Ben no soltó el pedal del acelerador del Mini en los veintidós kilómetros de trayecto hasta el aeropuerto Roissy de París y tomó el primer vuelo a Edimburgo. Tras un corto trayecto, pisó suelo escocés. El aire era más frío y vigorizante que en Francia, pero no estaba interesado en contemplar el paisaje. En el mostrador de Avis alquiló un Mercedes SLK deportivo de dos plazas que le pareció adecuado para alguien con sus prisas. Se acomodó en su interior de cuero negro, introdujo el destino en el navegador por satélite y se puso en marcha a toda velocidad. Edimburgo fue empequeñeciéndose hasta desaparecer por los espejos. Atravesó el enorme puente que se extiende sobre el fiordo de Forth y giró en dirección norte por las curvadas carreteras de la costa este hasta llegar a Saint Andrews.
De sus estudios de teología recordaba vagamente que esa antigua ciudad universitaria había sido la capital religiosa de Escocia, empapada en la sangre de mártires torturados, asesinados y quemados. Resultaba difícil de imaginar tan violento pasado al contemplar sus tranquilas calles, edificios universitarios, cafeterías y hoteles. No tardó mucho en localizar la facultad de Historia. Salió del coche y recorrió un sendero desde el que se divisaba el mar, con las ruinas de la catedral medieval a su espalda y los restos del castillo de Saint Andrews y la línea de costa perfilándose en una amplia curva más adelante, en la distancia. Llenó sus pulmones de aire fresco y salado e intentó, por millonésima vez, no pensar en Zara, pero sabía que eso era imposible.
Llegó al impresionante edificio de piedra que albergaba la facultad de Historia, atravesó las verjas de hierro, cruzó un pequeño aparcamiento y accedió por la entrada principal a la zona de recepción. No había nadie. Miró a su alrededor. Una fila de asientos, algunas láminas históricas enmarcadas en la pared, una enorme escalera. En un panel a los pies de las escaleras estaban los nombres del personal académico con sus números de despacho y un pequeño botón LED que indicaba quién estaba y quién no. Ben recorrió con el dedo la lista hasta que encontró a Kirby y un número de despacho: el 42. La luz contigua a su nombre estaba encendida.
Se apresuró escaleras arriba. Un grupo de estudiantes bajaba en esos momentos con sus libros y carpetas, hablando entre sí. Se quedaron mirando a Ben, pero no les prestó atención. Al final de las escaleras, un cartel señalaba a la derecha para los despachos del 21 al 45. Cruzó una puerta de incendios y recorrió a buen ritmo el estrecho pasillo iluminado por luces de neón. Cuando llegó al despacho 42 comprobó la placa de la puerta: «Doctor Lawrence Kirby».
Ben abrió la puerta sin llamar y se encontró en el interior de un despacho de considerables proporciones. Aquel lugar era un caos: libros y papeles y ejemplares amarillentos de The Guardian por todas partes, apilados en el escritorio, en el suelo. Al final de la habitación había una ventana llena de polvo y entre esta y el escritorio a rebosar se hallaba el hombre a quien Ben reconoció al instante, por la foto de internet, como Lawrence Kirby.
Kirby estaba intentando meter un enorme libro en un maletín de cuero maltrecho cuando Ben irrumpió.
—¿No puede lla…? —empezó a decir, pero miró a Ben y enmudeció. Era exactamente igual que en la foto, quizá algo más desaliñado, y el mechón indomable de su pelo oscuro le caía más abajo de la frente.
Kirby soltó el libro y salió de detrás del escritorio. Llevaba unos pantalones de pana desgastados y la camisa le salía por debajo de su chaqueta de tweed. Tenía algunos kilos de más y se movía con torpeza.
—¿Quién es usted? —le preguntó. Sus ojos lo miraron de arriba abajo, como si estuviera midiendo a Ben.
—Soy la persona con la que no quiso hablar por teléfono —dijo Ben—. ¿Recuerda? —La corriente que había levantado al abrir la puerta había hecho volar algunos documentos del escritorio y se agachó para recogerlos. El que estaba encima del todo era un impreso de renovación del seguro del coche con el nombre y la dirección de Kirby en él—. Se le han caído —dijo, intentando mantener un tono amistoso. Era consciente de que Kirby estaba nervioso y no quería que lo viera como una amenaza. Dejó los papeles sobre el escritorio y sonrió.
—Ya me iba —dijo Kirby abruptamente.
—Necesito hablar con usted.
—Ya se lo he dicho. No tengo nada que decirle —dijo Kirby, ruborizado—. Me gustaría marcharme.
—He venido desde muy lejos para hablar con usted, doctor Kirby. Deme solo unos minutos. Es todo lo que le pido. Después me iré y no volverá a verme.
—Voy a llamar a seguridad. —El historiador fue a coger el teléfono que estaba medio sepultado entre el océano de papeles de su escritorio.
—Por favor, no haga eso —le rogó Ben.
