Ben condujo los veinte minutos de regreso a su garaje subterráneo como en una nebulosa y apenas fue consciente de haber aparcado el Mini y subido a trompicones los escalones de hormigón que conducían a su piso franco. Consiguió teclear el código de la puerta y entró en el piso. La pistola se le clavaba a la cadera. Se la sacó del cinturón y la tiró al suelo.
Fue directo a la cocina, abrió las puertas del armario y sacó una de las botellas de vino. Se quedó allí, sosteniéndose con una mano, incapaz durante un instante de decidir si abrirla o lanzarla por la ventana. La abrió. Se llenó un vaso. Empezó a caminar de un lado a otro con los puños cerrados y ganas de romper algo, de darse de puñetazos contra la pared hasta destrozarse los nudillos.
A continuación se dejó caer en una de las sillas de la mesa y se sirvió un vaso tras otro. La botella pareció vaciarse en cuestión de segundos. Cogió otra y la abrió.
La cabeza le daba vueltas sin cesar. No era por el vino ni por el hecho de que hacía días que no dormía bien. Se sentía completamente abrumado por lo que le acababan de contar.
Tras un rato, caminó sumido en un sopor etílico hasta la habitación, se dejó caer bocarriba sobre la cama y cerró los ojos. Siguió allí, intentando olvidar sus pensamientos y relajar la tensión de sus músculos.
Comenzó a dormirse poco a poco. Los pensamientos empezaron a emborronarse. Durmió, pero no fue un sueño plácido. Estaba reviviendo de nuevo el horror de Makapela.
Esta vez la pesadilla se desarrolló a cámara lenta. Ben vio la ya tan familiar figura saliendo de entre el fuego con la pistola en la mano, contemplando al hombre al que estaba a punto de matar.
Pero algo había cambiado. Ahora había dos hombres cerniéndose sobre él y, en vez de las formas nebulosas y sin rostro que normalmente lo visitaban en sus sueños, en esta ocasión sí que pudo verlos con claridad. Dos hombres, uno africano y el otro europeo. El hombre de color era de constitución fuerte, llevaba ropa de combate color caqui y el fusil Armalite que sostenía en sus brazos parecía nuevo y reluciente y brillaba con la luz del fuego.
Era Kananga. Miraba nervioso a todas partes, a los helicópteros que estaban cercando el complejo de la misión y a la oscura selva, como si estuviera deseando unirse a los que habían huido. Acabemos con esto, decía su expresión.
A su lado había un hombre blanco, alto y delgado con el uniforme de combate del SAS. Paxton. Ben lo estaba viendo de repente por vez primera, un rostro tan familiar y a la vez tan extraño, bañado por el fulgor carmesí de la misión en llamas. Sus ojos tenían un brillo extraño y aterrador. La pistola que blandía en su puño se levantó para apuntar a Ben.
Ben intentó decir algo, pero sus palabras no fueron más que un eco amortiguado por el ruido de los helicópteros. Vio cómo sonreía Paxton.
Y, tras el coronel, desplomado en el ensangrentado suelo, apoyado sobre un codo, con el rostro lívido, temblando por el esfuerzo de levantar una última vez su arma, Ben vio a Smith. Paxton se volvió cuando la bala del soldado moribundo lo alcanzó en el brazo. Disparó y Smith se desplomó inerte en el suelo.
Ben se despertó y saltó de la cama con los nervios a flor de piel. Se llevó las manos a la cabeza y recordó lo que Brooke le había dicho. Deberías hacer caso a tus sueños. Tenía razón. Y ahora él estaba prestándoles atención, viéndolo todo con claridad por primera vez.
Era como si una parte de su cerebro se hubiera despertado tras un largo sueño y recuerdos latentes cobraran vida de repente. Como si, en algún lugar de su interior, siempre hubiera sabido la verdad pero no hubiese sido capaz de afrontarla. Era mucho más sencillo reprimirla en su conciencia. Quedarse en la confortable zona del autoengaño.
Le costaba respirar. Había estado engañándose a sí mismo durante años. Había estado a punto de matar por ese hombre, tan a punto que podía sentirlo. Y Paxton tan solo lo había estado utilizando, aprovechándose de una deuda de honor que jamás había existido.
Mientras seguía ahí sentado con la cabeza dándole vueltas sin cesar, Ben recordó las palabras de Wolff: «Paxton se olía que alguien de su unidad sospechaba algo».
Su mente retrocedió en el tiempo y conexiones que llevaban años en hibernación despertaron y se le aparecieron imágenes que había olvidado por completo. Recordó a Smith. Podía ver su rostro con la misma nitidez que si hubiera ocurrido el día anterior.
Se encontraban en las dependencias que habían dispuesto para ellos en la embajada cuando el sargento se había acercado a él. Parecía nervioso por algo.
—Tengo que hablar contigo —le había dicho. No se trataban de usted entre ellos.
