Lawrence Kirby sabía que era un conductor terrible, pero por lo general no le importaba, y ese día mucho menos. Mientras conducía su Smart amarillo de camino a la antigua casa familiar ubicada a unos kilómetros de allí, en el campo, no paró de pensar en ese tipo, Ben Hope, que lo había acosado en su despacho. Y en Morgan, y en el tesoro. Se preguntó cómo demonios ese Hope había podido localizarlo con tanta facilidad.
Fuera como fuera, estaba acojonado. Condujo por la carretera, pasó bajo el arco de árboles y aparcó en el patio delantero de gravilla de Drummond Manor. Se planteó si no sería el momento de meter algunas cosas en la maleta y marcharse de vacaciones. Quizá tomarse el año sabático que había cancelado el día que se había enterado de la muerte de Morgan y tras el que había anulado su viaje a El Cairo.
Subió los peldaños que conducían a la enorme casa de piedra, rebuscó en los bolsillos hasta dar con la llave y abrió la enorme y pesada puerta de roble. Cada vez que accedía al interior del vestíbulo con el suelo de piedra, le venía el mismo pensamiento: lo mucho que odiaba las mierdas con las que su padre se había obcecado en decorar las paredes. Las cabezas de ciervos disecados siempre parecían observarlo allá donde fuera, y sus astas proyectaban por la noche unas sombras que lo asustaban. No podía soportar los sables y floretes cruzados que acumulaban polvo en los paneles de madera tallada. Sobre una panoplia de terciopelo encima de la chimenea había dos cuchillos kukri ceremoniales, reliquias de sus días con el regimiento gurkha.
Pero el testamento del anciano no había especificado que su hijo, el nuevo dueño de la casa, no pudiera deshacerse de todos aquellos desagradables objetos. Y eso era precisamente lo que Kirby tenía pensado hacer. Lo que ocurría era que no había tenido tiempo desde que había heredado ese lugar.
Dejó el maletín en el pasillo, fue a la cocina y se preparó un descafeinado instantáneo. Entonces, se dirigió al único de los salones que usaba y contempló por la ventana la maleza de la parte trasera. Tras un muro de piedra y una fila de árboles, podían verse las ruinas de diversas construcciones agrícolas. Aquel lugar había sido una granja, pero desde que el anciano había enfermado, todo estaba descuidado y deteriorado. Había pilas de heno abandonado enmoheciéndose y ennegreciéndose en el oxidado establo. Y la fosa de purines atraería en breve a las ratas. Se estaba convirtiendo en un peligro para su salud. Tendría que tirarlo todo abajo.
Ese fue el último pensamiento de Kirby antes de notar una presencia tras él y volverse para ver cómo dos hombres corrían en su dirección desde el otro lado del salón con sus pistolas apuntándole al rostro. Soltó el café y se le escapó un grito. Se desplomó de rodillas en el suelo.
Ninguno de los dos hombres articuló palabra alguna cuando lo agarraron por los brazos, lo levantaron en volandas y lo sacaron de la habitación al pasillo. Kirby se retorció y suplicó.
—¿Qué queréis de mí? —Mientras lo arrastraban por el pasillo, alzó la vista y comprobó con horror que había un espacio vacío allí donde uno de los cuchillos gurkha había estado colgado.
Oh, Dios, van a cortarme la cabeza.
—¿Qué vais a hacerme? —gritó.
Hicieron caso omiso de sus preguntas y lo sacaron a rastras por la puerta principal. Había una furgoneta pequeña y blanca marca Suzuki aparcada fuera. Las puertas traseras estaban abiertas. Los hombres tiraron de él hacia allí.
—¿Adónde me lleváis?
Sin respuesta.
Todo resquicio de fuerza había abandonado las piernas de Kirby y temblaba de puro terror cuando lo metieron en la parte trasera de la furgoneta. Rodó por el suelo metálico, intentó ponerse de pie y se golpeó la cabeza contra el techo. Las puertas se cerraron de un portazo. No había ventanas. Kirby se sumió en la oscuridad.
Los secuestradores se dirigieron a ambos lados de la cabina, abrieron las puertas y subieron. Dedicaron unos segundos a ponerle el seguro a sus armas y a guardarlas en las fundas que ocultaban bajo sus chaquetas. No hablaron, pero ambos compartían la calma y silenciosa satisfacción de un trabajo limpio y bien ejecutado. Era el momento de salir de allí y llevar el paquete al lugar en las afueras de Glasgow que su célula usaba como piso franco. Ninguno de los dos conocía el propósito de ese trabajo, solo sabían que se había recibido una llamada del extranjero la noche anterior y que era de alguien a quienes sus jefes habían obedecido al momento. Eso también les había dejado claro que el fracaso en su misión conllevaría un castigo severo.
El conductor giró la llave.
No ocurrió nada. El motor de la furgoneta no se encendió.
—Joder —dijo en árabe.
—¿Qué le pasa? Hace un momento funcionaba —dijo el hombre del asiento del copiloto.
El conductor murmuró otra palabrota, metió la mano bajo el salpicadero y tiró de la pequeña palanca para abrir el capó. Se oyó un ruido sordo metálico, el capó se liberó de su pestillo y se levantó unos centímetros. Abrió la puerta de una patada, salió de la furgoneta y se dirigió a la parte delantera.
El copiloto observó por el parabrisas cómo su compañero levantaba el capó y desaparecía tras él. Oyó algunos ruidos y luego nada. Sacó la cabeza por la ventanilla.
—Date prisa, joder —gritó en árabe—. Tenemos que irnos.
El capó se cerró con un golpe que zarandeó la furgoneta. El copiloto siguió mirando, dando por sentado que su compañero se limpiaría las manos y le levantaría el pulgar para indicarle que todo estaba bien y que podían ponerse en marcha.
Pero allí no había nadie.
Frunció el ceño, abrió la puerta y bajó. Sus pisadas crujieron en la gravilla. Se agachó y vio las piernas del conductor, que sobresalían del vehículo como si estuviera tumbado bocarriba arreglando algo en los bajos de la furgoneta.
—¡Eh! ¿Qué coño estás haciendo ahí?
Pero entonces las piernas sufrieron un violento espasmo.
Y vio que la sangre formaba un charco en la gravilla bajo la furgoneta.
Tras eso, no vio nada más.