A mediodía salieron de la ciudad rumbo al sur por la ribera oeste del Nilo. El Montero era rápido y potente y Ben lo condujo durante diecisiete kilómetros por el exuberante pero estrecho cinturón verde que flanqueaba el río y que había abastecido a Egipto durante miles de años. Entonces, con Kirby haciendo las veces de copiloto, giró a la derecha y, un poco más adelante, el asfalto terminó abruptamente en el borde del desierto. Condujeron por la arena unos cientos de metros más y las antiguas ruinas aparecieron en su campo de visión.
—Esto es —dijo Kirby—. El complejo de pirámides y el templo funerario de Sahura, y el lugar donde encontraremos nuestra segunda pista.
El polvo se levantaba y arremolinaba alrededor del todoterreno cuando salieron del coche bajo el sol del mediodía. Ben se protegió los ojos del destello blanco de la arena y escudriñó el paisaje a su alrededor.
Aquel lugar era un campo de ruinas. Las cuatro pirámides apiñadas tenían aspecto de escombreras en comparación con la perfección geométrica de las de Guiza. Costaba imaginar que, en otro tiempo, miles de años atrás, aquel hubiera sido un templo magnífico e imponente. Tras ellas, en dirección oeste, no había nada salvo el árido desierto hasta Libia, después Argelia y el Sáhara occidental.
—No hay turistas, ¿te has fijado? —observó Kirby—. No visitan mucho este lugar; están todos demasiado ocupados contemplando embobados la esfinge. Lo que significa que podremos merodear por aquí todo el tiempo que necesitemos sin que nos molesten.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Ben.
—Fortuna y gloria —respondió Kirby—. Tu fortuna, mi gloria.
Ben abrió la parte trasera del Montero, abrió la cremallera de la bolsa y sacó la pistola Jericho y una caja de balas de 9 mm. La cargó, la amartilló, le puso el seguro y se la metió en el bolsillo.
—¿No puedes dejar eso en la bolsa? —preguntó Kirby—. Me pone nervioso.
—Encabeza la marcha —dijo Ben.
Caminaron entre los restos, con el verdor de la ribera del Nilo a sus espaldas. Salvo por el intenso azul del cielo y el sol abrasador sobre ellos, podría haberse tratado de un paisaje lunar. Había piedras y rocas desperdigadas en un radio de varios cientos de metros a su alrededor. De tanto en tanto, un pilar se erigía solitario, cubierto por tallados muy erosionados.
Kirby señaló las pirámides.
—Cada una alberga una tumba diferente. Esa es la pirámide de Nyuserra. Esa de allí fue para Neferirkara, que murió cuando todavía estaban construyéndola. Y esa es la de Neferefra. La más al norte de las cuatro y la primera en ser construida en este emplazamiento es la que alberga la tumba de Sahura, «Aquel cercano a Ra». Ahí, estoy totalmente seguro, es donde vamos a encontrar lo que estamos buscando.
Ben siguió a Kirby por el océano de arena y restos en dirección a la pirámide de Sahura. Atravesaron un paso elevado en ruinas y un par de columnas de piedra que debían de haber formado parte de algún grandioso arco. La disposición original de las construcciones apenas era discernible entre los restos.
La pirámide iba cerniéndose sobre ellos conforme se aproximaban. De cerca, la mampostería parecía peligrosamente suelta, como si pudiera desprenderse de repente y sepultarlos bajo miles de toneladas de piedra. Con gesto pensativo, Kirby caminaba con dificultad por la arena.
—Debió de haber todo un complejo de cámaras y habitaciones aquí —comentó, señalando con la mano—. Esta zona habría sido un patio enorme, decorado con relieves con escenas de Sahura cazando y pescando. Y allí debió de haber una capilla. —Se agachó y cogió un fragmento de roca—. Piedra caliza. Probablemente del techo. —Se desplazó unos pocos metros a su izquierda, mirando alrededor de sus pies al suelo de granito rojo—. Y esto debió de ser la sala de ofrendas. —La señaló.
Ben siguió la línea de su dedo, pero lo único que vio fue un espacio vacío.
—Allí podría haber habido una puerta falsa —prosiguió Kirby con entusiasmo—. La que los egipcios creían que el espíritu del faraón muerto cruzaría para comer la comida dejada para él. Todo habría estado cubierto de oro. Todo robado por los saqueadores mucho tiempo atrás.
Ben podía sentir el tictac de cada segundo.
—Pero aquí no hay nada —repuso con impaciencia—. Es como si hubiera estallado una bomba. Se parece a la ciudad de Kuwait tras Saddam Hussein.
Kirby no pareció oírlo. Estaba sumido en sus pensamientos, mirando a su alrededor.
—Tiene que estar aquí —murmuró—. Si Morgan lo encontró, tiene que estar aquí. —Se detuvo y se llevó un dedo a los labios—. Quizá tengamos que entrar en la pirámide. La de Sahura es la única a la que aún se puede acceder.
