Podían haber transcurrido segundos. O años. Ben despertó. Sintió cómo emergía de entre oscuras profundidades, salía a la superficie y recobraba la conciencia. Pestañeó y se encontró con un mundo de formas borrosas y ecos. Las náuseas lo golpearon como si de un olor hediondo se tratara, y con ellas los angustiosos recuerdos de lo que había ocurrido.
Seguía tumbado en el suelo, pero ahora lo notaba diferente, más duro, más frío. Tenía el brazo izquierdo ante la cara; sus ojos se fijaron en las manecillas de su reloj de pulsera y durante unos segundos aquello no le dijo nada. Entonces, cuando las sinapsis de su cerebro empezaron a funcionar de nuevo, comprendió que era casi mediodía y que había estado inconsciente durante prácticamente dos horas.
Ese pensamiento le dio el empujón de energía necesario para levantarse. Se apoyó con un codo en el suelo, se levantó sobre una rodilla y se puso a tientas de pie. Sacudió la cabeza para desperezarse. Se llevó la mano al cuello y sintió un dolor agudo allí donde el dardo se le había clavado.
Observó la estancia; era la misma pero había cambiado por completo. En esos momentos estaba pisando tablas desnudas, y solo algunos clavos y pelusas en los extremos de las paredes delataban que antes había habido allí una alfombra. De todo el mobiliario, solo permanecía el escritorio, y todo lo que antes lo poblaba ahora había desaparecido: el ordenador, las cámaras y el equipo de vigilancia. Al igual que la mesa improvisada… y los cuerpos desmembrados. No había señal alguna de lo que había sucedido allí. Harry Paxton había cubierto su rastro una vez más.
El olor a jabón de sus manos evidenciaba que incluso le habían limpiado la sangre que se le había adherido de la alfombra mientras había estado inconsciente.
El acre hedor a quemado del exterior le hizo acercarse a la ventana. La persiana estaba bajada del todo. La subió de un tirón y miró por el cristal polvoriento al jardín trasero. Estaba descuidado, lleno de maleza y rodeado por un alto muro. Una enorme hoguera ardía en el césped y su humo negro se elevaba de los restos de la alfombra enrollada y de lo que quedaba del mobiliario.
Dio la espalda a la ventana y se dirigió al escritorio. No estaba vacío del todo, había dos objetos encima. El primero era la memoria USB que sostenía cuando le dispararon el dardo. El segundo era una bolsa de esas que se fruncen con un cordón. Ben sostuvo el peso de la bolsa en su mano, deshizo el nudo y miró en el interior. Dentro había dos fajos de billetes, uno más abultado que el otro: cerca de mil euros y diez mil libras egipcias. Paxton había pensado en todo, de eso no cabía duda.
A medida que transcurrían los segundos, Ben era cada vez más consciente del aprieto en el que estaba. Lo único que sabía era que tenía que hacer lo que Paxton quería. No tenía elección. Paxton no era un secuestrador al uso. Era un excoronel del SAS, y conocía la manera de pensar y actuar de Ben. Le había adiestrado, educado, le había visto crecer hasta convertirse en el soldado que una vez fue. No había manera de engañarlo o burlarlo. El coronel lo tenía bien cogido.
Siete días para encontrar algo que llevaba miles de años perdido y ni siquiera sabía por dónde empezar. Cogió la memoria USB, la sostuvo en la palma de su mano y se la metió en el bolsillo, donde seguían las llaves de su coche. Agarró la bolsa llena de dinero, se la echó al hombro y salió de la casa.
La calle estaba desierta. Ben entró en su Mini y tiró el dinero en el asiento trasero, junto a su bolsa de cuero. Al instante supo que habían estado rebuscando entre sus cosas. Lo comprobó. La Browning ya no estaba allí.
Condujo lenta, mecánicamente, de vuelta a su apartamento, estacionó en su plaza habitual del garaje subterráneo, apagó el motor y se quedó sentado ante el volante durante un largo momento, contemplando la pared de hormigón desnuda que tenía ante sí. Sabía que no sería capaz de subir al piso. Todo allí le recordaría a Zara. La huella de su cabeza en la almohada. Las sábanas revueltas. Su toalla húmeda en el baño. El aroma de su perfume. Su nota, aún en la mesa de la cocina.
