Garden City, El Cairo
Esa misma noche
En un pasado no muy lejano, el tranquilo y residencial distrito al sur del centro de El Cairo había sido el lugar de encuentro de la aristocracia egipcia; en la actualidad albergaba las embajadas de Gran Bretaña y Estados Unidos, la Universidad Americana y varios hoteles de lujo. Pasaban las siete y media cuando Ben y Kirby salieron del Nile Hilton con sendos esmóquines negros. El de Ben era un carísimo traje que había cogido prestado del armario de Claudel y que le sentaba como un guante. El de Kirby había sido un alquiler de última hora.
—Me siento raro con este esmoquin —se quejó Kirby mientras caminaban por el bulevar—. Mi cuerpo tiene una forma extraña, ¿no? ¿Me queda bien?
—Pareces un vagabundo que ha robado en una tienda de Armani. Pero no te preocupes. Nadie va a fijarse.
—Genial.
Un Rolls-Royce pasó a su lado, tal vez trasladando a algunos invitados a la fiesta de la embajada, seguido de un Bentley.
—Cabrones capitalistas —murmuró Kirby.
—Habló el hijo del terrateniente a la caza de un tesoro multimillonario.
Kirby desoyó el comentario.
—Y te diré algo más. Este esmoquin no es lo único que me incomoda. Esto de la fiesta es una muy, muy mala idea. Todavía no me has dicho cómo demonios tienes pensado entrar.
Ben no respondió. Estaban llegando al edificio de la embajada estadounidense. Con una iluminación que contrastaba con el cada vez más oscuro cielo, la imponente y elegante mansión poscolonial estaba situada en la esquina de dos calles adyacentes, rodeada por verjas de hierro de elevada altura y controlada por multitud de cámaras de vigilancia. Las palmeras proyectaban alargadas sombras sobre sus elegantes jardines, y la bandera de las barras y estrellas ondeaba suavemente con la brisa de la noche.
En el exterior de la magnífica entrada, había marines en posición de firme con fusiles. Delante de las verjas, los invitados con trajes de fiesta estaban bajando de sus coches y limusinas y enseñando sus invitaciones al personal de seguridad.
Ben y Kirby estaban a pocos metros.
—Actúa con naturalidad —dijo Ben—. Cálmate.
—No van a dejarnos entrar —murmuró Kirby—. No tenemos ni una posibilidad entre un millón.
Ben dirigió la mirada a la calle que daba a los jardines laterales de la embajada, que estaba desierta salvo por un Peugeot blanco aparcado bajo la sombra de un árbol. Dos guardas de seguridad inspeccionaban su interior a través de las ventanillas, dejando que los perros lo olfatearan en busca de algún olor sospechoso.
—¿Ves lo extrema que es la seguridad? —le dijo Kirby molesto cuando se unían a la muchedumbre congregada en la verja. Una mujer con un vestido de noche escotado pasó riendo y lo rozó, y Kirby la siguió con la mirada.
Ben no respondió. Observó cómo el perro regresaba junto a su adiestrador y el equipo de seguridad se alejaba del Peugeot. Echaron a andar hacia la esquina, hacia la luz de las farolas. Diez metros, quince, veinte.
Sacó el teléfono.
—¿A quién estás llamando? —preguntó Kirby—. ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Sabes? Empiezo a cansarme de don Misterioso.
Ben examinó la agenda del teléfono hasta encontrar el número que estaba buscando y pulsó el botón de llamada. Entonces, escuchó una secuencia de bips mientras el teléfono marcaba el número.
A continuación, se produjo una ensordecedora explosión proveniente del perímetro de la embajada. Durante medio segundo el silencio lo invadió todo. Entonces, la gente se giró, estupefacta, y los gritos y el pánico y el caos se apoderaron del lugar. La multitud, desconcertada, se dispersó y los guardias de seguridad echaron a correr por todas partes, gritando por las radios, sacando las armas al tiempo que todas las alarmas se disparaban. El humo que salía del Peugeot blanco comenzó a dispersarse por la calle. Casi al instante una avalancha de marines salió del edificio de la embajada con los fusiles en ristre. «Esto no es ningún simulacro», decían sus rostros.
