Tres minutos después, los yonquis yacían atados y amordazados sobre la alfombra. Tan solo dos paquetes aguardando a ser enviados mientras Ben se encargaba de otros pormenores. Envolvió cuidadosamente el portátil con la chaqueta de Morgan Paxton y se lo guardó en el morral. Después cogió un paño de la cocina, se sentó en el taburete delante de la mesa de cristal y desarmó la CZ75 de Abdou. Usó el paño para limpiarlo todo y volvió a armarla con cuidado de no dejar huellas.
Los dos prisioneros, entretanto, estiraban el cuello para observar con nerviosismo lo que hacía. Ben no les prestó atención. Cuando la pistola estuvo de nuevo armada, se levantó y se dirigió al mayor. Sujetando con el paño el arma por la culata, agarró la mano derecha del yonqui y dejó todas sus huellas en el armazón, el gatillo y la corredera. Entró de nuevo en la cocina y metió el arma en el agujero que había debajo del suelo junto con el resto de pruebas.
Cerró la puerta, salió del piso y bajó en completo silencio las escaleras hasta la planta baja. El taxi seguía allí, bajo las tenues luces de la calle. El conductor estaba fumando en su asiento, sin duda disfrutando de lo que había resultado ser un trabajo lucrativo y fácil para él. Ben sonrió. Aquel hombre se iba a llevar un buen susto.
Subió las escaleras de nuevo hacia el piso de los yonquis, abrió la puerta y entró. Nada había cambiado. Los dos alzaron la vista al verlo entrar. Los ojos se les salían de las órbitas, tenían la cara enrojecida y las venas se les marcaban en la frente. Agarró por el cuello de la camiseta al mayor y lo levantó del suelo. El tipo forcejeó y trató de hablar bajo la mordaza. Ben lo arrastró hasta la puerta y lo sacó al descansillo. Dejó que la cabeza del chaval se golpeara contra el suelo cuando lo soltó para cerrar la puerta, y volvió a agarrarlo.
—Si crees que voy a llevarte en brazos —dijo—, estás completamente equivocado.
El descenso fue brutal y, tras bajar de morros tres tramos de escaleras de cemento que apestaban a meados, las protestas del joven se habían convertido en sollozos. Ben se lo subió al hombro, miró a un lado y otro de la oscura calle para asegurarse de que no hubiera nadie y lo llevó hasta el taxi.
El taxista ya se había bajado del coche. Su compostura tranquila y relajada se vino un poco abajo cuando vio al prisionero atado y amordazado.
—¿Qué está haciendo? —musitó.
—Efectuar un arresto por parte de un particular. —Ben abrió el maletero del coche y lo metió dentro—. Falta otro.
Unos minutos después, los dos prisioneros estaban ya en el maletero, profiriendo amortiguados gritos de dolor y miedo. Ben consultó su reloj; eran más de las tres de la mañana. Se volvió hacia el taxista.
—Última parada —dijo—. Estos tipos van a ir a la cárcel.
El taxista sonrió y negó con la cabeza.
—Es usted un puto tarado —replicó mientras volvía a ponerse al volante.
—Qué me va a contar —respondió Ben. Se subió al asiento trasero, cerró la puerta y el coche se puso en marcha con la parte trasera un poco más baja de lo normal.
Cuando llegaron a la comisaría de policía, Ben fue al mostrador principal y preguntó por Ramoud, el oficial al cargo del caso de Morgan. Se negó a hablar con nadie más. Tras cierta consternación y muchos murmullos, alguien fue a buscarlo. Cuando Ramoud finalmente apareció por la puerta, parecía sacado de unos dibujos animados: pequeño, gordo y calvo con un traje gris de doble abotonadura.
Ben no dijo gran cosa. Llevó al policía hasta el coche, abrió el maletero y le dejó ver lo que había dentro. Le explicó de qué iba todo aquello, qué había hecho esa gente y dónde podría encontrar las pruebas que lo demostraban. Una condena garantizada.
Los prisioneros fueron sacados del coche y conducidos a empellones al interior de del edificio para tramitar sus detenciones y meterlos en el calabozo. Ben observó cómo se los llevaban. Salió un momento fuera, le dio al conductor un puñado de billetes y las gracias y lo dejó marchar.
Ramoud reapareció y le dirigió a Ben una mirada de curiosidad. Le indicó que lo siguiera y atravesaron laberínticos pasillos iluminados por luces de neón hasta llegar a un pequeño despacho. Ben tomó asiento y el agente le ofreció un café en un vaso de plástico. Estaba tibio y no sabía a nada, pero lo agradeció sobremanera. El cansancio comenzaba a hacer mella en él. Eran las cuatro de la mañana y llevaba mucho tiempo en movimiento.
No puso objeción alguna a decirle su nombre a Ramoud y dejarle ver su pasaporte. No había hecho nada malo ni había infringido ninguna ley. Rellenó un par de formularios, los firmó y fechó y se los dejó al policía sobre el escritorio.
—Tengo algunas preguntas más —añadió Ramoud con una sonrisa.
—Dispare —respondió Ben. Sabía que no sería muy duro con él. La detención no había seguido los procedimientos habituales, pero tenía la sensación de que al jefe de policía no le suponía ningún problema que otra persona hiciera su trabajo. Ben se imaginaba que no tendría muchas ganas de someterlo a un interrogatorio, y así fue. Ramoud bordeó sin demasiadas sutilezas todo el tema de cómo había dado Ben con esa información. Ni siquiera le preguntó qué había en el morral, y Ben tampoco le proporcionó de manera voluntaria ningún dato al respecto. El portátil y la chaqueta eran para Harry y, además, no quería causarles problemas a sus informantes. Barada era lo que era, pero Ben no tenía nada en su contra. Además, el propietario del club nocturno quizá fuera tras Abdou y aquel viejo sinvergüenza no se merecía perder más dedos. Al menos no en esa ocasión.
Ramoud tomaba notas mientras Ben prestaba declaración. De tanto en tanto se detenía, mordisqueaba el extremo final de su bolígrafo, levantaba la vista y formulaba otra pregunta. Las respuestas de Ben eran ridículamente vagas y habrían suscitado las sospechas en cualquier policía europeo, pero Ramoud parecía satisfecho con ellas, así que seguía garabateando en su papel.
Ben sonrió para sí. En ocasiones, la corrupción encontraba su morada.
A las cuatro y media, el agente ya tenía todo el papeleo solucionado y parecía contento. Aseguró con solemnidad a Ben que ya había enviado a sus hombres para que se encargaran de las pruebas y que si eran la mitad de incriminatorias de lo que parecían, esos dos tipos estarían hasta arriba de mierda.
Ben no respondió. Por lo que había oído sobre el historial de brutalidad y torturas de la policía egipcia, tenía la sensación de que los asesinos de Morgan no iban a pasar un rato agradable. No le suponía ningún problema, y era la mejor venganza que podía ofrecer en nombre de Harry Paxton.
—¿Hemos acabado, entonces? —preguntó.
—Puede marcharse. Ha hecho un favor a la ciudad. Le doy las gracias de nuevo.
—Tengo que llamar a un taxi.
—No será necesario. Uno de mis hombres lo llevará a casa.
—Gracias. —Ben miró el reloj. Eran las cuatro y treinta y cinco de la mañana; necesitaba descansar un poco.
—Lleva dos relojes —observó Ramoud.
—Viajo mucho. Diferentes zonas horarias.
—Puede conseguir un reloj que haga todo eso.
Ben sonrió.
—Soy un hombre chapado a la antigua.