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Cuando Kamal salió del apartamento, miró una última vez al extranjero. Estaba de rodillas, con el rostro lívido y los ojos suplicantes mientras sus hombres lo rodeaban para matarlo. Había visto cientos de patéticas vidas terminar de esa manera. En ese momento, a punto de sufrir una muerte humillante, conscientes de que sus despreciables existencias estaban a punto de desaparecer cual cucaracha bajo la suela de un zapato, ahí era cuando Kamal sentía una mayor repulsión hacia sus víctimas. Esa última e indigna reacción justificaba en sí misma su asesinato. No podía soportar estar en la misma habitación con ellos más tiempo del necesario. Desechos humanos. Comida para los gusanos.

El extranjero estaba rogando en esos momentos:

—¡Por favor! ¡No me matéis! ¡Tengo mujer e hijo!

Kamal sonrió mientras cerraba la puerta. Miró a un lado y a otro. No había nadie. Bajó las escaleras en espiral, dejó atrás los rellanos vacíos y salió a la calle, hacia donde la furgoneta blanca estaba aparcada, al otro lado del edificio. El sol de la primera hora de la mañana ya empezaba a calentar. Cruzó la calle y se subió a la cabina de la furgoneta. Se sacó el fusil de asalto de la gabardina y lo dejó ante él, en el hueco para las piernas. Se recostó sobre su asiento y observó a través del polvoriento parabrisas cómo los escasos transeúntes se marchaban a ocuparse de sus respectivas tareas.

Contempló su flamante reloj nuevo. Sus hombres no tardarían mucho en hacer lo que tenían que hacer. Estaba impaciente por regresar a casa de Claudel e intentar acceder de nuevo a ese documento del portátil. Estaba seguro de que podría sacar la contraseña. ¿Sería muy difícil? Seguro que ese gilipollas francés tenía alguna idea. Habían pasado mucho tiempo hablando de toda esa historia, un tema que a Kamal le habría resultado increíblemente tedioso de no ser por las riquezas inimaginables que podía proporcionarle. El tipo de riquezas que a alguien como él le daban la vida.

Entonces, ¿por qué esperar? Disponía de un minuto o dos. Sus hombres ya debían de estar rematando al extranjero en esos momentos. Una vez se hubieran aburrido de ver a Mostafa golpearlo sin piedad, Tarek lo sostendría mientras Farid le rebanaba el cuello. Entonces cerrarían el piso y bajarían por las escaleras. Quizá se detuvieran a fumar un cigarrillo en el vestíbulo. Había tiempo más que suficiente para echar un vistazo rápido al documento.

Se agachó para coger el morral. Estaba viejo y maltrecho, pero le gustaba. Decidió quedárselo. Lo abrió, sacó el portátil y lo encendió. Primero hizo clic en «Mis documentos» y probó de nuevo con el icono que llevaba por nombre «Proyecto Akenatón». Obtuvo la misma respuesta de antes: «Acceso denegado».

No pasa nada, pensó. Rememoró mentalmente sus charlas con Claudel, reflexionó unos instantes y cliqueó en el recuadro que decía «Introducir contraseña» y tecleó la palabra «Amón».

Kamal no recordaba exactamente quién era Amón. Algún dios importante de la antigüedad… Para él solo lo sería si le servía para acceder al documento y lo llevaba hasta su dinero.

No fue así. Acceso denegado.

Pero no pasaba nada. Tenía muchas más opciones.

Tecleó «Amónestásatisfecho». Nada.

Tecleó «hereje». Tampoco era válida.

Maldijo con violencia, cerró el portátil de un golpetazo y lo metió de nuevo en el morral. Miró otra vez el reloj y alzó la vista furioso a la ventana del edificio. ¿Qué coño los estaba reteniendo allí arriba?

Se le acabó la paciencia. Se agachó y cogió el arma. Se la metió bajo la gabardina mientras cruzaba con ímpetu la calle. El valioso portátil del morral se golpeaba contra su cadera conforme caminaba.

Cuando Kamal llegó a la entrada del edificio, un anciano salía con un niño pequeño de la mano. El niño miró a Kamal con ojos de curiosidad, el anciano lo miró con miedo.

Kamal no aminoró el paso. Fue directo a la puerta y apartó al anciano de su camino con un empujón. Ni siquiera miró atrás, pero el sonido del dolor y la confusión del anciano al tambalearse y darse contra la pared y del llanto afligido del niño le procuraron una oleada de satisfacción.

Kamal subió las escaleras de tres en tres. Llegó al rellano donde se encontraba el apartamento y apretó el paso hasta llegar a la puerta. Estaba entreabierta. No se oía ningún sonido ni voces provenientes del interior. Frunció el ceño. Su instinto le dijo que actuara con cautela y así lo hizo: Kamal siempre confiaba en su instinto. Sacó el AKS de su gabardina y lo sostuvo a la altura de la cadera mientras le quitaba el seguro. Irguió la cabeza y entró en el apartamento.

Se detuvo. Parpadeó y miró a su alrededor.

Dos de sus hombres yacían en el suelo. El cuerpo de Mostafa estaba tumbado bocarriba, con los brazos y las piernas extendidas. La parte central de su cara era una masa sanguinolenta. Le habían hundido la nariz hasta el cráneo.

Tarek se encontraba a su lado. Tenía la tráquea aplastada. Se la habían pisoteado. En las comisuras de sus labios había burbujas de sangre que le caían en hilillos carmesíes hasta las orejas. Sus ojos observaban con fijeza el lento girar del ventilador del techo.

Farid estaba sentado en una silla junto al escritorio. Tenía una pierna doblada debajo del cuerpo y la otra estirada hacia delante. Sus manos yacían inertes sobre su regazo. Tenía la cabeza echada hacia atrás.

Por extraño que pareciera, el piso estaba intacto; no había signos de lucha. La cartera y el pasaporte del extranjero habían desaparecido.

Y el extranjero también.

Kamal se quedó boquiabierto. De repente sintió frío, nervios. ¿Quién demonios era ese hombre para haber hecho algo así?

Seguía allí boquiabierto, con el arma colgándole inerte del costado, cuando la puerta se cerró tras él con mucho sigilo.