Se maldijo a sí mismo. ¿Por qué la dejaste ir?
Se bajó del coche y echó a andar. No sabía adónde iba. Subió la rampa del garaje hasta salir a la calle, giró a la derecha y salió del callejón. En pocos minutos estaba deambulando por el bulevar Haussmann, apenas consciente de la gente y del tráfico a su alrededor. Al cruzar la calle casi lo atropella un autobús, apenas advirtió que tuvo que frenar en seco a medio metro de él y le pitó. Consiguió llegar al otro lado y sin objetivo alguno siguió poniendo un pie delante del otro.
Mientras caminaba, se metió la mano en el bolsillo y sostuvo en su puño la memoria USB. En algún lugar de aquel diminuto dispositivo electrónico, encerrado tras una cortina impenetrable de códigos y contraseñas secretas y Dios sabe qué más efectistas recursos tecnológicos, podía estar todo lo que necesitaba saber. Pero no había manera de abrirlo, de acceder a él. Ya lo había intentado. Era un callejón sin salida.
A menos que…
De repente lo recordó. El trozo de papel que había encontrado en el bolsillo de la chaqueta de Morgan. El recibo de la tienda de comestibles con el número de teléfono escrito a bolígrafo. Se le había olvidado por completo, pues en su momento no lo había considerado importante. Y quizá no lo fuera, pero ahora mismo parecía lo único a lo que podía aferrarse.
Pero ¿cuál era el número? Se devanó los sesos por recordarlo. Forzó su memoria visual. Nada.
Entonces, cuando un transeúnte se chocó contra su espalda, cayó en la cuenta de que se había parado en mitad de la calle. Se echó a un lado y murmuró una disculpa.
Se apoyó contra una barandilla. Tenía ganas de vomitar y no era solo por los efectos secundarios de la droga tranquilizante. Observó cómo las palomas se paseaban ufanas por la acera, picoteando alrededor de un árbol que miraba a la carretera.
Mierda, no recordaba el número. Era un número fijo británico, eso era todo lo que podía recordar. Pero cuando intentaba centrarse en él, lo único que podía ver en su mente era el rostro de Zara. El cuchillo en su garganta. La mirada impasible de Berg. La escueta sonrisa de Paxton.
El ruido de los coches se le metió en la cabeza y sintió como si sus pensamientos estuvieran disolviéndose en un caos arremolinado de confusión. Estaba febril. Tenía la boca seca, el corazón le iba a mil y le temblaban las manos. Se estaba viniendo abajo.
Mierda, Hope. Tranquilízate.
Echó a andar con los ojos fijos en el suelo, luchando por recordar el número.
Nada.
Entonces sus pies llegaron al borde de la acera. Alzó la vista y de repente supo dónde se encontraba. Había caminado hasta la bulliciosa plaza de la Trinité. Enfrente, al otro lado, guarecida tras los árboles, se podía divisar la cúpula de la iglesia. Parecía estar haciéndole señas.
Atravesó la plaza, subió los escalones de la iglesia y entró. El interior era frío y oscuro y estaba impregnado del penetrante olor a incienso. Sus pisadas resonaron en las losas de piedra desgastadas y subieron hasta el techo abovedado conforme avanzaba por el pasillo y se sentaba en un banco. El rumor del tráfico se sentía muy lejano. Una luz diáfana se filtraba por entre las vidrieras. Agachó la cabeza, cerró los ojos y sintió cómo aquella atmósfera serena penetraba en sus sentidos, expulsaba la confusión de su mente y traslucía claridad a sus pensamientos.
Se visualizó a sí mismo en ese hediondo edificio de apartamentos en El Cairo.
Encontrando la chaqueta de Morgan, la que llevaba la chica drogada con el tatuaje del ángel.
En el piso de Morgan, rebuscando en los bolsillos de la chaqueta.
Encontrando el papel arrugado.
Leyendo el número.
Vamos.
Lee el número.
De repente, se le vino a la cabeza. El corazón le dio un vuelco. Abrió los ojos, cogió un bolígrafo del bolsillo y se lo apuntó en el reverso de la mano.
Lo miró. Sí. Era ese. Estaba seguro. El prefijo de la zona era el 01334, pero no tenía ni idea de qué parte del Reino Unido sería. A continuación estaba el número principal y luego el número de tres dígitos de la extensión, 345. Esa parte había sido sencilla de recordar.
