Residencia de Pierre Claudel
Hyde Park, El Cairo
4.45
Pierre Claudel no podía dormir. Se levantó de la cama, fue hasta el balcón y observó cómo la noche avanzaba hasta el amanecer.
Estaba agotado. Tenía los sentidos agarrotados del estrés. Desde aquel día en el desierto, cuando Kamal le había hablado de su descubrimiento, la mente de Claudel se había sumido en el caos. Dos preocupaciones lo habían acechado sin cesar desde entonces y en esos momentos las tenía presentes mientras rememoraba los acontecimientos de los últimos meses. La peor época de su vida.
La primera de esas preocupaciones que lo atosigaban era la frustración de saber que el tesoro estaba allí fuera, en alguna parte, pero no tenía ni idea de cómo encontrarlo. Kamal le había ofrecido un diez por ciento. Tal vez no hubiera sido demasiado generoso, pero el diez por ciento de una gigantesca fortuna podía solucionarle la vida. Sus días de chanchullos habrían terminado.
No podía esperar a que ocurriera. Hasta ese día en el desierto, se había considerado una persona bastante rica y exitosa. Ahora, en comparación a lo que podía conseguir, se sentía pobre y miserable. Era como si esa sensación se le hubiera metido bajo la piel y reptara por su interior.
La segunda de sus principales preocupaciones era el propio Kamal. Le aterrorizaba. Aunque Claudel no podía dejar de pensar en el tesoro, una parte de él se arrepentía amargamente de haber unido fuerzas con ese hombre.
Lo que más le asustaba, y hacía que pasara las noches en vela contemplando el oscuro dosel de su cama, era saber que a Kamal se le estaba agotando la paciencia. Ni siquiera el millón de dólares que la primera venta del tesoro había generado, depositado en esos momentos en una cuenta bancaria suiza (salvo el diez por ciento de los honorarios de Claudel), podía aplacar al egipcio. Cada día estaba más nervioso. Las semanas se sucedían como si fueran segundos hasta tornarse en meses y Claudel seguía sin lograr nada.
Y no era por no haberlo intentado. Había recorrido el desierto Occidental con Kamal y sus hombres. Una caminata larga, polvorienta y agotadora que casi lo mata. Habían encontrado el fuerte beduino y Kamal le había mostrado el pozo. Claudel había bajado por una cuerda y había examinado los restos de la cámara vacía donde otrora había estado el oro. Había escudriñado frenéticamente cada centímetro de las marcas en la piedra en busca de más jeroglíficos que no estuvieran en las fotos y que pudieran contener alguna pista. Pero no había nada. El viaje al fuerte había resultado una completa pérdida de tiempo.
Ya de regreso en El Cairo, Claudel había considerado sus opciones. Eran inquietantemente limitadas. Había pocas personas en el mundo en quienes confiara y se mostraba de lo más receloso a la hora de incluir a alguien más en la búsqueda del tesoro. Pero en su desesperación se había visto obligado a tantear el terreno en el turbio mundillo de la compraventa ilícita de antigüedades. Se había recostado en su asiento, mordido la perfecta manicura de sus uñas y confiado en que sus pesquisas le ofrecieran alguna pista.
El silencio del teléfono lo inquietaba.
Mientras tanto, Kamal había invadido su vida como si de una enfermedad se tratara. Le había cogido el gusto a la lujosa villa de Hyde Park y había empezado a pasar más y más tiempo allí, comportándose por norma general como si fuera su propia casa. Se despanzurraba en la butaca que otrora había pertenecido al mobiliario del palacio de Fontainebleau y dejaba sin ningún cuidado copas de vino tinto encima de su irreemplazable tapizado, plantaba las botas en la alfombra de seda y cachemira blanca y tiraba las cenizas de sus cigarrillos Davidoff por toda la casa. Claudel se ponía de los nervios, pero era lo bastante inteligente como para no quejarse.
Si no hubiera estado tan asustado todo el tiempo, tal vez incluso se hubiera reído ante la ironía de que una de las zonas más exclusivas y vigiladas de la ciudad, creada para mantener a los elementos indeseables de la ciudad lejos de las casas de los ricos, se hubiera convertido en el lujoso refugio de Kamal. Era un escondite perfecto para él; los guardias de la entrada estaban acostumbrados a ver entrar y salir la furgoneta de Claudel. Siempre y cuando los conductores mostraran sus pases privados, dejaban pasar los vehículos sin tener ni idea de la carga que transportaban en la parte trasera.