La mano de Kirby se detuvo a escasos centímetros del teléfono. Sus ojos lo miraron fijamente.
—¿Me está amenazando?
—No lo estoy amenazando —dijo Ben—. No tiene por qué tener miedo. Lo único que quiero es hacerle algunas preguntas sobre Morgan Paxton y el proyecto Akenatón. Necesito saber qué es lo que sabe.
—Morgan está muerto —dijo Kirby.
—Lo sé. Y llevaba su número en el bolsillo cuando murió. ¿Estaban trabajando juntos en la investigación?
Kirby tragó saliva.
—Le manda su padre, ¿verdad?
La mención de Harry Paxton le hizo pensar en Zara. Sintió cómo le hervía la sangre.
—No. No trabajo con el padre de Morgan. Estuve en el ejército con él. Hasta hace dos días, pensaba que era mi amigo. Estaba equivocado. Cuando esto acabe, voy a ir tras él. Pero ahora mismo necesito su ayuda. La necesito de veras, doctor Kirby.
—¿Quién demonios es usted?
—Mi nombre es Ben Hope. Y no estoy aquí para hacerle daño. Confíe en mí.
Kirby vaciló, petrificado por la indecisión y los nervios.
—Por favor —dijo Ben.
Kirby se lo quedó mirando un segundo más y pulsó un botón del teclado del teléfono.
—¿Seguridad? Soy el doctor Lawrence Kirby. Hay un intruso en mi despacho.
No había nada que Ben pudiera hacer para detenerlo. Podía haberle quitado el teléfono de las manos o arrancar el cable de la pared. Pero la mano dura no iba a llevarle a ninguna parte. Sabía que solo disponía de unos segundos antes de que llegaran los de seguridad y necesitaba sacar el máximo partido a ese tiempo.
—Sé que Morgan estaba buscando un tesoro. Necesito saber dónde está.
—Menuda sorpresa.
—No tengo tiempo para explicárselo —dijo Ben—. ¿Qué es lo que sabe?
Pero antes de que Kirby pudiera responder, la puerta se abrió y dos guardias de seguridad entraron. El mayor tenía el rostro curtido y gesto duro. Su pelo canoso contrastaba con su roja nariz y las venas marcadas de sus mejillas. Tal vez un exboxeador. Su acompañante no podía tener más de veinte años. No llevaba mucho en la profesión, pensó Ben. Parecía ansioso por tener algo de acción.
—Este hombre ha irrumpido en mi despacho y me ha amenazado —dijo Kirby, señalando a Ben—. Quiero que se lo lleven.
—Vamos, hijo —dijo el guardia mayor, cogiendo a Ben del hombro—. No queremos ningún problema.
—No estoy causando ninguno —trató de defenderse Ben—. Solo quería hablar con él de un asunto.
Kirby cogió su maletín.
—Bueno, lo dejo en sus manos, caballeros. —Pasó junto a Ben con la mirada gacha y desapareció tras la puerta.
—Tendrá que venir con nosotros —dijo el guardia curtido—. Tenemos que tomarle declaración.
—No lo creo —respondió Ben—. No he hecho nada.
El joven se cruzó de brazos.
—Eso no es lo que el doctor Kirby ha dicho.
—Me importa una mierda lo que haya dicho el doctor Kirby. Voy a marcharme ahora y ustedes me van a dejar.
—De ningún modo, amigo. Va a venir con nosotros y llamaremos a la policía.
Ben dio un paso hacia la puerta. El joven lo agarró de la muñeca.
—He de advertirle. Soy cinturón negro en aikido. No quiero tener que hacerle daño.
Estaba inconsciente antes de caer en la alfombra.
Ben se volvió hacia el mayor.
—Insisto, no he venido aquí buscando problemas. Será mejor que no me cause ninguno, ¿de acuerdo? —Señaló hacia la silla de Kirby y el hombre fue hasta allí y se sentó muy enfadado, pero consciente de que lo más inteligente era no hacer nada.
—Muy sensato —dijo Ben—. Deme su radio y su móvil.
El guardia los dejó sobre el escritorio sin articular palabra y Ben se los guardó en los bolsillos.
—Ahora voy a marcharme y usted va a quedarse ahí sentadito hasta que ese gilipollas vuelva en sí.
Arrancó el cable del teléfono de la pared y fue a la puerta. Le lanzó una última mirada de advertencia al guardia, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí, dejando la llave puesta en la cerradura.
Miró el reloj mientras recorría el pasillo hacia la salida. El tiempo se sucedía a gran velocidad. Cuando salió del edificio en dirección al lugar donde tenía aparcado el coche, ya estaba buscando la página de Google Maps en su móvil y tecleando el código postal que figuraba en el impreso de renovación del seguro de coche que había visto en el despacho de Kirby. La dirección que salía era Drummond Manor, a unos trece kilómetros al oeste de Saint Andrews.
Ben se metió en el Mercedes e introdujo los datos en su navegador por satélite. Tenía que encontrar a Kirby y hacerle hablar.
Como es debido.