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Museo Egipcio de El Cairo

14.45

A poca distancia de la ribera este del Nilo, emplazado en el corazón de la ciudad, el museo Egipcio albergaba la mayor y más valiosa colección de objetos del Antiguo Egipto. El sol pegaba con fuerza sobre la hierba y las palmeras y los extremos desprotegidos de la plaza Tahrir cuando Ben y Kirby llegaron al edificio de fachada neoclásica y subieron las escaleras por las que se accedía a la elevada entrada. En su interior hacía fresco y reinaba el silencio, como la solemnidad silenciosa de una catedral.

Sus pisadas resonaron cuando cruzaron el atrio. Gigantescas estatuas se elevaban hasta el techo. A su alrededor había impresionantes muestras del antiguo patrimonio del país.

—Llevaba años sin venir —susurró Kirby, mirando sobrecogido a su alrededor—. Se te olvida lo impresionante que es.

En circunstancias diferentes, Ben quizá se hubiera mostrado de acuerdo con él. Pero el tiempo acuciaba. Dejó que el historiador siguiera deambulando y fue al mostrador principal. El guarda que estaba sentado detrás era un hombre gris a punto de entrar en la cincuentena, calvo y demacrado.

—¿Puedo ayudarle? —le preguntó cuando Ben se le acercó.

—Eso espero. Estoy interesado en sillas ceremoniales antiguas, tronos, cosas así. ¿Tienen una sala especial para ellas?

El guarda frunció los labios mientras reflexionaba sobre tan extraña pregunta.

—El museo alberga más de ciento veinte mil objetos, incluidos muchos tronos y sillas ceremoniales. La colección de Tutankamón ocupa la planta superior, alas este y norte. Su trono está allí. Quizá le interese verlo.

—Gracias, pero no estoy interesado en Tutankamón. Estoy interesado en un sumo sacerdote anterior a esa época llamado Wenkaura.

El hombre se quedó pensativo unos instantes.

—Tenemos un trono y otro mobiliario perteneciente a la reina Hetepheres.

—Tampoco es lo que estoy buscando.

—Entonces me temo que no puedo serle de mucha ayuda —respondió el hombre de manera un tanto acalorada—. El objeto que busca debe de estar en otra parte.

Genial, pensó Ben alejándose del mostrador. Vio a Kirby al otro lado de la sala, yendo de objeto en objeto totalmente emocionado. Le entraron ganas de partirle el cuello.

Deambuló por la planta inferior del museo, inmerso en sus pensamientos, sin apenas prestarle atención a los tesoros arqueológicos que iba dejando atrás. ¿Y ahora qué? Se sentía como en un callejón sin salida. Tenían una pista, pero ninguna manera de seguirla.

Ben se detuvo de repente al fondo de la sala y cayó en la cuenta de que había estado vagando por la colección de Amarna, hogar de las reliquias que databan del breve y problemático reinado de Akenatón y la ciudad en el desierto que sus sucesores habían intentado con todas sus fuerzas hacer desaparecer para siempre.

Se encontró mirando cara a cara al mismísimo hereje.

El busto de piedra parecía contemplarlo con fijeza desde sus ojos almendrados. A Ben le impactó la particularidad de sus rasgos. El rostro, largo y curvado, y su cráneo grotesco y alargado eran extrañamente peculiares, de una apariencia inquietante. Recordó lo que Kirby le había contado sobre el faraón, que quizá hubiera sido deforme. Se sabía tan poco de aquel hombre. ¿Quién había sido en realidad ese faraón hereje que había inspirado un odio y miedo tal que hasta su propia gente había intentado sacarlo de los libros de historia?

Ben estaba tan absorto mirando el insólito busto que no se percató de que alguien se estaba acercando por detrás. Notó una presencia y se volvió. Había otro guarda, un hombre más joven con una sonrisa amable.

—Discúlpeme, señor, pero no he podido evitar oír su conversación con mi compañero hace un momento. Quizá pueda ayudarle.

—Ojalá —dijo Ben—. Estaba buscando el trono del sumo sacerdote Wenkaura, de la época de Akenatón.

—Me temo que esa pieza en particular no pertenece a la colección del museo —dijo el guarda—. Mi compañero estaba en lo cierto. Pero hay numerosas colecciones privadas por todo Egipto, además de Europa, Estados Unidos y el resto del mundo. Quizá una de ellas tenga lo que está buscando.

—¿Existe algún directorio de esos coleccionistas o alguna lista de los objetos que poseen?

—Tendría que preguntárselo al conservador —dijo el guarda—. Es un hombre muy ocupado y podría llevarle algo de tiempo. Pero hay una manera de ahorrarse todas esas molestias. Conozco a un hombre que podría disponer de ese tipo de información. Creo que si hay algo que no conoce sobre el mundo de las antigüedades es porque carece de valor. Probablemente él sepa dónde está su trono.

Un rayo de esperanza. Ben sintió cómo se le aceleraba el pulso.

—¿Cuál es su nombre?

—Pierre Claudel —dijo el guarda.

—¿Dónde puedo encontrarlo? Necesito hablar con él de inmediato.

El guarda sonrió.

—Venga por aquí. Tengo su número en mi oficina.

Claudel estaba solo en la villa, sentado ante su escritorio con un vaso de whisky, sumido en malsanos pensamientos cuando sonó el teléfono. Se giró lentamente y observó cómo las vibraciones de su móvil en silencio lo desplazaban hasta el borde de la mesa.

