaba visitando Egipto con su mujer, Alice, y su hijo, Mikey, de siete años. A efectos de la conversación, Ben era un periodista de viajes freelance que estaba realizando un reportaje de la ruta en tren de El Cairo-Asuán para una revista.

Una vez hubieron terminado sus bebidas, se dieron las buenas noches y Ben abandonó el bar. Mientras atravesaba los vagones, se percató de que el tren había aminorado la marcha. En el pasillo que daba a su compartimento se encontró con el guardia, que regresaba acompañado por dos policías de paisano.

—¿Hay algún problema con el tren? —preguntó Ben al guardia cuando pasó a su lado.

—Nada de lo que tenga que preocuparse, señor. Tenemos un problema menor en el motor. Los ingenieros están esperando a llegar a la siguiente estación y desde allí podremos seguir con normalidad.

Ya de regreso en su compartimento, comprobó que Kirby seguía profundamente dormido en la litera de abajo. Ben subió a la suya en silencio por la escalerilla y se tumbó bocarriba sobre el estrecho colchón, frustrado por la lentitud del viaje.

El tiempo pasaba pero las luminosas manecillas de su reloj parecían haberse detenido. El tren pareció tardar una eternidad en llegar a la siguiente estación y otra más en volver a ponerse en marcha. Podía oír las voces y el repiqueteo de las herramientas mientras los operarios solucionaban el problema con el motor, cuyo rugido volvió a escucharse y los vagones se sacudieron cuando la locomotora retomó la marcha. El traqueteo se intensificó cuando el tren alcanzó velocidad de nuevo. Ben siguió tumbado, contemplando la oscuridad, sintiendo cómo la vibración del tren sobre las vías se filtraba por la litera y el fino tabique de contrachapado.

Escapó del sueño durante mucho, mucho tiempo. Entonces, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar el cielo, cerró los ojos y sintió cómo se dejaba llevar. Su cuerpo se mecía con suavidad con el traqueteo del tren. Su respiración era lenta y profunda y tenía los ojos cerrados. En sus sueños estaba muy lejos.

El aire era fresco y salado y el mar relucía bajo el sol. Estaba en la cubierta de madera blanca de un yate. Sentía el calor en su rostro y el susurro de las aguas verdes y azuladas chapaleando contra el casco.

Oyó una voz y se volvió para ver de dónde provenía.

En el extremo de la cubierta, con la vasta e infinita extensión de agua a su espalda, se encontraba Harry Paxton. Ataviado de su uniforme militar de Makapela, esbozaba una afable sonrisa.

Ante él, con la espalda pegada al cuerpo de Harry, se encontraba Zara. Luchaba por zafarse de él con los ojos llenos de miedo. Presionándole la sien derecha estaba la boca de la pistola que Paxton sostenía.

Ben empezó a correr hacia ellos, gritando: «¡No! ¡Suéltala!». Pero su voz era débil y, cuanto más corría, más parecía alejarse de Paxton y Zara, hasta que la cubierta se extendió varios cientos de metros entre ellos dos y Ben.

Entonces comenzó a curvarse más y más, provocándole la sensación de que estaban mucho más lejos de él. Trepó desesperadamente por la cubierta en pendiente, resbalándose, avanzando con dificultad, resbalándose de nuevo, gritando «¡No! ¡No!» cuando vio que el dedo de Paxton apretaba el gatillo.

El sonido del disparo hizo que Ben se incorporara en la litera y se diera en la cabeza contra el bajo techo del coche cama.

Solo ha sido un sueño.

Pero no era un sueño. Kirby estaba gritando fuera de sí en la litera inferior cuando oyó más disparos seguidos de una ráfaga de fuego automático. De repente, una fila de agujeros perforó la carrocería del tren y diminutos haces de luz se filtraron por ellos.

Ben bajó de la litera. Aún aturdido por la pesadilla, se acercó a la ventanilla y subió la persiana. Fuera, con la luz del amanecer, a unos veinticinco metros de las vías donde la maleza tocaba las lindes del desierto, cuatro todoterrenos avanzaban dando botes a gran velocidad sobre la arena, a la altura del tren en marcha, dejando una estela de polvo y tierra tras de sí.

Había ocho hombres dentro, y no eran turistas. El vehículo que encabezaba la marcha era un Nissan Patrol negro con potentes faros y defensa delantera. Tras él iba un oxidado deportivo Dodge. Los dos restantes eran lo que el ejército llamaba «técnicos»: camiones pickup todoterreno abiertos por detrás con ametralladoras del calibre 50 tras las cabinas. Las dos temibles armas eran manejadas por artilleros que llevaban máscaras y gafas oscuras. Las dos apuntaban hacia el tren.

