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Trípoli, Libia

Nadie sabía cuántos siglos llevaba el fuerte beduino entre aquellos océanos de arena, pues sus desmoronados muros habían sido abandonados tiempo ha.

En esos momentos, Kamal se hallaba en mitad de una reunión de negocios. No sabía demasiado de los tres hombres que estaban sentados al otro lado de la mesa de la austera habitación blanca. Tan solo que eran europeos, que hablaban inglés con un acento que jamás había oído y que eran unas personas extremadamente peligrosas.

El tipo de mayor edad era un hombre alto y de espaldas anchas que vestía un traje de corte recto. Sin duda, era el jefe. Debía de tener unos setenta años, con el pelo canoso y una complexión que parecía haber vivido demasiados crudos inviernos. Sus ojos eran pequeños y vidriosos, tan penetrantes que incluso Kamal apartó la mirada y la posó en la carpeta cerrada que yacía sobre la mesa.

Se reprendió a sí mismo por haberlo hecho. En cualquier otro momento, en cualquier otra situación, con cualquier otra persona, jamás habría tolerado una humillación tal. Pero sabía que no podía permitirse mostrarse agresivo con ellos. Llevaba mucho, mucho tiempo esperando aquella reunión y solo iba a tener una oportunidad. Era un momento extremadamente importante en su carrera. Uno que iba a catapultarlo al estrellato. Iba a cambiarlo todo.

Así que Kamal se mordió la lengua y presentó sus respetos a aquellos hombres que habían venido desde muy lejos para reunirse con él. No era fácil acceder a esa gente. El mero hecho de poder reunirse cara a cara con ellos era ya un privilegio.

Y un enorme riesgo. Ya no había vuelta atrás.

—El dinero —dijo el jefe. Era un hombre de pocas palabras, y cuando hablaba su voz sonaba baja y atronadora.

—Puedo darles una entrada inicial de un millón de dólares —dijo Kamal—. En efectivo o mediante transferencia, como ustedes prefieran.

—El precio es de veinte millones de dólares —sentenció el hombre de la derecha arqueando una ceja. Era más delgado y joven que el líder. Tenía el pelo grasiento y lo llevaba peinado hacia atrás. Su ojo izquierdo estaba rodeado de una masa de cicatrices, como si alguien hubiera intentado sacárselo con un alambre—. Solo efectivo. Pensábamos que ya se lo habíamos dejado claro.

—Me preocupa que esté haciéndonos perder el tiempo, señor Kamal —dijo el hombre de la izquierda, tamborileando los dedos sobre el maletín que tenía sobre las rodillas.

El jefe mantuvo su penetrante mirada fija en Kamal sin articular palabra. Sus manos, enormes y torcidas, descansaban sobre la mesa.

Kamal apartó la vista.

—Tendré el dinero.

—¿Cuándo?

Esa era la pregunta que más le preocupaba a Kamal. Tras todos esos meses, seguía sin estar cerca del tesoro. Algún día se lo haría pagar a ese perro de Claudel.

—Pronto —dijo—. Lo tendré muy pronto.

—Supongo que es consciente de que esto es de lo más irregular —dijo el hombre de la derecha—. Tendrá una penalización por el retraso. Cinco millones más. Al igual que un plazo límite para completar el pago. ¿Comprende los términos?

Kamal los comprendía a la perfección. Si no conseguía ese dinero, en efectivo, aquellos hombres le mostrarían su falta de agradecimiento a su manera. Pero estaba dispuesto a correr el riesgo por lo que contenía la carpeta que tenía delante.

La abrió y extendió los documentos sobre la mesa para echarles otro vistazo. Las fotografías, en blanco y negro, mostraban las características técnicas de las cinco cabezas exsoviéticas que nunca habían llegado a recuperarse tras la retirada del armamento nuclear en Kazajistán posterior a la glásnost.

Sus ojos contemplaron las fotos y el corazón se le aceleró. Solo con mirarlas veía todo mucho más cercano. Ahora, por fin, la realidad se acercaba. Todo con lo que había soñado parecía posible. Él, Kamal, iba a ser el Elegido.

—Nos gustaría conocer sus planes —dijo el Jefe—. Ya sabe. —Esbozó una sonrisa amarga—. Nosotros también vivimos en alguna parte.

—Lo comprendo —respondió Kamal—. Les aseguro que mis planes no supondrán un peligro personal para ustedes.

—¿Sus objetivos?

Kamal no pudo contener la sonrisa de su rostro cuando se metió la mano en la chaqueta y sacó una hoja de papel. La desdobló y la dejó sobre la mesa. La giró sobre sus dedos y la deslizó hacia los tres hombres. El jefe se sacó unas gruesas gafas del bolsillo y se inclinó para leer lo que Kamal había escrito con tinta negra.

Era una lista breve. Cinco nombres. Cinco ciudades.

—Mis objetivos en Europa Occidental y Estados Unidos —dijo Kamal—. Los borraré de la faz de la tierra.