Ben y Kirby se vieron arrastrados por el caos mientras el personal de seguridad intentaba controlar a la asustada multitud. A Kirby se le iban a salir los ojos de las órbitas.
—¿Qué demonios ha sido eso? —gritó.
—Estamos siendo atacados —vociferó Ben cuando un guardia de seguridad pasó a su lado hablando por la radio. Las sirenas ya ululaban en la distancia, y los marines sofocaban el fuego del coche con extintores. Ben agarró a Kirby por la manga y lo guió entre el caos.
—Sígueme, y no te separes de mí —le dijo al oído. Kirby lo miró un instante, confuso, hasta que cayó en la cuenta.
—Oh, Dios santo. Has sido tú.
Ben tiró de él y cruzaron la verja. El personal de seguridad y los soldados estaban demasiado preocupados como para percatarse de que entraban al recinto, recorrían a buen ritmo el tramo de césped que conducía al edificio y se colaban por una entrada lateral. Accedieron a una cocina. Estaba vacía. Las alarmas seguían aullando. Se oían voces y pisadas en todas direcciones. Ben se imaginó que el embajador y su mujer ya estarían siendo trasladados a toda velocidad en un convoy de limusinas blindadas.
—¿Te importa explicarme qué acaba de ocurrir? —le pidió Kirby con aspereza.
—Poca cosa —dijo Ben—. Una onza de PP-01. Es lo que los serbios llaman explosivo plástico C-4. Suficiente para provocar una pequeña explosión, pero insuficiente para causar daños importantes.
—Estás loco.
—Para nada. Les estoy haciendo un favor. Esto les obligará a reorganizarse, y la CIA estará ocupada durante semanas. Su seguridad no es tan buena como creen.
—Había un perro rastreador. ¿Cómo lo has hecho?
—Los perros rastreadores no pueden olfatear a través de un saco de especias. Ahora, movámonos. No me hagas perder más tiempo.
Avanzaron por el interior de la embajada siguiendo el plano bosquejado por Claudel y sus indicaciones para acceder a la residencia privada en el interior del enorme edificio. Nadie se percató de su presencia mientras recorrían en silencio vestíbulos y pasillos llenos de pinturas con marcos dorados y alfombras rojas hasta llegar a las escaleras de servicio que Claudel les había descrito. El sonido de las alarmas se oía algo menos al llegar a la tercera planta. Kirby tenía la cara roja, resollaba, y se agarró con fuerza al pasamanos cuando llegaron al piso superior.
—Me va a dar un infarto.
—Cuarta puerta a la derecha —dijo Ben—. Por aquí.
Ya no tenía sentido preocuparse de poder disparar más alarmas. Cuando Ben encontró la puerta de la que Claudel les había hablado, dio un paso atrás y le soltó una patada. La puerta se abrió y se golpeó contra la pared interior. Trozos de madera astillada quedaron colgando del destrozado marco. Ben entró a toda prisa en la habitación, arrastrando a Kirby tras de sí. Encendió la luz y contempló la estancia.
—Mira este lugar —exclamó Kirby boquiabierto, olvidándose por completo de su infarto.
La sala era enorme y fastuosa, las paredes estaban revestidas de terciopelo carmesí. Las luces de los candelabros de cristal relucían sobre la colección de objetos de valor incalculable del Antiguo Egipto del embajador Sam Sheridan. Estatuas de cinco mil años de antigüedad flanqueaban las paredes. Había vitrinas llenas de jarrones y cerámica, esculturas y tarros de alabastro, amuletos de escarabajos, papiros, fragmentos de tapices… Sobre un enorme pedestal de mármol se hallaba un bloque de piedra con relieves en color que representaban escenas de nobles egipcios.
—No deberían permitir a la gente tener esto —murmuró para sí Kirby—. Su sitio es un museo. Debería existir una ley.
Pero Ben no estaba escuchando. Avanzó por la habitación con una sola cosa en la cabeza. Al momento vio que la colección de Sheridan incluía cerca de doce sillas diferentes de varios tamaños y diseños.
