La carretera descendía, serpenteante, hasta llegar a un pueblo costero. Una calle adoquinada conducía hasta un puerto donde pequeñas embarcaciones de pesca se mecían con la marea, rodeadas por un antiguo muelle de piedra y una playa de rocas. Nasas para langostas y redes con una capa de sal yacían apiladas en el embarcadero y con la llegada del anochecer las luces de las casas en primera línea del mar proyectaban un resplandor dorado y brillante sobre las aguas.
Dejaron el coche y descendieron por una pendiente de adoquines hasta un pub de planta alargada y de techos bajos con un cartel deteriorado por las inclemencias del tiempo que rezaba «The Whey Pat». En el interior, la decoración parecía no haber sido renovada en siglos. Una barra vieja y picada, unos bancos y un par de mesas. Ni servilletas de papel ni manteles individuales sobre las mesas, ni menús escritos en pizarras colgadas de la pared, tan solo una diana muy desgastada para los hombres que iban allí a beber y a nada más. A Ben no le habría sorprendido que el suelo tuviera serrín.
Había algunos parroquianos en el bar. El murmullo de las conversaciones cesó cuando Ben y Kirby entraron y una o dos miradas se posaron en Kirby antes de que la gente apartara la vista y retomara sus charlas.
—Veo que eres popular aquí —observó Ben, guiando a Kirby hacia el extremo más alejado del pub, vacío. Se sentaron a una mesa cerca del fuego donde un par de troncos chisporroteaban y crepitaban. Ben fue a la barra y pidió dos whiskies dobles. No sabía si Kirby bebía whisky normalmente, y tampoco le importaba. Si el tipo quería un trago, le iba a dar uno que le soltara la lengua lo más rápido posible. No tenía tiempo para andarse con tonterías, y la cerveza actuaba muy despacio. Cogió un puñado de monedas del cambio y las metió en la máquina de música del rincón. Seleccionó unas cuantas ruidosas canciones de rock que les permitirían hablar sin ser escuchados.
Volvió a la mesa y le colocó a Kirby su vaso delante. Se sacó el Zippo y los últimos Gauloises que le quedaban y se encendió uno.
—No se puede fumar aquí —dijo Kirby—. Está prohibido.
Ben miró a su alrededor. No parecía el tipo de establecimiento donde a nadie le importara un carajo, y le daba igual si no era el caso.
—También está prohibido matar —dijo—, y tienes dos cadáveres en casa. Ahora bebe y empieza a hablar. El proyecto Akenatón. Hechos, cifras, detalles. Ahora.
Kirby se quedó contemplando la bebida como si estuviera a punto de quejarse, pero se lo pensó mejor. La cogió, cerró los ojos y se la bebió de un trago, como si fuera un medicamento. Cuando dejó el vaso, su rostro había perdido parte de su palidez. Se limpió la boca con la manga.
—Retrocedamos primero en el tiempo —dijo—. Es necesario para comprender el resto.
—De acuerdo, pero abrevia.
—Akenatón fue un faraón —dijo Kirby—. Reinó durante la XVIII dinastía, de 1353 a 1336 antes de Cristo. Su verdadero nombre era…
—Amenhotep IV —le interrumpió Ben.
Kirby se lo quedó mirando y arqueó una ceja.
—No te tomaba por un egiptólogo.
—No lo soy. Estudié teología en Óxford, años atrás. Pero todavía recuerdo algunas cosas.
—Dijiste que eras soldado.
—Lo fui. Pero no estamos aquí para hablar de la historia de mi vida.
—Ejército. Teología. Menudo choque cultural, ¿no?
Ben se limitó a mirarlo.
Kirby se encogió de hombros.
—De acuerdo. Como fuere. ¿Por dónde iba?
—Akenatón.
—Sí. Quizá entonces sepas que Akenatón fue un faraón un tanto inusual. De hecho, fue alguien único en la historia del Antiguo Egipto.
—Sé que fue el primer faraón egipcio en adorar a un único dios.
Kirby asintió. El whisky parecía estar relajándolo.
