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París

Pasaban ya las once cuando Ben y Zara encontraron un restaurante tranquilo en una calle adoquinada del Barrio Latino y se sentaron a beber Moët en la intimidad de una mesa apartada e iluminada por velas.

Ben sentía una oleada de emociones encontradas al mirar a Zara. Era consciente de que debía sentirse consumido por la ira, ahora que sabía lo que Harry Paxton había hecho. Pero en alguna parte entre esos sentimientos de rabia y rencor y traición que habían emergido tras las revelaciones de Valentina, una extraña y nueva sensación había empezado a crecer en su interior.

Era una sensación de libertad. Una sensación embriagadora, increíble. Ya no estaba constreñido por ninguna de las obligaciones morales ni las deudas de gratitud que había sentido durante demasiado tiempo para con Paxton. Era como si un futuro nuevo se abriera ante él.

Eso le hizo pensar en algo que Brooke le había dicho. «Sigue los dictados de tu corazón». Ahora, por fin, podía hacerlo.

—Un dólar por tus pensamientos. —Zara extendió el brazo sobre la mesa y le cogió la mano.

—Lo siento. Estaba a kilómetros de aquí.

—Háblame de tu casa —dijo ella.

—Pronto la verás.

—Descríbemela.

Ben sonrió. Con el pulgar le acarició la palma de la mano mientras hablaba:

—Es un lugar precioso. En esta época del año, el bosque está lleno de flores. Todo está cobrando vida. El aire se impregna con el olor de la lavanda, el tomillo y romero, y por las noches las estrellas brillan tanto que parece como si pudieras tocarlas.

Los ojos de Zara brillaron con la luz de las velas.

—¿Y la casa?

—Es una casa de campo tradicional del siglo XVIII. Una casa antigua, con suelo de piedra, bodega. De ese estilo. Muy alejada del Scimitar.

—Estoy deseando estar allí.

—Espero que quieras quedarte allí un tiempo —se aventuró a decir.

Ella le apretó la mano con más fuerza.

—Sé que querré estar allí mucho tiempo, Ben. Todo lo que quiero es estar cerca de ti.

Tras la cena dieron un paseo cogidos de la mano, disfrutando el uno del otro. Ben paró un taxi.

—Al Ritz —le dijo al conductor cuando se metieron juntos en el asiento trasero.

—¿Al Ritz? Si ya hemos cenado —rió.

—Me refería al hotel. Estaba pensando en que quizá querrías pasar la noche en un sitio bonito.

—¿Pero no tienes una casa en París?

Ben sonrió con embarazo.

—También estaba pensando que el Ritz sería un poco más acorde a lo que estás acostumbrada.

Zara frunció un poco el ceño.

—¿Así me ves? No siempre he vivido en yates. Deberías haber visto el sitio en el que crecí.

—En segundo lugar… —empezó a decir Ben.

—Sé lo que vas a decir.

—¿Sí?

—Sí. Y la respuesta es que quiero pasar la noche contigo. —Le tocó la mano—. Toda la noche. En tu casa. No quiero un hotel elegante. Solo te quiero a ti.

Ben le dio al taxista la dirección y el taxi se puso en marcha. Las luces de la ciudad se sucedían a su paso, pero ellos estaban más interesados el uno en el otro, en hablar, en reír, en acariciarse. Unos minutos después, el taxi se detuvo en la calle pegada a la entrada del aparcamiento subterráneo.

—¿Dónde está tu casa? —preguntó Zara, mirando a su alrededor. El taxi se marchó.

—Sígueme. —La llevó al callejón adoquinado y entraron por una puerta lateral que conducía al oscuro y retumbante aparcamiento.

—¿Adónde vamos? —Se rió tontamente.

—Ahora lo verás. —La cogió de la mano y Zara lo siguió por los escalones de hormigón que subían hasta la puerta de seguridad. Introdujo el código—. Recuerda este número —le dijo cuando la puerta se abrió automáticamente.

—Uau. Menuda seguridad. ¿Y un cliente te dio esto? ¿Qué era, una especie de gánster?

—Casi. Era un ministro del gobierno de ese momento. De cualquier modo, aquí estarás a salvo.

—Contigo me sentiría a salvo en cualquier sitio.

Entraron a la casa y Ben cerró la pesada puerta tras de sí.

—Por fin solos —exclamó Zara, agarrándole de las manos.

—¿Una copa?

—Después. —Lo besó—. ¿Es esa la puerta de la habitación?

Ben asintió.

Zara empezó a caminar hacia atrás, arrastrando a Ben consigo. Abrió la puerta con la espalda y lo llevó dentro. Se tumbó en la cama y tiró de Ben hacia sí.

—No puedo creer que esto esté ocurriendo de verdad —le murmuró al oído.

La luz de la mañana que se filtraba por la ventana lo despertó. Se estiró y se dio la vuelta sobre las sábanas arrugadas. Parpadeó un par de veces y sonrió para sí al recordar lo que había ocurrido.

Extendió adormilado el brazo y su mano tocó la almohada. Zara no estaba allí.

