Pero tenía otros asuntos en los que pensar. Fue a su habitación, metió algunas cosas en una pequeña bolsa de cuero y cruzó el patio en dirección a un achaparrado edificio de ladrillo ubicado entre el gimnasio y las dependencias de los alumnos.
Era poco más que un barracón. La puerta estaba remachada en acero de treinta centímetros de grosor y a su lado había un teclado numérico protegido de las inclemencias del tiempo por un grueso plástico. Tecleó un número. Se cambiaba cada semana y solamente Jeff y él lo conocían.
No había nada en el interior, tan solo un agujero cuadrado en el suelo de hormigón y unas escaleras que descendían por él. Al final de esas escaleras había otra puerta pesada y otro teclado. Introdujo un código de doce dígitos, oyó un ruido sordo metálico cerca del mecanismo, empujó la puerta para abrirla y encendió la luz.
Se hallaba en el interior de la armería de Le Val. A su alrededor, estantes y filas de armas, almacenadas de acuerdo con la normativa de seguridad vigente. Fue hacia una caja de seguridad de acero y la abrió con una llave alargada del manojo que llevaba. La caja fuerte estaba llena de todo tipo de pistolas y revólveres. Cogió una de ellas, una Browning Hi-Power 9 mm reglamentaria. La dejó en una mesa cercana, metió la mano de nuevo en el interior de la caja fuerte y sacó dos cargadores y una caja con munición.
Incluso mientras había estado hablando con Kim Valentine, había decidido que de ninguna manera iba a acudir desarmado a una dirección desconocida en París para encontrarse con esas personas que ahora sabía que no eran quienes decían ser. Ya había tenido suficientes sorpresas.
No era capaz de averiguar de qué iba aquello. Desde la conversación telefónica con Valentine había estado dándole vueltas y lo único que había sacado en claro eran más preguntas. ¿Quién era ella? ¿Estaban interesados en la investigación de Morgan Paxton? ¿Relacionados con Kamal? Por algún motivo, no lo creía. Era otra cosa.
Metió rápidamente trece balas en cada cargador. Encajó uno en la culata de la pistola y el otro se lo guardó en el bolsillo izquierdo de sus vaqueros. Se metió la pistola en el otro bolsillo, cogió la caja de munición y salió de la armería.
Tras la casa de labranza se hallaba el viejo establo reconvertido en garaje. Tiró de las maltrechas y desgastadas puertas de madera hacia arriba y la luz del sol relució sobre la carrocería del Mini Cooper verde a rayas estacionado en su interior. Cuando dejó en el asiento trasero la bolsa, sintió una punzada de pesar por la pérdida de su morral del ejército. Lo tenía desde hacía años. Se subió al coche, metió la pistola y la munición en la guantera, encendió el motor y las ruedas giraron sobre la gravilla cuando maniobró para salir al patio.
Las doce y cuarenta. Llegaría a París sobre las cuatro.
Llegó a las cuatro menos cuarto. Mientras se abría paso por el denso tráfico del bulevar periférico de la ciudad, llamó a Valentine. Esta le dio una dirección en las afueras. Ben conocía la zona.
—Ve a las seis —le dijo—. Estaremos esperándote.
Dos horas que matar. No era un problema. Puso rumbo al este. Llegó al bulevar Haussmann, giró a la derecha hacia el bulevar des Italiens y se dirigió a su viejo apartamento. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado allí. El lugar era sencillo y funcional hasta extremos que solo un soldado podía tolerar, pero le había sido de gran utilidad en su momento. Hubo un tiempo en que lo había considerado su piso franco, su entrada a Europa. Ahora era tan solo un símbolo de la vida que había dejado atrás. O que estaba intentando dejar atrás. De todas formas, ya tenía en mente regresar a París algún día, arreglar un poco la casa y ponerla a la venta.
Ni siquiera sabía si le interesaría a alguien. Su ubicación era inmejorable, al final de un callejón cerca del corazón de la ciudad, pero la única manera de acceder al piso era a través de un aparcamiento subterráneo, una lúgubre escalera trasera y una puerta de seguridad blindada. No era exactamente una acogedora casa familiar.
Cuando entró al piso le pareció frío y deshabitado, y todo estaba cubierto por una fina capa de polvo. Encendió la calefacción y dedicó unos minutos a adecentar un poco la casa. No tenía intención de pasar demasiado tiempo en París. Iba a ser una visita relámpago: una noche solo; averiguaría qué era lo que Valentine tenía que decirle y regresaría a Le Val a la mañana siguiente. Tras eso, no quería volver a pensar en aquello nunca más.
Echó un vistazo a los armarios de la cocina y descubrió que aún le quedaban algunas latas de comida y un paquete de café molido Lavazza sin abrir. Mejor todavía, también había tres botellas del vino tinto de mesa que solía comprar en la tienda de alimentación que había al final de la calle.
Se tomó tres tazas de café solo muy cargado y se fumó un par de Gauloises. Llegó el momento de ponerse en marcha.
La dirección en las afueras le sorprendió. Resultó ser una casucha en una diminuta calle venida a menos, la última de una fila de casas adosadas pegadas a una gasolinera abandonada en la que un cartel oxidado de Esso chirriaba con la brisa. La casa vecina estaba abandonada y en ruinas, con ventanas cubiertas por tablones y la puerta condenada. El cielo estaba gris y amenazaba tormenta. Ben aparcó el coche un poco más adelante.