Se levantó. En cierto modo, era como si se sintiera más fuerte. Más centrado. Con las ideas más claras.
Salió de la iglesia, dejando atrás cualquier atisbo de serenidad. El edificio estaba rodeado de bonitos y cuidados jardines separados de la calle por vallas. Los árboles crujían con la brisa y pequeños gorriones daban brincos por el césped. Ben se dirigió a un viejo banco de madera que había bajo un retorcido roble. Se sentó en el borde, sacó el móvil, miró de nuevo el número en su mano y lo marcó.
Cuatro tonos después, comenzó a ponerse nervioso. Quizá no le llevara a ninguna parte. Quizá el número no significara nada. Si la yonqui había llevado aquella chaqueta unos días, cabía la posibilidad de que el papel fuera suyo. Las dudas se apoderaron de él.
Al sexto tono, saltó el contestador.
—Universidad de Saint Andrews, facultad de Historia —dijo la voz femenina del mensaje grabado. Hablaba con un acento cadencioso, escocés—. Si conoce el número de la extensión a la que quiere llamar, márquelo. De lo contrario, permanezca a la espera.
No parecía un número que una yonqui de El Cairo fuera a necesitar. Ben marcó la extensión y esperó. Al fin, no pudo más que maldecir para sus adentros cuando otro contestador saltó tras un par de tonos.
—Hola, este es el contestador del doctor Lawrence Kirby. En este momento no estoy disponible, así que, por favor, deje su mensaje…
Ben cortó la llamada antes de que sonara el pitido. Ahora sabía a quién pertenecía el número. Parecía prometedor. Quizá no mucho, pero era mejor que nada.
Se recostó en el banco e hizo una búsqueda por internet: «Doctor Lawrence Kirby, Universidad de Saint Andrews». El motor de búsqueda de su móvil lo remitió directamente a la página web de la facultad de Historia, donde encontró a Kirby en la lista del personal académico. Hizo clic en el nombre y una foto pequeña apareció junto a una breve biografía. La foto mostraba a un tipo pálido y de gesto desconcertado que no se había afeitado esa mañana. Tenía una considerable e indomable mata de pelo negro, y un mechón le caía por la frente.
Ben se lo quedó mirando. ¿Y este gilipollas me va a ser de alguna utilidad?, se preguntó.
Dejó el teléfono al lado y sacó los cigarrillos y el mechero. Se encendió uno y observó cómo el humo se alejaba con el viento, intentando con todas sus fuerzas no pensar en Zara. No funcionaba. Acabó el cigarrillo y se encendió otro. Tras unos minutos cogió el móvil y marcó el número de Kirby de nuevo.
Esta vez no saltó el contestador, sino que siguió sonando y sonando. Estaba a punto de colgar cuando respondió la voz sin resuello de un hombre, como si hubiera corrido para coger el teléfono.
—¿Doctor Kirby? —dijo Ben.
—Al aparato —dijo la voz entre resuellos.
—¿Doctor Lawrence Kirby?
—Soy yo —respondió jovial la voz—. ¿Quién lo pregunta?
—No me conoce. Llamo por Morgan Paxton.
La llamada se cortó.
Ben soltó una palabrota. Probó de nuevo. Esta vez, Kirby respondió al segundo tono.
—Se ha cortado la llamada —dijo Ben.
—No. —Kirby ya no sonaba jovial—. He sido yo quien ha colgado.
—¿Por qué ha hecho eso? Solo estaba intentando hablar con usted.
—He colgado porque no conozco a ningún Morgan Paxton.
—Sin embargo, recuerda el nombre perfectamente.
—Escuche, no sé quién es ni de qué me está hablando —le respondió Kirby. Parecía asustado—. Debe de haberse equivocado de número.
—Es el número correcto y, si deja que se lo explique, entenderá por qué necesito hablar con usted. Es importante.
Se produjo una pausa al otro extremo de la línea.
—No tengo nada que decirle. No sé quién es Morgan Paxton.
Kirby colgó de nuevo.
Ben colgó también. Muy bien, si así es como quieres jugar, Kirby, pensó. Saint Andrews. Costa este de Escocia, justo al norte de Edimburgo.
Qué demonios. Podía estar allí en pocas horas.