—Dime —le había respondido Ben—. ¿Qué ocurre?
—Es complicado —había dicho Smith—. Ni siquiera estoy seguro.
Y entonces Paxton había aparecido por la puerta y de repente Smith ya no quería hablar; se limitó a bajar la mirada y marcharse. Un comportamiento extraño por parte de un soldado por lo general seguro de sí mismo. Ben había tenido intención de abordarlo más tarde para que se lo contara, pero entonces habían dado luz verde al ataque y todo había ocurrido tan rápido que nunca había habido otra oportunidad. Tras lo que había ocurrido después, los recuerdos de Ben habían suprimido ese detalle. Hasta ahora.
Mientras seguía sentado en la cama, pensó en la historia de la Biblia sobre la conversión de San Pablo en Damasco. Otrora ciego, Pablo había podido ver a Dios cuando se le habían caído las vendas de los ojos. Así se sentía Ben en ese momento, salvo que no era a Dios a quien podía ver en su mente, sino el rostro de Harry Paxton.
Y Paxton iba a pagar.
En esos momentos estaba pensando con gran claridad. Salió del apartamento, echó a correr hasta el Mini y salió a las calles nocturnas. La lluvia había cesado y las estrellas relucían en el horizonte de París.
Atravesó la ciudad y regresó a la casa en las afueras. Aparcó el coche, corrió a la puerta y la golpeó con fuerza.
Esta vez fue Valentine quien abrió. Se lo quedó mirando desconcertada.
—Pensaba que no ibas a volver —dijo—. ¿Por qué estás aquí?
—Para deciros que os creo. Y que quiero ayudar, si puedo.
Valentine sonrió. Por segunda vez desde que se habían conocido, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
—Será mejor que entres.
—¿Sigue aquí? —le preguntó en el vestíbulo.
Valentine asintió.
—Pasará la noche y mañana regresará a San Remo.
Ben permaneció en silencio. La siguió hasta la sala de operaciones. Harrison y Wolff estaban allí tomando una taza de café. Intercambiaron miradas cuando entró Ben y se sonrieron entre sí, y a Valentine.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Wolff.
—Siento lo del cuello —respondió Ben, y señaló su collarín.
—Olvídalo. Hiciste lo que tenías que hacer.
Valentine asomó la cabeza por una puerta.
—Alguien ha venido a verte —anunció.
Unos instantes después, apareció Zara. Vio a Ben y corrió a abrazarlo con los ojos vidriosos.
—Siento haber dudado de ti —dijo Ben—. Siento haber estado tan ciego todo este tiempo. —Se volvió hacia Valentine—. ¿Quieres que trabaje con vosotros?
—Esperaba que así fuera —dijo ella.
—Pues deseo cumplido. Pero con algunas condiciones.
Valentine parpadeó.
—¿Como por ejemplo?
—No quiero a Zara en esto. Es demasiado peligroso.
—Un momento —protestó ella—. Quiero formar parte. Nadie va a detenerme. Voy a regresar a San Remo por la mañana y trabajaré desde el yate para averiguar todo lo que pueda mientras Harry esté fuera de viaje de negocios.
—Esta gente ya no es un equipo oficial —le dijo Ben—. Eso significa que no habrá refuerzos si algo sale mal. Ni plan de extracción. Ni programa de protección de testigos para ocultarte. Estarás desprotegida y totalmente expuesta.
—Y tú.
—No sería la primera vez para mí.
Zara negó con la cabeza.
—Tengo que volver. Aunque lo abandonara, tendría que volver por mis cosas.
—Yo te las conseguiré. Nuevas. Lo que quieras.
—Mis documentos.
—Fácilmente reemplazables.
—¿Y qué hay de mí? ¿Adónde voy a ir?
—A mi casa.
—¿A Normandía?
Ben asintió.
—Te llevaré en coche hasta Le Val por la mañana.
—Pero Harry sabe dónde está —dijo ella—. ¿No crees que irá a buscarme? Lo conozco.
—Harry tendrá otras cosas en la cabeza cuando empiece con él. Y tú estarás a salvo allí. Es como una base militar y tengo a hombres adiestrados, armas y perros. Ni siquiera Harry podrá acceder. Estarás a salvo. —Ben se volvió hacia Valentine—. Luego volveré aquí y esbozaremos un plan.
—Espera un minuto —le interrumpió Valentine—. Ese no es el trato. Necesitamos a Zara. Es una parte fundamental. No puedes sacarla de la ecuación sin más.
—Negativo —dijo Ben—. O lo hacemos a mi manera o estáis solos.
Valentine suspiró y miró a Harrison y Wolff. Harrison se encogió de hombros.
—No podemos permitirnos prescindir de él —dijo.
—De acuerdo —le dijo Valentine a Ben—. Trato hecho. ¿Y ahora qué?
Ben cogió a Zara de la mano y sintió cómo sus cálidos dedos se entrelazaban con los de él.
—Vamos.