La oyó trasteando por el piso y miró el reloj. Eran casi las ocho. Hora de ponerse en marcha si querían llegar a Le Val a la hora del almuerzo. Estaba a punto de salir de la cama cuando la puerta se abrió y Zara entró en la habitación. Ya estaba vestida y en esos momentos estaba poniéndose la chaqueta. Se inclinó sobre él y lo besó.

—Has dormido como un bebé.

—¿Vas a algún sitio? —le preguntó Ben.

—No hay nada para desayunar. Voy a bajar a la pastelería que hay al final de la calle para comprar unos cruasanes.

—Podemos comer algo por el camino.

—Vamos. Sígueme la corriente. Quiero prepararte un buen desayuno antes de irnos.

—Pero…

—Nada de peros. Voy a prepararte el desayuno, y no hay más que hablar. Descansa un poco más. Estaré aquí antes de que te des cuenta. —Se dio la vuelta para salir de la habitación, pero vaciló en la puerta. Regresó a la cama y se inclinó de nuevo sobre él y lo besó, un beso largo y tierno—. Te quiero —le susurró al oído.

Cuando se hubo marchado, Ben se quedó traspuesto. Tras un rato, volvió a abrir los ojos y se incorporó en la cama. Eran las ocho y media pasadas. Más relajado que en mucho tiempo, salió de la cama y fue a darse una ducha. Después, se puso los vaqueros, la camiseta blanca y el jersey gris de cuello de pico que había metido en la bolsa.

Entonces cayó en la cuenta de que Zara llevaba ya bastante tiempo fuera. ¿Habría cola en la pastelería? Tal vez se hubiera olvidado de la combinación de la puerta de seguridad. Salió a comprobarlo, prácticamente esperando encontrársela al otro lado de la puerta con una sonrisa de disculpa y una bolsa de papel marrón llena de cruasanes. Pero el pasillo estaba vacío.

Entró de nuevo a la casa, perplejo.

Fue entonces cuando vio la nota doblada sobre la mesa de la cocina. La cogió y la leyó:

Ben:

Sé que te vas a enfadar conmigo, pero tenía que volver para ayudar a Kim y a los demás. Es lo correcto. Sabía que no me dejarías marchar a menos que me escabullera. Por favor, no te enfades conmigo…

Te quiero. Pronto estaremos juntos, te lo prometo. Todo saldrá bien, no te preocupes por mí. Sé cómo cuidar de mí misma.

Besos,

Z

Empezó a dar vueltas por el piso, furioso consigo mismo por haber dejado que ocurriera. Más furioso, si cabía, con Kim Valentine por engatusar a Zara para colocarla en primera línea. Valentine y sus colegas tenían que estar ya más que escarmentados después de lo que le había ocurrido a Linda Downey. Recordó la fotografía del cuerpo mutilado de la agente y se estremeció.

Sacó el móvil. Estaba a punto de marcar el número de Valentine cuando se lo pensó mejor. Iría hasta allí, haría entrar a Zara en razón y la sacaría de ese lugar. Luego se irían a Le Val, tal como tenía planeado.

A toda prisa, metió sus cosas en la bolsa. La pistola seguía debajo de la silla, donde la había arrojado la noche anterior. La cogió y la metió también en la bolsa. Cerró el piso y corrió hacia el Mini. El chirrido de los neumáticos resonó en la caverna de hormigón cuando salió a toda velocidad del aparcamiento.

Atravesó París a toda prisa hasta que se topó con un atasco provocado por una furgoneta de reparto que había volcado y que estaba bloqueando la calle principal. Ben tamborileó los dedos en el volante y maldijo para sus adentros mientras los enfadados conductores parisinos hacían sonar sus cláxones. La policía despejó la carretera, el caos desapareció y quince minutos después estaba de nuevo en marcha.

Eran casi las diez cuando llegó a la casa de las afueras. Fue a la entrada y golpeó con fuerza la puerta para que le dejaran entrar.

La puerta se abrió sola. Entró. Debían de estar esperándolo, pensó. Pero le parecía extraño que hubieran dejado la puerta abierta. Descuidado.

—¿Zara? —gritó por el pasillo—. Soy yo.

Sin respuesta.

—¿Valentine, dónde estás? Tenemos que hablar.

Llegó a la puerta del final del pasillo, apenas entreabierta. No se oía nada. Eso le preocupó. ¿Ya se habían marchado? ¿Estaba Zara regresando ya a San Remo? Entonces había llegado demasiado tarde. Puto atasco.

Apoyó la palma de la mano contra la puerta y la empujó. Las bisagras chirriaron y entró a la habitación. Las persianas estaban bajadas y la estancia a oscuras. Notó algo raro en el suelo. Como si alguien hubiera derramado mucha agua o hubiera habido una inundación. Sintió un leve chapoteo y palpó la pared en busca del interruptor de la luz.

Ese olor. Era fuerte e inconfundible y le traía muchos recuerdos. Y no buenos precisamente.

Sus dedos encontraron el interruptor de la luz y lo pulsó.

Lo que vio ante sí le hizo salir de la habitación.