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Valentine, Harrison y Wolff estaban mirándolo desde el interior de la habitación. Tenían la boca abierta, pero nada que decir. Sus tres cabezas cercenadas descansaban en fila sobre la improvisada mesa de café. La sangre comenzaba a espesarse sobre la tabla de formica y goteaba hasta la alfombra, empapada.

El resto de sus cuerpos estaban esparcidos por toda la habitación. Resultaba difícil saber qué partes eran de quién. Un brazo aquí, una pierna allá. Aquel sitio parecía un matadero. Era como la foto de Linda Downey. Peor incluso.

Ben contuvo una arcada.

—Zara —dijo en voz alta.

Fue entonces cuando oyó unas silenciosas pisadas tras de sí y se volvió. Había una persona en el pasillo, tras él, perfilada contra la pálida luz que se filtraba por el cristal veteado de la puerta principal.

La figura se acercó.

—Hola, Benedict —dijo Harry Paxton. Únicamente la forma oscura y roma de una SIG Pro de 9 mm en su mano le hacía parecer menos cordial. Esta apuntaba al corazón de Ben.

—¿Qué le has hecho a Zara? —preguntó Ben.

—¿Te refieres a mi querida y fiel mujer? —respondió Paxton.

—Si le has hecho daño…

—¿Qué? ¿Vas a matarme? No lo creo.

—Créetelo —dijo Ben.

Paxton rió.

—Está viva. Al menos, por el momento.

—Quiero verla.

—No está muy lejos —dijo Paxton. Chasqueó los dedos. Ben advirtió cómo una puerta se abría a sus espaldas en la habitación y se dio la vuelta. Al otro lado de la estancia, detrás de la truculenta fila de cabezas, apareció un hombre por la puerta de la que Zara había salido el día anterior. Zara estaba con él. Un cuchillo le presionaba el cuello y tenía la boca tapada con cinta americana. Sus ojos, llenos de terror, parecían estar a punto de salírsele de las órbitas.

Ben se quedó mirando al hombre que la tenía agarrada. Lo había visto antes.

—Este es Berg —dijo Paxton—. Es uno de mis socios.

Era Thierry, el piloto de la lancha que había llevado a Ben y a Kim Valentine en Porto Vecchio. Ben lo miró y lo único que pudo ver en su rostro fue la tranquila y glacial vacuidad propia de una crueldad salvaje.

—¿Ves? —le dijo Paxton a Zara—. Te dije que vendría. Después de todo, está enamorado de ti. —Se volvió para mirar de nuevo a Ben—. ¿Creías que no sabía lo de la agente Valentine y sus amigos desde el principio? ¿Y que la señorita Fidelidad, a quien tengo aquí, lo preparó todo para espiarme? Oh, sí. Lo sabía todo. Solo tuve que poner un dispositivo GPS rastreador a mi intrépida mujer cuando ella estaba fuera fingiendo visitar a su amigo enfermo. Me llevó directamente a ellos.

—Estás muerto —dijo Ben—. No lo dudes. Acabas de cavar tu propia tumba y ahora mismo estás asomándote por el borde.

—No te extralimites, comandante. Recuerda con quién estás tratando. No hay una sola treta en tu manual que yo no escribiera en él para ti. Y recuerda que es gracias a mí que aún sigues con vida.

—¿El 14 de mayo de 1997? —dijo Ben—. ¿A quién intentas engañar?

—Ahorrar una vida es tan bueno como salvarla, Benedict. ¿Recuerdas cuando te despertaste en el hospital y yo estaba sentado al lado? Estaba dispuesto a ahogarte con la almohada en caso de que recordaras algo de lo que había ocurrido. Así que sí que me debes la vida, independientemente de lo que ocurriera aquel día.

Ben apenas podía encontrar las palabras.

—¿Por qué lo hiciste, Harry? ¿Cómo pudiste? Era tu unidad.

Paxton se encogió de hombros.

—Smith sospechaba de mí. Hice lo que tenía que hacer, antes de que se lo contara a alguien. Tenía que proteger mis negocios. Tú habrías hecho lo mismo. Se llama supervivencia.

—Tus negocios. Te refieres a vender muerte.

—Satisfago las demandas de mis clientes, eso es todo. Lo que ellos hacen con mis productos es lo que los humanos llevan haciendo desde los albores de la historia. Así son las cosas, siempre han sido así. «Solo los muertos han visto el final de la guerra».

—Platón —dijo Ben—. No intentes glorificar lo que haces citando a filósofos clásicos. Eres un traficante de armas rastrero.

—No seas ingenuo. Si no se usaran mis armas para matar gente, se comprarían las de cualquier otro.

—Hay un dicho, Harry: «Somos lo que hacemos».

—Soy un mal necesario.

—Pero un mal al fin y al cabo.

—Eres el último hombre del que esperaba una charla sobre la moralidad —dijo Paxton—. ¿Acaso no hay sangre en tus manos? ¿Crees que estabas en un negocio diferente? Y, además, eras de los mejores. Pero supongo que eso ya lo sabes.

—Lo dejé, Harry. Ya no lucho en guerras sucias para gente corrupta. Salí de aquello, pero tú te has metido más en el fango incluso. Esa es la diferencia entre tú y yo.

—No somos tan diferentes como quieres pretender —dijo Paxton—. Por eso no hay otro hombre mejor para hacer un trabajo para mí.

—Ya hice el trabajo. Se acabó.

—No se ha acabado. Tengo otro para ti y esta vez vas a hacerlo exactamente como yo quiero.

Ben no respondió.

Paxton sonrió.