—Kirby, ven a ayudarme. —Señaló un asiento de gran tamaño hecho de juncos. Se parecía mucho al mobiliario moderno de bambú y su estado de conservación era increíble—. ¿Sería este?
—Ese no es —dijo Kirby—. Estamos buscando algo mucho más grandioso.
—¿Qué hay de ese?
—Ese sí podría ser.
Medio escondido tras una enorme urna había una imponente y robusta butaca de madera y cuero. Su diseño era cuadrado y sorprendentemente moderno, con puntales cruzados en la sección interior y respaldo elevado. El asiento era una gruesa almohadilla de piel decorada que pendía entre dos palos paralelos. El estado del trono era increíble, la madera seguía suave y lustrosa, como si los mejores artesanos del mundo la hubieran fabricado ayer mismo.
Kirby se dejó caer de rodillas delante del trono y se dispuso a inspeccionar los intrincados tallados y símbolos que lo cubrían.
—Es este —dijo sin aliento—. Mira, el sello de Wenkaura. Es su trono, sin duda alguna.
—¿Puedes ver algo?
—Dame algo de tiempo —le espetó Kirby—. Necesito examinarlo detenidamente.
—No tenemos toda la noche. —Ben era muy consciente de que las alarmas seguían sonando por todo el edificio. Los equipos de seguridad no tardarían mucho en comprobar toda la embajada habitación por habitación.
—No veo nada —dijo Kirby.
Ben agarró el trono con impaciencia y comenzó a arrastrarlo hasta el centro de la habitación. Era muy pesado.
—Deja que le eche un vistazo.
—Ten cuidado. Tiene tres mil quinientos años.
—No te preocupes. Hace tiempo que no rompo piezas de museos. —Ben se acuclilló y lo estudió desde todos los ángulos, pasando los dedos por cada superficie y juntura. El asiento de cuero estaba increíblemente bien conservado, tan solo algo duro y agrietado por el paso del tiempo en los extremos. En el medio seguía mullido y suave. Lo tocó y presionó cada centímetro. Todavía en cuclillas, retrocedió un paso y estudió los diseños, pensativo.
—No veo nada —dijo Kirby—. Quizá no sea ese el trono.
Las alarmas cesaron de repente, sumiendo al edificio en un repentino silencio. Eso significaba que la situación en las plantas inferiores estaba bajo control. Ben escuchó con atención. Voces en la distancia, quizá dos plantas por debajo, quizá una. El golpetazo de una puerta al cerrarse. Las interferencias de una radio. No les quedaba mucho tiempo. El corazón se le aceleró.
—Los signos pintados en el cuero —dijo—. ¿Qué te parecen?
—Es todo simbolismo atonista —respondió Kirby con voz nerviosa, señalando las estilizadas imágenes del sagrado disco solar de Akenatón.
Ben asintió.
—¿Y eso qué nos sugiere?
—Nos sugiere que el arte original fue eliminado o que se pintó sobre él.
—Entonces, si Wenkaura había planeado que los símbolos del trono desvelaran un mensaje de algún tipo, ¿me estás diciendo que han sido borrados?
Kirby suspiró.
—Eso parece. Es obvio que el trono acabó de la misma manera que otros objetos religiosos del periodo. Ha sido profanado por los adoradores del sol. —Miró por encima del hombro hacia la puerta—. Será mejor que salgamos de aquí. Todo esto para nada.
Ben no respondió de inmediato. Siguió de cuclillas delante del trono, tratando de arrancarle alguna respuesta.
—¿No me has oído? —dijo Kirby—. Vámonos. Van a detenernos. ¿En qué estás pensando?
—Estoy pensando en los ganadores y los perdedores. En los botines de las guerras. En la naturaleza de las revoluciones.
Kirby se lo quedó mirando.
—¿Qué?
—Si tal y como dices el diseño ha sido profanado, entonces ¿por qué han pintado el sello de Wenkaura en el panel trasero? ¿Por qué dejar el símbolo de un traidor para la posteridad?
Con los ojos como platos, Kirby tragó saliva, trataba de pensar a toda velocidad.