Aquello se había convertido en una pesadilla. Claudel no podía ir a ninguna parte de su casa sin que alguno de esos hombres lo observara con gesto hostil. No podía llevar a nadie. Tampoco a mujeres. Era como un prisionero. Dejó de ir a fiestas. Los amigos le llamaban para preguntarle si estaba enfermo y él los rehuía con todo tipo de renqueantes excusas. También había empezado a beber más de la cuenta para calmar las taquicardias que había empezado a sufrir. Un día había bajado a la bodega para coger una botella y se había encontrado un estante lleno de armas y munición. A punto estuvo de darle un ataque al corazón. Pero no podía decir nada.
Entonces, de repente, ocho semanas atrás, tras cinco meses de angustioso tormento, el teléfono había sonado. Claudel lo cogió. Era Aziz, uno de los contactos a los que había llamado en los meses previos. En el pasado habían trabajado juntos en algunos encargos. Cuando no estaba robando antigüedades, Aziz trabajaba como guía turístico por cuenta propia. Dentro de lo fiables que eran todos los que se dedicaban al negocio, Claudel podía confiar en él.
—Eso de lo que me hablaste. ¿Sigues interesado? Quizá tenga información.
Claudel agarró el teléfono con fuerza.
—Sigo interesado. Sin duda.
En ese momento, Kamal apareció por la puerta. Con la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados, lo observó y lo escuchó con curiosidad.
Aziz se rió al otro lado de la línea.
—Primero hablemos de mi parte. Pierre Claudel no se pone así de nervioso si no hay mucho dinero en juego.
Claudel miró con impaciencia a Kamal.
—Cinco por ciento de lo que me llevo yo. Como siempre.
—Y una mierda. El diez por ciento y te diré lo que ha llegado hasta mis oídos.
Claudel apretó los dientes.
—Seis.
—Ocho.
Claudel suspiró.
—De acuerdo. Ocho.
Aziz sonó satisfecho.
—Imagino que no querrás hablar de esto por teléfono. Nos veremos en el Café Riche. Creo que valdrá la pena.
—Café Riche —repitió Claudel—. Dame una media hora.
Kamal movió un dedo de un lado a otro.
—Dile que venga aquí.
Claudel tapó el auricular con la mano.
—No traigo a socios del negocio a casa. Es una norma.
—Rómpela —dijo Kamal, arqueando la ceja a modo de advertencia.
Claudel esperó unos segundos, suspiró y volvió a hablar.
—No puedo ir, Aziz. Ven tú a mi casa. Ya sabes dónde está. Sí, tan pronto como puedas.
Una vez la llamada hubo concluido, Claudel y Kamal esperaron. Caminaron de un lado a otro de la habitación, miraron sus relojes y volvieron a caminar. No intercambiaron palabra alguna. La tensión iba aumentando cual electricidad estática entre ellos. Tras una angustiosa media hora, Claudel oyó el chirrido de los neumáticos en la gravilla y vio que el coche de Aziz se detenía fuera.
Aziz caminó hasta el interior de la villa, examinando cuanto le rodeaba.
—Bonito lugar —empezó a decir.
Pero no había dado ni tres pasos en el vestíbulo con baldosas de mármol cuando los hombres de Kamal lo llevaron en volandas al salón, lanzaron al aterrado hombre a un sillón y lo rodearon.
—Tienes algo que contar —le dijo Kamal.
Claudel se abrió paso, tratando con todas sus fuerzas de ocultar su furia.
—Deja que hable yo con él. —Se inclinó y miró con gesto serio a Aziz—. No puedo explicártelo, amigo. Pero es muy importante que cuentes lo que sabes.
Aziz alzó la vista al círculo de rostros hostiles y comenzó a farfullar nervioso la historia. Hacía cuatro días había sido contratado como guía por un inglés que se había presentado como el doctor Morgan Paxton. El tipo quería que Aziz lo llevara al grupo de pirámides de Abusir, a diecisiete kilómetros al sur de El Cairo.
La necrópolis de Sahura, pensó Claudel. El segundo faraón de la V dinastía de Egipto, enterrado mil años antes del reinado de Akenatón.
—¿Para qué? —preguntó—. ¿Qué quería hacer ese Paxton allí?
—No lo sé —respondió Aziz—. No lo dijo.
—Háblame de ese inglés —le interrumpió Kamal.
Aziz miró a Kamal y siguió balbuceando a tal velocidad que se le trababa la lengua.
—Un profesor universitario. Un tipo raro. Llevaba sandalias con calcetines y una chaqueta. No era una persona muy avispada, no tuvo el sentido común de taparse el Rolex. Cuando llegamos allí, quiso ir solo. Le dije que había serpientes. Me dijo que le daban igual las serpientes y que lo esperara en el coche. Se mostraba de lo más receloso a que fuera con él, como si quisiera guardárselo para sí. Pero de ninguna manera iba a quedarme sentado en el coche para cocerme, así que salí y me senté a la sombra y esperé a que volviera. Si ese tarado extranjero quería perderse o lograr que lo mordiera una serpiente, era su problema.