—Atón. También conocido como el dios del sol, simbolizado por el disco solar que Akenatón convirtió en icono nacional. Esa fue la cruzada de este faraón, borrar de la faz de la tierra la antigua religión politeísta, acabar con los múltiples dioses que los egipcios habían venerado durante miles de años e introducir un nuevo y radical culto religioso que denominó atonismo. Es la primera vez en la historia que se tiene constancia escrita de un intento por implantar una religión monoteísta en un estado. Para algunos historiadores se trata del precursor de Jesucristo. Para otros, Akenatón es simplemente un fanático chiflado. —Kirby se terminó la bebida y miró con añoranza el vaso vacío—. ¿Puedo tomar otro?
—En un minuto. —Ben le pasó su vaso—. Toma este mientras.
—Gracias. Lo necesito.
—Ve al grano. Conozco el atonismo. Y sé que a Akenatón lo tachaban de hereje por sus reformas religiosas. Pero ¿qué tiene eso que ver con Morgan Paxton? No veo la relación por ninguna parte.
Kirby cogió el vaso de Ben.
—Déjame proseguir. Querías oírlo, ¿no? El contexto y los antecedentes son importantes. De lo contrario no…
—De acuerdo, sigue entonces —le espetó Ben.
—Ese faraón era muy joven cuando sucedió a su padre Amenhotep III —prosiguió Kirby—. Pero siempre había sido un tanto peculiar. Físicamente peculiar, incluso, contrahecho. Poseía todo tipo de particularidades. Y poco tiempo después de alcanzar el poder, empezó a poner en marcha ese impensable e increíble plan. En el quinto año de su reinado adoptó el nombre de Akenatón, que significa «Espíritu glorioso de Atón». Ese fue el primer indicio de los problemas que se sucederían. El momento crucial fue cuando, durante su noveno año de reinado, suprimió casi todos los dioses antiguos. Estamos hablando de una revolución inmensa, una reorganización total de los pilares de la sociedad. Figuras como Anubis, el dios con cabeza de chacal, Osiris, el dios de la resurrección, Amón, el pez gordo del grupo. Akenatón los quitó de en medio. —Kirby hizo un gesto con el brazo—. Así de sencillo. Y obligó a la gente a adoptar una única religión, el atonismo. Entretanto, Akenatón y su comitiva real abandonaron la capital del estado, Tebas, y fundaron una nueva ciudad llamada Aketatón, que significaba «El horizonte de Atón», más conocida como Amarna. —Kirby se había terminado el whisky de Ben. Lo miró expectante.
—¿Lo mismo? —preguntó Ben señalando a los vasos vacíos.
—¡Qué demonios! ¿Por qué no? —respondió Kirby.
Ben se levantó, fue hasta la barra y regresó con dos whiskies dobles más. Los dejó con un golpe en la mesa.
—Ahí tienes. Sigue hablando.
Kirby bebió. Por un momento pareció haber perdido el hilo, pero enseguida continuó.
—Vale, estamos llegando a lo importante. Mientras este faraón demente vivía en su propio paraíso privado, adorando a su dios cual hippy californiano de la new age, todo el país se venía abajo. Básicamente, le daba igual lo que le ocurriera a la economía, a la seguridad del estado, o a la gente. Todo empezó a irse a la mierda. Estaba doblegando al pueblo egipcio. —Paró para dar otro trago largo. Sus mejillas estaban en esos momentos sonrosadas y sus ojos iban adquiriendo un cierto brillo—. Así que, como podrás imaginarte, mucha gente estaba muy descontenta con Akenatón. Los templos desempeñaban un papel muy importante en la vida social y económica del país y él lo había destruido todo. Entretanto, el grado de censura del estado se asemejaba al frenesí nazi por la quema de libros en la Alemania de la preguerra. Akenatón ordenó la destrucción de ingentes cantidades de tesoros que habían sido creados para venerar a los antiguos dioses. Todo, desde la estatua más grande al amuleto más pequeño. Si representaba al antiguo orden politeísta de alguna manera, ordenaba que fuera eliminado. El oro se fundía y se usaba para crear ídolos de Atón. Todos los templos fueron cerrados. A los artesanos, escultores, escribas, mamposteros, se les prohibió de repente ejercer la profesión que llevaban desempeñando toda su vida. Por supuesto, los sumos sacerdotes eran demasiados y la mayoría fueron relevados de sus cargos. En resumen, casi todo el mundo estaba muy preocupado por ese demente faraón al que consideraban un alborotador. Peor que eso. Un hereje.
Kirby hizo una pausa y prosiguió:
—Y ahora viene la leyenda. El viejo, viejo mito del tesoro del hereje dice que puede que alguien, o puede que no, lograra rescatar una gigantesca cantidad de valiosos objetos religiosos de la destrucción por parte de los adláteres de Akenatón.