Abrió la guantera y sacó la Browning. Tiró de la corredera para cargar la primera bala y echó el seguro. Se inclinó hacia delante y se metió la pistola en el cinturón, tras la cadera derecha, que le quedaba tapada por la cazadora de cuero. Salió del coche y notó unas finas gotas de agua en su rostro.
Caminó hasta la casa y llamó con los nudillos a la puerta. Tras unos instantes se oyeron pisadas provenientes del interior y la puerta crujió al abrirse.
Ben conocía al tipo que le abrió la puerta. Era el más menudo de los dos hombres que habían estado en la playa en San Remo. El que había huido.
—¿Has robado algún bolso en los últimos días? —le preguntó Ben.
El tipo ni se inmutó. Cerró la puerta y llevó a Ben por un pasillo. El interior de la casa no tenía mejor aspecto que el exterior. El papel de las paredes de las habitaciones vacías se caía a jirones y las alfombras estaban deshilachadas.
—Un lugar de lo más acogedor —observó Ben.
—Por aquí —dijo el tipo. Llegaron a una puerta y la abrió de un empujón.
Al otro lado de la misma se encontraba la típica sala de operaciones que un grupo pequeño con un presupuesto minúsculo se podía permitir. Los tres sillones y el viejo escritorio del rincón parecían sacados de algún contenedor. Sobre el escritorio se amontonaban cosas como papeles, teléfonos, un portátil con un zumbido constante o un par de cámaras, una con un buen objetivo. Había dos maletines de aluminio abiertos en el suelo que contenían un equipo de vigilancia telefónica. En medio de la habitación, una tabla de formica apoyada sobre dos cajas de cerveza hacía las veces de mesita. Estaba llena de tazas de plástico y de restos de comida basura. El sitio olía a café instantáneo, aire viciado y alfombras húmedas. La persiana de la única ventana de la habitación estaba bajada del todo. El ambiente le recordó a Ben a varias operaciones policiales de vigilancia en las que había participado, solo que el doble de deprimente.
Y seguía sin tener ni idea de quiénes eran esos tipos.
Sentado en uno de los sillones había otro hombre al que había visto antes. Un tipo grande, de espaldas anchas y brazos gruesos cruzados sobre su pecho. Llevaba un collarín y su postura era tensa y forzada, como si todavía le doliera al moverse. Tenía las córneas enrojecidas del dolor.
El tipo más menudo se colocó de espaldas a la ventana. Ben entró en la habitación y miró a ambos.
—¿Dónde está Valentine?
—Está aquí —dijo una voz familiar. Ben se volvió—. Así que volvemos a vernos.
Se encontraba en la entrada a una pequeña cocina. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y recogido en una coleta tirante, al igual que en la videollamada. El aspecto femenino y vulnerable que había visto en San Remo había desaparecido. Tenía el rostro pálido y demacrado y sus vaqueros y sudadera azul estaban arrugados, como si hubiera dormido con ellos.
—Gracias por venir. ¿Puedo ofrecerte un café?
—Puedes ofrecerme una explicación —dijo Ben.
Valentine asintió.
—Te la debo. Y te contaré todo. Pero primero, deja que te presente a mis compañeros. —Señaló al grandullón del asiento—. Este es Udo Wolff.
Wolff asintió hacia Ben.
—No hace falta que te levantes —dijo Ben.
—Este es Jimmy Harrison —dijo Valentine señalando al más menudo, que estaba apoyado contra la ventana—. Y necesitamos tu ayuda. Me alegro de que hayas venido. ¿Quieres sentarte? Esto nos llevará un rato.
Ben fue junto a uno de los sillones y se sentó con las piernas extendidas y los brazos cruzados.
—¿Y bien? —dijo—. Será mejor que valga la pena.
—En efecto —respondió Valentine—. Pero no va a gustarte. Prepárate para unas cuantas sorpresas.
—Estoy listo.
Valentine se acercó al escritorio. Encima de la montaña de papeles había un sobre marrón de tamaño A4. Extrajo una foto del mismo tamaño. No la miró, sino que fue hacia Ben y se la dio. Ben la estudió con detenimiento. No era una imagen muy agradable. La imagen mostraba a una mujer, o lo que quedaba de esta. Era peor que las fotos del cuerpo de Morgan Paxton, mucho peor. Estaba desnuda y parecía que le hubiese pasado una segadora por encima.
—Es Linda Downey —dijo Valentine—. Era el cuarto miembro de nuestro equipo. —Hizo una pausa y tragó saliva—. Y era mi amiga.
Ben le devolvió la foto. En sus ojos se apreciaba la sinceridad. Y más cosas, pensó. Ira. Quizá miedo, también.
—Te estarás preguntando quién le hizo eso —continuó Valentine—, y qué tiene que ver con que tú estés aquí.
—Así es —dijo Ben.
Valentine tamborileó los dedos sobre la foto.
—La persona que le hizo eso a Linda se llama Berg. No sabemos si ese es su nombre verdadero. Quienquiera que sea, no hay manera de rastrearlo y localizarlo. Pero lo que sí sabemos es el nombre del hombre para quien trabaja. El hombre bajo cuyas órdenes ejecutó tal horror.
Valentine colocó la foto bocabajo, como si no pudiera soportar verla más. Tenía la mandíbula tensa.
—Berg trabaja para el coronel Harry Paxton.