Ben siguió a Kirby a cierta distancia mientras este se acercaba a toda prisa a las paredes de la pirámide hasta acceder a la entrada derruida. El historiador bajó los escalones, se arrodilló y empezó a gatear por el estrecho espacio.
—Cuidado con las serpientes —le advirtió Ben.
—Dame un respiro —le espetó Kirby.
—Y con los escorpiones.
—No me seas Casandra.
—Bueno, Casandra resultó tener razón con lo del caballo de Troya.
—Bueno, pues resulta que sé de buena tinta que aquí no hay serpientes.
Ben se encogió de hombros y no dijo nada más. Kirby entró en el pasadizo y desapareció de su vista. Ben se apoyó contra una roca y se encendió un cigarrillo. Llenó sus pulmones con el humo y lo dejó salir por sus labios y observó cómo se alejaba en el aire.
Veinte minutos después, oyó gemidos y resuellos y el historiador salió con el rostro sudoroso y rojo, la ropa cubierta de polvo y el pelo de telarañas. Kirby se irguió con rigidez y se apoyó contra el lateral de la pirámide para recobrar el aliento.
—¿Y bien? —dijo Ben.
—Nada de nada.
Ben se dio la vuelta y escudriñó el desolado paisaje. Tenía un nudo en el estómago. Zara estaba retenida en algún lugar. No podía seguir así. Los días iban a seguir transcurriendo hasta que toda la arena cayera a la parte inferior del reloj.
Se dio la vuelta y echó a andar.
—¿Adónde vas? —le gritó Kirby.
—Esto no nos va a llevar a ninguna parte —respondió Ben—. Vuelvo al coche.
Kirby lo siguió por el paso elevado sin dejar de protestar.
—No puedes marcharte sin más. Está aquí. Sé que está aquí. Morgan encontró algo. Si él pudo, yo también daré con ello.
Llegaron a las dos columnas al final del paso elevado y Ben se volvió para mirarlo.
—Ni siquiera sabes qué estás buscando. Quizá Morgan creyera haber encontrado algo. ¿Cómo sabes siquiera que lo hizo?
Kirby se apoyó contra uno de los pilares, el sudor le caía por la frente.
—Dios, qué calor hace.
—No te muevas —dijo Ben.
Kirby alzó la vista bruscamente.
—¿Qué?
—No muevas un solo músculo.
—¿Es una broma de soldados? —le gritó Kirby, cuyo rostro empezaba a enrojecerse.
Enroscada alrededor de la base de una de las columnas (y camuflada con la arena mientras se deslizaba hacia el pie de Kirby) había una serpiente enorme. Ben supo al momento qué era. Los ojos, en su cabeza ancha y triangular, eran negros y brillantes; encima de cada uno le sobresalía una escama prominente. Una víbora cornuda. Una de las especies más letales de África. Su más de metro ochenta de largo serpenteaba despacio alrededor de la base de la columna, con su oscura y bífida lengua apareciendo y desapareciendo. Se dirigía al pie de Kirby.
Kirby notó la sensación, bajó la vista y la vio. Sus ojos se abrieron de par en par del miedo y su rostro pasó del rojo al blanco mortecino.
—Quédate quiero —le dijo Ben en voz baja—. Pasará de largo. Solo atacará si la provocas.
Pero Kirby ya estaba dando patadas y brincos presa del pánico. La serpiente se irguió de manera ofensiva. Se enroscó sobre sí misma emitiendo su amenazante silbo, que indicaba que estaba a punto de atacar. Echó su cabeza triangular hacia atrás y abrió las fauces, preparándose para abalanzarse sobre la pierna de Kirby.
El ataque jamás llegó a producirse. Ben sacó la Jericho y disparó, todo en un único movimiento veloz. La cabeza de la serpiente estalló y su cuerpo cayó inerte a la arena. Kirby gritó y gritó mientras el disparo resonaba en las ruinas.
—Así que no había serpientes aquí —dijo Ben—. ¿No era eso lo que me habías dicho, Kirby? —Se sentía mal por haber tenido que matar al animal. Se acercó al cuerpo inerte y se agachó para cogerlo y tirarlo lejos.
Fue entonces cuando se percató de que su bala había desconchado un trozo de la piedra de la columna y algunos grabados se habían caído. Ben suspiró. Unos cuantos libros de historia quedaban ahora desfasados.
Se levantó con la serpiente muerta en sus manos.
Entonces se detuvo. Soltó al animal y se acuclilló en la cálida arena junto a la columna.
—¡Dios mío! —exclamó Kirby, y dirigió su mirada a Ben—. ¿Qué estás haciendo ahora?
Ben no respondió. Pasó su dedo por la piedra erosionada, desde la marca de la bala al extraño tallado que había visto cerca de la base de la columna. Era diferente de los otros, y parecía estar realizado en un estilo distinto.