Ben vio cómo salían lenguas de fuego de sus bocas y se tiró al suelo cuando impactaron en los vagones por segunda vez y las balas atravesaron la endeble carrocería y rebotaron por todas partes. La ventana estalló hacia dentro y de repente un viento cortante y cargado de arena empezó a rugir en el interior del compartimento.

Kirby, pegado al suelo, farfullaba atropelladamente del miedo. Ben se incorporó de un brinco, lo agarró del brazo, abrió la puerta del coche cama y tiró de él hacia el pasillo. Se arrastraron por el suelo a toda velocidad mientras más balas hacían pedazos el vagón y fragmentos y esquirlas de metal volaban a su alrededor.

Accedieron por el pasillo al siguiente vagón y Ben pudo ver a los pasajeros corriendo y gritando aterrados. En el espacio oscilante entre los vagones, uno de los policías de paisano estaba disparando a los atacantes por la ventana con un MP5.

Mientras Ben contemplaba la escena, más ráfagas de disparos impactaron en el tren y el poli cayó acribillado por múltiples balas. La sangre salpicó la pared a su espalda. Su arma salió rodando por el suelo cuando se desplomó.

Ben corrió al interior del compartimento para coger la bolsa de deportes del estante. Echó un vistazo por la ventana hecha añicos justo a tiempo para vislumbrar al copiloto del Nissan negro. Durante medio segundo entrecruzaron sus miradas.

Kamal.

Entonces, uno de los pickup se colocó entre el tren y el vehículo de Kamal y Ben lo perdió de vista. Pero había un motivo más de preocupación en la parte trasera de aquel camión que avanzaba en zigzag dando botes. Ben reconoció la familiar forma del arma que apuntaba al tren. Un lanzacohetes antitanques RPG-7 de origen soviético con su inconfundible morro cónico alineándose con su objetivo, listo para lanzar un misil altamente explosivo directo a su flanco.

Ben abrió la cremallera de su bolsa y sacó el FN. Cargó a toda prisa una granada de 40 mm en el lanzador situado bajo el cañón, con todos sus músculos y terminaciones nerviosas gritándole que actuara. Haciendo caso omiso de la tormenta de arena que azotaba la ventana rota a una velocidad de casi cien kilómetros por hora, sacó el fusil por entre el cristal roto y enseguida tuvo al camión en la mira, desde la que pudo ver el rostro concentrado del artillero, que se preparaba para disparar.

Un duelo a muerte. Tan solo era cuestión de quién disparaba primero. En una fracción de segundo, el telémetro laser del FN estaba ya enviando los datos al sistema de control de disparos. La distancia hasta el objetivo parpadeó en el visualizador LCD. El diodo de elevación del retículo de la mira se iluminó en rojo. Ben elevó unos grados el cañón, el diodo se tornó verde y disparó.

El FN parpadeó y resonó. Antes de que el RPG pudiera lanzar su misil, la granada convirtió al camión en una bola de fuego rodante. Bocabajo, empezó a derrapar. Fue golpeándose contra la arena, arrojando restos y llamas tras de sí. El Nissan de Kamal dio un volantazo brusco y por un segundo a Ben le pareció ver el rostro lleno de odio del terrorista mirándolo fijamente por entre la arena y el humo.

Volvió a salir al pasillo. El tren estaba aminorando la marcha de nuevo. El conductor debía de estar muerto, o aterrorizado. En el siguiente vagón, los pasajeros gritaban y lloraban; uno de los guardias intentaba controlarlos sin éxito. Ben vislumbró otro rostro familiar entre el caos. Era Jerry Novak. A su lado estaba su mujer, casi catatónica del miedo. Novak aferraba a su hijo contra su pecho, en un intento por protegerlo con su cuerpo. Su mirada de pavor se posó en Ben y en su fusil. Ben les gritó que no se levantaran, corrió hacia el pasillo donde estaba el policía muerto y arrastró a Kirby consigo.

Echó un vistazo por la destrozada ventana, pero era demasiado tarde para reaccionar ante lo que vio a continuación.

A cincuenta metros del tren, el Nissan negro volvió a colocarse a su altura. El pasajero del asiento trasero estaba apuntando con otro RPG desde la ventanilla. Se produjo una explosión de humo cuando el misil salió disparado del arma. Tras diez metros de parábola, el motor del misil se activó y el artefacto altamente explosivo serpenteó por el aire dejando una estela de vapor blanco tras de sí. Lo único que pudo hacer Ben fue contemplar cómo se acercaba a ellos.

Entonces impactó.