Claudel era plenamente consciente de la cada vez mayor impaciencia reflejada en el rostro de Kamal.
—Limítate a contarnos lo que ocurrió, Aziz.
—Esperé como cerca de una hora. Entonces lo vi caminando de vuelta. No, no caminando, corriendo. Estaba cubierto de polvo y telas de araña, resollaba y tenía el rostro rojo. Estaba de lo más excitado. Como un niño pequeño. Iba con el puño en alto. Pensé que se había vuelto loco. No dejaba de murmurar para sí mismo.
—¿Murmurar qué?
—No recuerdo las palabras exactas. Pero tan pronto como las dijo, recordé tu llamada. Por eso te telefoneé.
—¿Qué decía? —preguntó Claudel, febril.
—Algo acerca de que Amón estaría satisfecho. Y algo sobre el hereje.
Claudel sintió cómo la sangre se le subía al rostro.
—¿«Amón está satisfecho; el hereje de Amarna será negado»?
—Eso. Eso es lo que dijo.
Claudel intentó pensar. ¿Cuál era la conexión?
—¿Dijo algo más?
—No.
—¿Estás completamente seguro? Es importante.
—Ya te lo he dicho. No dijo nada. Tan solo murmuraba y reía para sí, como un loco. Luego me pidió que lo llevara de vuelta a El Cairo lo más rápido que pudiera. Al museo Egipcio, pero llegamos tarde por cinco minutos. Parecía cabreado, pero no me explicó por qué o qué estaba buscando allí.
—¿Y luego?
—Y luego me dijo que lo dejara en su edificio de apartamentos y que me llamaría si me necesitaba de nuevo. Eso es todo.
—Pero ¿no ha llamado?
—No.
—Pero ¿sabes dónde está?
Aziz les dio la dirección.
Kamal se cernió sobre el aterrorizado guía con los brazos cruzados y una gélida expresión en sus ojos. El silencio invadió la habitación.
La mente de Claudel se puso a trabajar a toda velocidad. O bien era un desastre, o una oportunidad. Resultaba obvio que ese tal Paxton sabía algo. Era un profesor universitario. Quizá de historia o arqueología. ¿Con qué se había topado? ¿Cuánto sabía? ¿A quién más se lo había contado? Aquel pensamiento hizo que un frío sudor le recorriera la espalda.
—Quiero hablar con ese Paxton —dijo Kamal, rompiendo el silencio. Señaló a sus hombres—. Emad, Farid, Mostafa, id y cogedlo. Traedlo aquí.
Esta no es tu puta casa, quiso gritarle Claudel cuando los tres hombres obedecieron de inmediato y abandonaron el salón. Pero estaba demasiado asustado como para articular palabra.
Kamal se volvió para mirar a Aziz.
—¿Quieres un trago?
Aziz miró nervioso a Claudel.
Kamal sonrió.
—Vamos. Un vaso de algo. —Fue a la vitrina donde estaban las bebidas, abrió las puertas y sacó uno de los refinados vasos de cristal tallado de Claudel.
Todo ocurrió antes de que este pudiera reaccionar.
Los ojos de Kamal miraron a Tarek, el curtido, y al fornido Youssef, que se encontraban tras el sillón de Aziz. Lo agarraron por los hombros y lo inmovilizaron en el sillón. Aziz abrió la boca para protestar y Kamal se acercó a toda velocidad y le metió el vaso dentro.
Aziz intentó gritar. Kamal empujó lentamente con la palma de la mano la base del vaso hasta que los carrillos del guía se inflaron mientras sus ojos miraban atemorizados a un lado y otro. Forcejeó y se retorció contra las manos que lo sujetaban.
Kamal soltó el vaso. La base sobresalía por la boca abierta de Aziz. Colocó las manos a ambos lados del rostro del hombre. Las cerró en puños y golpeó con ellos las mejillas de Aziz.
Claudel oyó el terrible crujido del cristal al romperse en el interior de la boca de Aziz. Los ojos de Kamal refulgieron. Le tapó a Aziz la nariz con el pulgar e índice de la mano izquierda y con la derecha le sujetó la barbilla para mantenerle la boca cerrada. Aziz trataba de escupir, pero lo único que podía hacer era tragar. Sus gritos quedaron sofocados tras la mano de Kamal. La sangre le caía por la boca hasta la garganta y el pecho.
Entonces lo soltó. Aziz se zafó de los otros dos y cayó al suelo retorciéndose de dolor. La sangre borboteaba de sus labios lacerados.
Kamal no había dejado de sonreír en ningún momento. Lo contempló unos segundos más y sacó la pistola que llevaba en la cinturilla de los vaqueros. Deslizó la corredera y apuntó a la cabeza del malherido.