—¿Quién?
—Por eso lo llaman un mito —dijo Kirby—. La cuestión es que nadie ha sabido nunca quién, o cómo, o si ocurrió en realidad. Es una más de esas historias que llevan milenios rondando por ahí y que nadie en siglos se ha tomado en serio.
Ben notó cómo se le tensaban los músculos.
—Así que son todo habladurías. No tienen base. En esto estoy perdiendo mi tiempo. —Estuvo a punto de marcharse del pub. La desesperación estaba empezando a hacer mella en él. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no había intentado seguirle el rastro a Paxton en París?
Kirby pareció percibir su estado de ánimo.
—Espera. No he terminado. Lo que estoy a punto de contar lo cambia todo.
—Será mejor que sea extremadamente bueno —dijo Ben.
—Lo es. Aquí es donde termina la leyenda y comienza la realidad. Mi implicación y la de Morgan empezaron con un descubrimiento accidental en Antakya, Turquía, que en su momento fue el emplazamiento de la antigua ciudad siria de Antioquía.
Ben conocía la ciudad de sus clases de teología. Antioquía fue el lugar donde los seguidores de Jesús fueron llamados cristianos por primera vez. Una ciudad saqueada durante siglos por guerras y asedios, cruzadas y terremotos. Había pasado por manos egipcias, griegas, romanas. Pero eso seguía sin decirle demasiado.
—Hace un par de años, Morgan fue allí de vacaciones —explicó Kirby—. Siempre le gustó curiosear en pequeñas tiendas de antigüedades, en mercadillos callejeros. La mayor parte de lo que uno encuentra en esos sitios es falso. Papiros antiguos que no son más que hojas de plátano del año anterior con un poco de pintura. Huesos tallados y ofrecidos como alimento a los pavos para que los jugos gástricos los hagan parecer antiguos y, por lo tanto, valiosos… Pero entonces, durante su último día allí, antes de regresar a casa, entre toda aquella basura Morgan encontró algo especial.
—¿El qué?
—Un pequeño cofre —dijo Kirby—. Totalmente carcomido por el paso del tiempo. El vendedor le dijo que lo habían encontrado excavando cerca de las ruinas de las murallas de Antioquía. Debió de pensar que era un trasto sin más. Morgan lo compró, se lo llevó a casa y se pasó más de media noche intentando abrirlo. En su interior había un papiro.
—¿No era una hoja de plátano del año anterior?
—Para nada. Era auténtico. Se trataba de una carta compuesta en escritura hierática, que es una manera simplificada y abreviada de escribir los jeroglíficos.
—Sé lo que es la escritura hierática —dijo Ben—. Continúa.
—Era una carta sin terminar, escrita por un habitante de Antioquía alrededor del año 1335 antes de Cristo, poco tiempo después de la muerte del faraón Akenatón. El autor de la carta se presenta como Diodoro de Heraclea, un anciano muy enfermo con algo importante que decir.
—Por el amor de Dios, Kirby. No tengo tiempo para esto.
Kirby levantó un dedo.
—Ten paciencia. Aquí es donde la cosa se pone emocionante. Porque la carta iba dirigida a Sanep, el sumo sacerdote de Tebas, y en ella Diodoro revelaba un increíble secreto. Confesaba, abiertamente, uno de los mayores robos en la historia de Egipto. Pero no era un delito del que estuviera avergonzado, o por el que habría sido castigado. Es más, si la carta hubiera sido terminada y hubiera alcanzado su destino, lo habrían llevado de regreso a Egipto y lo habrían paseado por las calles como a un héroe. Deja que te diga por qué.
Ben no respondió. Aguardó el resto de la historia. Quizá, solo quizá, la cosa se pusiera interesante.
—Hay que remontarse unos años atrás —prosiguió Kirby—. El verdadero nombre de Diodoro era Wenkaura y era egipcio, nacido en Tebas. Había sido uno de los más venerados e influyentes sumos sacerdotes de la ciudad, y en esos tiempos Sanep había sido su joven novicio. Bien, en la carta Wenkaura describe cómo, en el año 1344 antes de Cristo, él y dos de sus fieles clérigos, Katep y Menamun, habían decidido que había que hacer algo para evitar el desastre al que Akenatón estaba condenando a su país y a su religión.