—No tiene sentido —dijo Ben—. No habrían hecho eso. Piénsalo. Eres historiador. Cuando los moros arrebataron Jerusalén a los cristianos, ¿dejaron alguna cruz en pie? No, destruyeron todas y las sustituyeron por su luna creciente. Y viceversa, cuando los cruzados regresaron para reclamar la ciudad. Así es como funciona. Es la naturaleza de la guerra. El antiguo orden barrido por el nuevo. El vencedor se queda con todo. Sin concesiones. ¿Qué sentido tendría?
Las voces de las plantas inferiores comenzaban a escucharse más cercanas.
—Y Wenkaura tampoco lo habría consentido —prosiguió Ben—. Estaba en guerra con el nuevo orden tanto como ellos con la religión que él representaba. Para él habría sido un sacrilegio tener su sello en esta propaganda atonista. Sería como encontrar la rúbrica de Churchill en la bandera nazi.
Kirby frunció el ceño.
—¿Qué piensas entonces?
—Creo que solo existe una explicación posible a por qué estamos viendo el sello de Wenkaura en lo que para todo el mundo se antoja un trofeo capturado por el enemigo. Es porque esos símbolos no fueron puestos aquí por el enemigo. Fueron puestos por el propio Wenkaura. —Ben le dio una palmada al asiento de cuero—. Él los engañó. Hizo que recubrieran su trono con símbolos atonistas para protegerlo y evitar que fuera destruido por los agentes del faraón. Y solo existe un motivo por el que haría eso. Para preservar lo que quiera que haya dentro. Es una estratagema. Otra pista en sí misma que nos dice que hay algo oculto allí esperando a ser revelado.
El rostro de Kirby se iluminó.
—Mierda, podrías tener razón. De nuevo.
—Toca esta piel —dijo Ben—. Está suave. Parece napa de oveja, pero es más gruesa que el cuero. Tiene que haber cerca de una docena de paneles superpuestos conformando el asiento. Mi suposición es que encontraremos algo debajo.
Kirby soltó un grito ahogado cuando vio la pequeña navaja en la mano de Ben.
—No puedes hacer eso…
—Sí puedo, y voy a hacerlo.
—Pero su valor es incalculable.
—Lo pagaré cuando encontremos el tesoro. —Ben rajó el cuero y echó hacia atrás la capa superior con mucho cuidado, rezando por que las restantes capas no estuvieran pegadas.
Debajo había unas coloridas imágenes de Thoth e Isis, Bastet y Anubis.
—Los dioses antiguos —dijo Kirby—. Akenatón jamás habría permitido eso.
Pero Ben seguía sin ver nada que pudiera ser la pista en cuestión.
—Joder —murmuró, y rajó el cuero de nuevo. Debajo de la capa de piel pintada había otra sin decorar, algo agrietada por el paso del tiempo.
Nada.
Pero entonces vio que había algo metido entre esa capa y la inferior. Apenas podía distinguirlo, pero parecía la esquina amarillenta de un papiro.
—Mira esto —dijo, echándose a un lado.
Kirby lo examinó con gran excitación.
—Tenemos que tener mucho cuidado. Podría deshacerse en nuestros dedos.
Con suma cautela, separaron las capas de cuero hasta poder sacar el papiro intacto. Kirby lo deslizó fuera y lo sostuvo en sus manos como si fuera a desintegrarse de un momento a otro.
Los dos se quedaron contemplando el antiquísimo documento. En la esquina superior estaba el sello de Wenkaura, que empezaba ya a resultarle familiar a Ben. Debajo había un bloque casi borrado de delicados jeroglíficos que no entendía. Pero el diseño del centro de la hoja amarillenta y deteriorada por el paso del tiempo era inconfundible.
—Es un mapa —musitó Kirby—. Esto es, pues. Lo hemos encontrado.
El tiempo transcurría peligrosamente. Ben sacó su móvil y tomó un par de fotos del papiro desde cerca. Las voces eran cada vez más fuertes.
—Esto es increíble —murmuró Kirby que, con la cabeza gacha y de lo más concentrado, ya había empezado a descifrar los jeroglíficos.
—No tenemos tiempo. —Ben le quitó el papiro y empezó a doblarlo para guardárselo en el bolsillo.