Durante un largo instante se resistió a cogerlo. ¿Por qué no dejaba que se cayera de la mesa de madera sin más, que se golpeara contra el suelo? Sería Kamal. Era la única persona que seguía llamando. Claudel apenas si podía recordar los días en que había dirigido un negocio próspero y su teléfono no dejaba de sonar. Ya puestos, no podía recordar la última vez que le había importado una mierda el azul del cielo o la luz del sol, o el arte y la música, o las mujeres hermosas. ¿Cuándo había sido la última vez que se había levantado por la mañana sin ganas de volver a meterse bajo las sábanas y no salir jamás? El miedo crónico era como una niebla gélida y asfixiante que se había posado sobre toda su vida.

Pero entonces cayó en la cuenta de que no podía ser Kamal. Había dicho que iba a estar fuera por negocios unos días, algo relacionado con esos planes a los que no cesaba de hacer referencia, y que no se pondría en contacto con él. Era un tema en el que Claudel no quería profundizar. Quería borrarlo todo de su mente para siempre, aunque ¿cómo podría, cuando lo único en lo que podía pensar era que, cualquier día de esos, Kamal iba a llevarlo al desierto, meterle una bala en la cabeza y ofrecerlo a los buitres como alimento? Se quedó pensativo unos instantes: ¿Kamal le daría una muerte rápida? ¿Que te dejaran pudriéndote en el desierto era un final mejor que un largo suicidio a base de alcohol y antidepresivos?

El teléfono no paraba de sonar. Claudel sintió una curiosidad tan fuerte como para superar su abatimiento y atender la llamada.

—¿Sí? —murmuró con desgana.

—¿Es usted Pierre Claudel? —dijo la voz al otro lado de la línea.

No reconoció la voz. Entrecerró los ojos.

—Así es. ¿Con quién hablo?

—No me conoce. Me llamo Ben Hope. ¿Tiene un minuto?

Claudel volvió a la vida al oír aquel nombre. Ben Hope. De toda la gente que podía haber llamado a su casa, había sido Ben Hope quien lo había hecho. El hombre con el que se había topado Kamal y del que había estado despotricando desde entonces. El misterioso extranjero que parecía saber tanto del proyecto de Morgan.

La cabeza de Claudel se llenó de repente de posibilidades. Disimuló su sorpresa e hizo acopio de toda la cortesía que quedaba en él.

—Claro. ¿En qué puedo ayudarle?

—Soy escritor y estoy llevando a cabo una investigación para un libro —dijo la voz—. Me han contado que usted es el mayor experto en antigüedades egipcias.

Por primera vez en días, Claudel esbozó una sonrisa mientras escuchaba todas aquellas mentiras. ¿Por qué estaba aquel hombre interesado en el trono de un desconocido sumo sacerdote? Su mente intentó atar cabos.

—Bueno, pues me encantaría ayudarle. Venga a mi casa y veré si puedo serle de alguna ayuda. Sí, ahora mismo estoy libre. Le daré la dirección.

Los gruesos neumáticos del Montero crujieron sobre la grava cuando Ben aparcó ante la enorme villa.

—Este lugar es increíble —murmuró Kirby al contemplar la fachada clásica de la casa, los jardines, la fuente decorativa que centelleaba y borboteaba en el patio, y el flamante Ferrari rojo que relucía con la luz del sol. Se volvió hacia Ben—. ¿Quién dijiste que era este tipo?

—No lo sé. Un experto en antigüedades. Quizá se dedique a la compraventa.

La puerta principal de la villa se abrió y un hombre alto y elegante que vestía unos pantalones chinos de color beige y una camisa de seda azul oscura bajó las escaleras para recibirlos. Sonrió y extendió la mano cuando Ben salió del coche.

—¿Señor Hope? Pierre Claudel. Encantado de conocerlo.

Se estrecharon las manos.

—Este es mi ayudante, Lawrence Kirby —dijo Ben.

—Eh… Doctor Lawrence Kirby. —Kirby lo miró de reojo.

Cortés y cordial, el francés los llevó a un salón y les ofreció algo de beber. Ben estaba inquieto por tener que sentarse con una copa de un excelente vino blanco e intentar aparentar que su interés en las antigüedades egipcias era puramente intelectual. Kirby admiraba la decoración boquiabierto.

—Y bien, señor Hope, hábleme más del libro que está escribiendo —le pidió Claudel con una sonrisa.

Ben mantuvo la compostura mientras soltaba de un tirón lo que confiaba en que fuera una retahíla convincente de mentiras sobre sus motivos para querer localizar el trono de Wenkaura.

—Se trata de una época de la historia que no se ha abordado mucho —concluyó. Se estremeció para sus adentros. Tenía la sensación de no haber dicho más que tonterías.

Pero Claudel parecía bastante convencido. Llenó sus copas con más vino, asintió pensativo, accedió sin reservas y durante algunos minutos hablaron de lo atrayente que resultaba la época de Akenatón entre los coleccionistas de reliquias.

—No quiero quitarle mucho tiempo —dijo Ben, esforzándose por disimilar la tensión de su voz—. ¿Tiene alguna idea de dónde podría estar el trono de Wenkaura?

Claudel iba a responder cuando advirtió la copa vacía de Ben y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Me he quedado sin vino que ofrecerles. Aguarden a que traiga más de la bodega.

—Por favor —dijo Ben, mordiéndose la lengua—. No es necesario.

—Insisto —respondió Claudel con amabilidad—. Discúlpenme un momento.

Cuando Claudel se hubo marchado de la sala, Kirby se inclinó hacia Ben y le susurró:

—Parece un tipo decente.

Ben no respondió.

Un segundo después, Claudel reapareció por la puerta. Llevaba algo en su mano derecha, pero no era una botella de vino. Era un fusil de asalto AKS.