Ben escuchaba con atención.
—¿Hacer el qué?
—Bueno, imagina la situación. Todo eso está ocurriendo a tu alrededor. Todos están convencidos de que el faraón está loco de atar. Está amenazando la supervivencia del estado con su revolución cultural y su culto fanático al sol. Destruyendo espléndidos tesoros, ya por aquel entonces de un valor incalculable, y todo en lo que crees. La situación no va a mejorar por sí sola. ¿Qué harías tú? ¿Qué tendrías que hacer? Piénsalo.
Ben ya conocía la respuesta.
Kirby sonrió cuando vio la expresión de su rostro.
—Sí, una de sus opciones era conspirar para asesinar a ese bastardo. Estoy convencido de que debieron de considerarlo. Pero un complot para asesinarlo era demasiado arriesgado: tenía agentes e informantes en todas partes. No podían fiarse de nadie. Así que decidieron aguardar con la esperanza de que, una vez su reino de locura hubiera terminado, la normalidad quedara restaurada. Era solo cuestión de tiempo.
—Y entonces resolvieron ocultar el tesoro para la posteridad —aventuró Ben—. Confiando en que algún día pudieran devolverlo al lugar al que pertenecía.
Kirby asintió con entusiasmo mientras tomaba otro trago de whisky.
—Wenkaura, Katep y Menamun no querían el tesoro para ellos. Se veían a sí mismos como sus protectores. Así que se valieron de su influencia para salvar todo lo que pudieron durante un periodo de varios meses, quizá un año, y ocultarlo en un lugar secreto en Tebas. Poco a poco, comenzaron a esconderlo en un lugar donde nunca pudiera ser encontrado, usando el poder que aún ostentaban para mantener la operación en secreto. Pero sabían que era algo arriesgado. Suicida. Tarde o temprano los agentes del faraón se enterarían, y así fue. Los informantes hablaron y se torturó a mucha gente. De repente, los sacerdotes dejaron de ser hombres de confianza y les resultó imposible seguir escondiendo el tesoro como lo habían estado haciendo. Ocultaron la última parte donde buenamente pudieron, en algún lugar del desierto. En la carta, Wenkaura describe cómo logró escapar de Tebas escondiéndose en un barco mercante. Después se enteró de lo que les había ocurrido a Katep y a Menamun; se habían suicidado con veneno para evitar ser capturados y torturados.
—¿Wenkaura huyó a Siria?
—Un tipo con recursos, sin duda. Logró un trabajo como tutor privado del hijo de un hombre adinerado, adoptó una nueva identidad y se convirtió en Diodoro. Los años transcurrieron hasta que llegó el día en que murió Akenatón. Asesinado, quizá. Nadie lo sabe. El antiguo orden iba a ser restablecido. Tanto las reformas de Akenatón como su nombre fueron tirados por tierra, y su sucesor, Tutankamón, restauró la antigua religión con Amón al frente de los dioses. El sueño hecho realidad para Wenkaura, que por aquel entonces estaba mayor y enfermo y temía que, si no actuaba con premura, el secreto del tesoro se iría con él a la tumba. Así que se dispuso a escribir esa misiva. Por desgracia, o quizá no, jamás llegó a ser enviada. Desconocemos la causa. Quizá muriera antes de tener la oportunidad de terminarla. Quizá se lo pensara mejor. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Lo que importa es que nosotros la encontramos. Y ese tesoro sigue ahí fuera, esperando.
Ben permaneció en silencio unos instantes para asimilar toda esa información.
—¿Esto es real, Kirby? Porque hay mucho en juego.
—Créeme, es muy real. Morgan y yo nos tiramos meses descifrando el papiro.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Ben.
—En Londres —dijo Kirby—. A salvo en una caja de seguridad y, ahora que Morgan está muerto, yo soy la única persona en el mundo que sabe dónde está.
—¿Cómo sabemos que la carta es auténtica? ¿Cómo podemos saber que ese tal Diodoro era en realidad Wenkaura?
—Porque, a modo de membrete, utilizó el sello personal que solo él habría usado durante su época como sumo sacerdote. Era único, exclusivo para él, y muy poca gente habría llegado a verlo. Lo identifica de manera inmediata como Wenkaura. Te lo mostraré.