—No…
Demasiado tarde. El papiro ya estaba convirtiéndose en partículas de polvo que caían por entre los dedos de Ben.
—Con toda probabilidad, ese era el mapa más antiguo de la historia de Egipto, y acabas de destruirlo. Buen trabajo.
—Los historiadores no saben de su existencia, ¿no?
—Y ahora jamás lo sabrán.
—Ojos que no ven… —Ben agarró a Kirby del brazo y lo levantó—. Basta de charlas. Vámonos.
—¿Por dónde? Hay seguridad por todas partes.
Ben fue junto a la ventana, descorrió las pesadas cortillas y la abrió. Las puertas francesas daban a un balcón de piedra. Salió y miró hacia abajo.
—Por aquí.
—No pienso bajar por ahí —protestó Kirby—. Son tres plantas.
—Entonces tendremos que salir por la puerta principal y marcharnos como hemos entrado.
—Nos cogerán.
Ben se apartó de la ventana y fue junto a Kirby.
—Quédate quieto.
El historiador miró asustado a su alrededor.
—¿Qué pasa ahora?
—No te muevas. No quiero hacerte más daño del necesario.
Kirby fue a abrir la boca para responder cuando Ben lo golpeó en la barbilla. Fue un buen golpe, no lo suficientemente fuerte como causarle daños importantes, pero dejó a Kirby inconsciente. Ben lo cogió antes de que se desplomara, se lo echó al hombro con un gruñido de esfuerzo y lo llevó hasta la puerta. Miró una última vez al trono de Wenkaura y salió al pasillo.
No había nadie, por el momento. Ben bajó el cuerpo inconsciente de Kirby por las escaleras en curva. Se valió de los pies del historiador para empujar una puerta de incendios y recorrió un pasillo con oficinas a ambos lados y una puerta que decía «Caballeros».
Más adelante, el pasillo doblaba a la izquierda y Ben oyó rápidas pisadas procedentes de esa dirección. Bajó a Kirby y lo tumbó en el suelo. Abrió la puerta del servicio de una patada, lo arrastró al interior y lo dejó en el suelo, con los brazos y piernas colocados de tal manera que pareciera que se había desmayado. A continuación se arrodilló a su lado, apoyó sus manos sobre el pecho del historiador e hizo como si le estuviera practicando la reanimación.
Las pisadas en el pasillo alcanzaron la puerta. Ben alzó la vista.
—¡Aquí! —gritó—. ¡Seguridad!
Dos guardias de la embajada con trajes negros aparecieron por la puerta. Ambos llevaban auriculares e iban armados.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó uno de ellos—. El edificio ha sido evacuado.
—Soy médico —dijo Ben—. Este hombre ha sufrido un ataque al corazón. Llamen a una ambulancia, ahora.
Menos de quince minutos después, Kirby estaba despertándose en la parte trasera de una ambulancia que no dejaba de dar tumbos y volantazos mientras se dirigía a toda velocidad al hospital con la sirena ululando. Parpadeó.
—¿Dónde demonios estoy? ¿Qué ha pasado?
—No hables. Te estás muriendo —dijo Ben.
Kirby se estremeció y se llevó la mano al rostro.
—Casi me rompes la mandíbula. Joder.
—Tenía que hacer que parecieras creíble en tu papel. Y así ha sido.
Kirby se incorporó.
—¿Dónde está el personal médico de la ambulancia?
—Estás de suerte. No parece haber en Egipto.
—Cabrón. Me has tendido una trampa. Van a aplicarme las palas eléctricas esas, ¿verdad?
Ben notó que la ambulancia se detenía. Por la ventana vio que seguían en algún punto de la ciudad y que estaban metidos en un atasco. Empezaron a oírse los cláxones conforme el embotellamiento se hacía más intenso.
—Esta es nuestra parada. —Agarró a Kirby de la muñeca y lo sacó de la camilla antes de que pudiera decir nada. Abrió las puertas traseras y salieron al mar de coches y luces. Los motoristas contemplaron estupefactos cómo dos tipos vestidos con esmoquin salían tan tranquilos de una ambulancia, alcanzaban la acera y se mezclaban entre la multitud.