—Así me gusta. Vas a volver a Egipto. Vas a encontrar el tesoro de Morgan para mí. —Rompió a reír cuando vio la expresión de Ben—. Sí, claro que sabía en lo que andaba metido. ¿De veras pensabas que te mandé a El Cairo para que vengaras la muerte de mi querido hijo? Quizá lo habría hecho, si hubiera sido de mi propia sangre. Pero me temo que fue resultado de uno de los escarceos de Helen. No me gusta la gente que me traiciona.

El alcance de aquellas palabras tardó unos segundos en calar en la mente de Ben.

—La mataste —dijo en voz baja—. Mataste a tu propia mujer.

Paxton esbozó una leve sonrisa y asintió.

—La misma semana que descubrí que me había estado engañando todos esos años. Hice que pareciera un ataque al corazón. Sobredosis masiva de adrenalina. Se consumió como una vela. —Rió—. Y también iba a matar a su bastardo. Debería haber sabido que no era mi hijo. Ya no podía soportar tenerlo cerca. Tan solo estaba esperando el momento oportuno para librarme de él. Tenía todo dispuesto para que pareciera que se había tomado demasiadas copas y había caído al mar. Un trágico accidente. Pero entonces me habló de lo que había encontrado, algo que podía valer mucho dinero. Eso fue lo único que lo mantuvo con vida. ¿Crees que me dolió cuando lo mataron? Lo que no quería perder era el tesoro.

—Así que decidiste tenderme una trampa —dijo Ben—. Si hubiera matado a esos dos yonquis, me habrías chantajeado con ello para que fuera tras el dinero.

—No era un plan perfecto, lo reconozco —replicó Harry—. Cuando lo echaste a perder haciendo las cosas a tu manera, enseguida supe que tenía que encontrar otra forma de convencerte para que trabajaras para mí. No estoy ciego. Vi lo que estaba ocurriendo entre mi esposa y tú. Así que, gracias a tus impulsos amorosos, me has dado la solución perfecta.

Ben miró a Zara para intentar tranquilizarla. Ella le devolvió la mirada, pero dudaba mucho que pudiera verlo siquiera. Estaba paralizada del shock y el horror. Debían de haberla obligado a presenciar el asesinato de los tres agentes. Pensaría que ella iba a ser la siguiente.

—Así que, comandante, ahora todo depende de ti. Tienes una misión que completar. Si lo logras, podrás tenerla. Si fracasas, ella morirá de una manera horrible. El tiempo pasa.

—Estás cometiendo un error terrible, Harry. Todavía hay tiempo para volver atrás. Márchate ahora y no te perseguiré.

—El error sería infravalorarme —sentenció Paxton—. Cualquier estratagema por tu parte y Berg tendrá luz verde para hacerle lo que quiera a Zara. Que ni se te pase por la cabeza intentar encontrarla. No lo lograrás. Podría estar en cualquiera de la docena de embarcaciones que tengo por todo el mundo. Acércate a menos de un kilómetro de cualquiera de mis barcos y lo sabré.

Ben permaneció en silencio.

Paxton se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un objeto pequeño. Se lo lanzó y Ben lo cogió. Lo sostuvo en la palma de su mano y lo examinó. Medía unos cuatro centímetros de largo y tenía el nombre de la marca grabado en blanco sobre el plástico azul claro. Era una memoria USB.

—La investigación de Morgan —dijo Paxton—. El documento que me enviaste. Sigue encriptado, claro está, pero ese es tu problema ahora. —Miró su reloj—. Bueno, comandante, te sugiero que vayas poniéndote en marcha. Tienes siete días, empezando desde ya mismo, para encontrar el tesoro de Morgan.

Todo aquello era absurdo.

—¿Siete días?

—Ya me has oído. Una semana. No soy un hombre paciente, Benedict. He esperado suficiente. Considéralo un desafío. Ya te has enfrentado a otros antes.

Ben agachó la cabeza.

—Me tienes. Haré lo que quieras. —Mientras lo decía, pensó en la Browning de su bolsa, a escasos metros de la puerta principal, en el Mini. Las posibilidades eran muy remotas, pero si lograba llegar hasta el arma, podría ponerle fin a aquello en cuestión de segundos. Mataría a Berg primero, luego a Paxton, y se marcharía de allí con Zara.

Paxton lo observaba con atención.

—Te conozco tan bien, Benedict. Podrías ser mi hijo. Sé cómo piensas. Todo lo que está pasando por tu mente. Ya estás pensando en cómo salir de esta. ¿Crees que voy a dejar que te marches ahora, mientras yo sigo dentro? —Negó con la cabeza, riendo para sí—. Por menudo idiota debes de tomarme. —Sin soltar la SIG, se metió la mano izquierda en la chaqueta y sacó una pistola con un cañón de lo más extraño.

Ben sabía lo que era. Una pistola de dardos tranquilizantes de dióxido de carbono. Se vino abajo. No había escapatoria.

—Cuando te despiertes, los tres estaremos muy, muy lejos —dijo Paxton—. Encontrarás todo lo que necesites sobre el escritorio. Te deseo un buen viaje de regreso a Egipto y toda la suerte del mundo. —Sonrió—. Estaremos en contacto para que me informes de tus progresos. Bon voyage, Benedict.

Se tomó su tiempo para apuntarle con la pistola de dardos. Ben se puso tenso esperando el disparo. Miró una última vez a Zara, entonces Paxton disparó y sintió un profundo dolor cuando el dardo se clavó en la piel de su cuello.

La oscuridad llegó casi al momento. Lo último que notó fue una extraña sensación de ingravidez y su rostro cayó con un golpe sordo a la alfombra empapada de sangre.