No había duda al respecto.
—Creo que tienes que ver esto, Kirby.
—¿Qué?
—Mira. —Señaló las marcas en la piedra.
—Lo veo —dijo Kirby, desconcertado—. Pero eso…
—No esas, esta. La que está más abajo, separada del resto.
Kirby se la quedó mirando.
—Es el sello que me enseñaste —dijo Ben—. El templo con las palmeras y la grulla real.
Kirby se arrodilló.
—Mierda, sí, lo veo. —Con mucho cuidado, quitó la arena de las marcas con el dedo. Las estudió durante unos segundos y se volvió de lo más agitado hacia Ben. Ya se había olvidado de la serpiente—. Tienes razón. Es el sello de Wenkaura. Estuvo aquí. Esto es lo que Morgan debió de haber encontrado.
—¿Qué son las marcas de debajo del sello? —preguntó Ben.
Kirby se acercó.
—Están muy deterioradas, pero creo que se trata de un jeroglífico. —Se tumbó sobre la arena para inspeccionarlo y recorrió los símbolos con su dedo—. Estoy prácticamente seguro de que ese es el jeroglífico para silla, o asiento. —Alzó la vista—. Pero ¿qué significa?
—Dímelo tú. Al parecer, tú eres el experto.
—Tiene que haber más —dijo Kirby—. Deberíamos rastrear todo el lugar.
—Pensaba que ya habíamos hecho eso —dijo Ben—. Vayámonos. Ya hemos perdido suficiente tiempo aquí.
—Pero…
—Vamos, experto. Seguro que lo sacas.
Regresaron al todoterreno. Los asientos ardían. Ben encendió el motor y emprendió camino para alejarse de allí. Cuando llegaron a la carretera abrieron las ventanillas para que entrara algo de aire fresco y en poco tiempo el Montero avanzaba ya en dirección norte entre los verdes campos.
—Es una metáfora —dijo Kirby.
—Una metáfora.
—Tiene que serlo. Wenkaura está intentando comunicar una idea a través de ese símbolo. Algo que va a llevarnos hasta un sitio específico. Silla. Asiento. —Frunció el ceño, masajeándose las sienes con los dedos—. Lo tengo. Es un símbolo de autoridad. De posición. Es obvio.
—Solo son conjeturas, Kirby —dijo Ben mientras adelantaba a un enorme camión.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Aún no. Pero tú no lo estás haciendo demasiado bien. No dices más que tonterías. Y no creo que los antiguos egipcios fueran muy de metáforas.
—No, escucha —insistió Kirby—. Tiene sentido. Sabemos que Wenkaura, como todos los sumos sacerdotes, era un hombre de elevada posición y privilegios hasta que Akenatón empezó a destruir el orden religioso. Tenía una propiedad cerca de Tebas, que en la actualidad es la ciudad de Luxor. Quizá Morgan cayera en la cuenta de ese detalle. Quizá su intención fuera dirigirse a Luxor.
—Entonces, ¿qué propone hacer, profesor?
—Preferiría que no me llamaras así —dijo Kirby con irritación—. Creo que tenemos que ir a echar un vistazo a la propiedad de Wenkaura, o a lo que quede de ella. Quizá encontremos algo.
—¿Como qué?
—No lo sabré hasta que llegue allí —le espetó Kirby.
Ben agarraba el volante con tanta fuerza que parecía que lo iba a arrancar de la columna de dirección.
—Asiento —murmuró para sí mismo—. Asiento. —Reflexionó sobre ello.
Y entonces pisó de repente el freno. El Montero se aferró a su suspensión y Kirby salió disparado contra su cinturón de seguridad. El coche se detuvo en medio de la polvorienta y desierta carretera.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —gritó Kirby.
—No es una tierra o una propiedad —dijo Ben—. No es un lugar. No es una metáfora.
—¿Qué?
—Estás complicándolo demasiado, la respuesta es más sencilla.
—Entonces, ¿cuál es?
—Un asiento. Un asiento real. Como una silla. Un trono.
Kirby se lo quedó mirando y rompió a reír.
—¿Un trono? ¿Te refieres al trono del faraón? ¿Crees que Wenkaura dejó una pista en el trono de Akenatón, su enemigo, el hereje? ¿Por qué haría algo así? Sería una locura.
—En el suyo, idiota. Era un sumo sacerdote. Alguien importante, y a lo largo de toda la historia la gente importante ha tenido imponentes tronos en los que sentarse. Además, así habría tenido todo el tiempo del mundo para tallar las inscripciones que quisiera. Necesitamos buscar el trono que se hallaba en el templo que Wenkaura presidía.
Kirby se rascó la barbilla y lo meditó.
—Mierda, ¿sabes qué? Tal vez hasta tengas razón.
—Tal vez.
—¿Adónde vamos ahora?
—A un sitio donde haya muchas sillas antiguas —dijo Ben.