Aziz alzó la vista. La mitad inferior de su cara estaba manchada de sangre. Tenía la boca contraída del dolor y los ojos suplicantes, llenos de miedo. Entonces un agujero apareció entre ellos y Aziz se desplomó con la parte trasera del cráneo perforada.
Claudel se quedó petrificado del miedo y sordo del disparo. Contempló boquiabierto el cuerpo ensangrentado y la mancha que estaba formándose en la alfombra de cachemira.
—¿Qué acabas de hacer?
—Sabía demasiado —dijo Kamal—. Deshaceos de él. Pronto sabremos qué es lo que sabe ese Paxton.
Pero una hora después llegaron más malas noticias. Cuando los tres hombres de Kamal habían llegado al edificio de apartamentos, la policía estaba allí y había un cuerpo ensangrentado sobre una camilla a punto de ser subido a una ambulancia. El cadáver del doctor Morgan Paxton.
Alguien había llegado antes. Pero ¿quién?
En las noticias informaron de que se había tratado de un robo que se les había ido de las manos a sus atacantes, pero Claudel no se lo terminaba de creer. Se tiró seis horas al teléfono, intentando averiguar algo más sobre el asesinato de Paxton. Nadie parecía saber nada, ni siquiera su contacto en la policía. El sargento Hussein de la policía municipal de El Cairo había demostrado ser un útil, si bien costoso, aliado en el pasado, cuando Claudel había necesitado información o que los policías hicieran la vista gorda. Pero Hussein no tenía nada para él en esa ocasión.
El francés se sumió más todavía en la desesperación. ¿Y si el asesino le había sacado alguna información a Paxton? ¿Y si alguien les arrebataba el tesoro?
Su vida estaría acabada. Por la manera en que Kamal lo miraba, tenía miedo de que ese momento estuviera más cerca incluso de lo que se temía.
Eso había ocurrido hacía dos meses. Desde entonces, Claudel se había convertido en un muerto viviente. El tiempo parecía haberse detenido. No se separaba de la televisión a la hora de las noticias, convencido de que cada vez que la encendiera anunciarían un importantísimo descubrimiento en el desierto. Había ido a las pirámides de Abusir, al sur de El Cairo, y había buscado desesperadamente lo que quiera que ese Paxton hubiera encontrado. Aquel lugar era una tierra baldía de piedras desperdigadas y arena. Había pasado horas allí, deambulando entre las ruinas, excavando sin ton ni son en la arena. Pero sin resultado. No sabía qué estaba buscando.
Ya de regreso en la villa, Kamal entraba y salía y en ocasiones se quedaba un par de días y en otras desaparecía durante una semana entera. Claudel hacía todo lo que estaba en su mano por evitarlo, y no quería ni pensar en lo que este hacía en sus ausencias. Cada vez que veía pasar la furgoneta por la entrada tenía el mismo y estremecedor temor de que ese fuera el día en que Kamal se cansara de él y le descerrajara una bala en la cabeza. Claudel tenía la sensación de estar viviendo con tiempo prestado. Era como estar aguardando la muerte.
Su mente regresó al presente mientras contemplaba desde el balcón el disco rojo del sol, que comenzaba su lento ascenso al cielo oriental. Suspiró.
El teléfono sonó en su mesilla. Fue junto a él, lo cogió con recelo y pulsó el botón de respuesta. ¿Quién estaría llamándolo a esas horas de la mañana?
Era el policía, Hussein.
—¿Sabes qué hora es? —le preguntó Claudel con irritación.
—Esto no puede esperar. Pensé que querrías saberlo.
Claudel chasqueó la lengua.
—¿El qué?
—¿Recuerdas que me preguntaste sobre el caso Paxton?
Una leve chispa de esperanza reptó al interior del cerebro calcinado de Claudel.
—¿Sí? —respondió con cautela. Escuchó a Hussein y sus ojos comenzaron a abrirse de par en par.
—¿Un arresto efectuado por un particular, dices?
—Los trajo atados como si fueran dos pollos —relató Hussein—. Y todo apunta a que son los responsables del asesinato de Paxton. Lo confesaron en menos de diez minutos. Probablemente les sacaron la confesión a golpes. Pero esto es lo extraño. Cuando los estábamos encerrando, uno de ellos gritaba algo acerca del tipo que los había llevado a la policía. Un extranjero tarado que había irrumpido en su casa, los había interrogado sobre Paxton, los había golpeado y les había robado todas sus cosas.
—¿Quién demonios es?
—Un profesional —dijo Hussein—. Los redujo como si nada.
De repente, el corazón de Claudel volvía a bombear sangre en sus venas.
—¿Sabes el nombre de ese tipo?
—Tengo algo mejor. Un coche patrulla acaba de llevarlo a su apartamento. No hará ni cinco minutos. Está en el mismo piso en el que vivía Paxton.