Kirby sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, cogió un posavasos de cerveza manchado de la mesa, se inclinó sobre él para garabatear algo y se lo pasó a Ben. En una esquinita en blanco observó un pequeño logotipo circular que contenía lo que parecía un templo en el centro. Estaba flanqueado por palmeras y una grulla real encima.
Ben se lo quedó mirando unos instantes y luego le pasó de nuevo el posavasos a Kirby.
—Si es tan genuino, ¿por qué no están todos los egiptólogos del mundo hablando de ello?
Kirby resopló con desdén.
—Porque nuestros estimados colegas son una panda de gilipollas estrechos de miras. Según una comisión de eminentes profesores, nuestra investigación era especulativa, poco rigurosa, absurda; y resucitar el antiguo mito del tesoro perdido del hereje haría el mismo bien a nuestra carrera académica que escribir un libro sobre astrología.
—Quizá estuvieran en lo cierto.
Kirby le dio otro trago al whisky.
—¿Oh, de veras? Son el mismo tipo de gilipollas que aseguraban que Imhotep era un mito hasta que en 1926 un descubrimiento accidental les hizo rectificar y provocó el rubor en muchos rostros. Así que Morgan y yo pensamos: «Que les jodan, merecen ser humillados». Y así será. Te lo garantizo.
—¿Así que me estás diciendo que la carta indica dónde está el tesoro? —preguntó Ben—. ¿Así de fácil?
Kirby negó con la cabeza.
—Me temo que no. Morgan y yo creíamos que al anciano le preocupaba que fuera demasiado sencillo interceptarlo. Si hubiera dado un emplazamiento, algo así como una equis señalando un lugar, cualquiera podría haberlo encontrado. Wenkaura era un hombre cauto. Y muy inteligente. Lo había visto venir años atrás, y en la carta cuenta cómo, antes de huir de Egipto, había ideado una serie de pistas que se hallaban delante de las mismísimas narices de los agentes de Akenatón y que podrían indicar el lugar donde la mayor parte del tesoro estaba oculto. —Kirby se recostó sobre su silla y sonrió.
—¿Conoces esas pistas?
La sonrisa de Kirby se borró.
—Ni mucho menos. Al parecer, funciona de la siguiente manera: la primera pista se encuentra en el papiro. Esta conduce a la segunda, y la segunda a la tercera, y así. Lo único que tenemos es una críptica referencia en la carta de Wenkaura en la que da la ubicación específica de la segunda pista.
—¿Que es…?
—La tumba de «Aquel cercano a Ra» —citó Kirby.
—No me parece muy específico —objetó Ben—. Puesto que Ra era uno de los dioses principales, me imagino que mucha gente se consideraría a sí misma cercana a él. Podrías tener que mirar en más de la mitad de las tumbas de Egipto antes de encontrar nada.
—Exacto. Y eso era en lo que Morgan estaba trabajando en El Cairo.
—¿Y descubrió lo que significaba?
—Descubrió algo, eso seguro. —Kirby hizo una pausa y suspiró—. El problema es que no sé el qué. Estando allí llegué un día a casa y tenía un mensaje suyo en el contestador, sonaba muy emocionado. Decía que había descifrado la primera pista y que esta le había conducido directamente a la segunda. Al día siguiente iría a un sitio donde estaba convencido de que encontraría la siguiente. Le devolví la llamada, pero el teléfono estaba apagado. Y esa fue la última vez que tuve noticias de él. Lo siguiente que supe fue que estaba muerto y que le habían robado todas sus notas. Si llegó a actualizarlas, jamás lo sabremos. Han desaparecido.
—Quizá no. —Ben se metió la mano en el bolsillo, sacó la pequeña memoria USB azul y la colocó sobre la mesa—. Las notas de Morgan, sacadas de su portátil.
Kirby lo cogió.
—¿Cómo demonios lo has conseguido? Mejor no me lo digas. —Sostuvo el USB delante de él—. Lo que daría por ver lo que hay dentro.
—No eres el único. Los malos también lo tienen.
—Pero jamás lo conseguirán. —Kirby sonrió con suficiencia—. No tienen ninguna posibilidad. La codificación es la más endemoniada que hayas visto, a prueba de bombas. El secreto de Morgan y mío.
—Necesitamos un ordenador —dijo Ben—. No podemos regresar a la casa.
—Pero podemos ir a mi despacho.
Ben miró el reloj. Llevaban más de una hora sentados en el pub y se había hecho de noche.
—Entonces vayamos. Ahora.