Pierre Claudel era un genio en su profesión. En los misteriosos círculos en los que se movía, su nombre era toda una leyenda. Su vida, sin embargo, era como un libro cerrado y prefería que siguiera siendo así.
Con cuarenta y dos años, era uno de los miembros permanentes de la lista de los hombres más adinerados de El Cairo. Era alto y sofisticado, siempre iba bien vestido, de modales impecables y educadísimo. Jugaba al tenis y al polo, disfrutaba con el arte y la buena comida, tenía un palco privado en la ópera, era capaz de recomendar los mejores restaurantes y hoteles de cualquier ciudad del mundo, y rara vez era visto en público sin la última incorporación a la procesión de costosas (pero siempre sumamente reemplazables) mujeres que pasaban por su vida y su cama. Conducía un Ferrari rojo y vivía en una villa de inspiración toscana ubicada en media hectárea de jardines bien cuidados en Hyde Park, una de las zonas más exclusivas de El Cairo.
En cuanto a de dónde provenía todo aquello y la naturaleza de sus negocios, Claudel se mostraba de lo más reservado. Cuando se le preguntaba a qué se dedicaba, esbozaba su encantadora sonrisa, hacía un gesto de modestia con la mano para restarse importancia y respondía que se especializaba en exportaciones culturales. Esa respuesta era lo suficientemente buena para las conversaciones triviales que mantenía con los miembros de los clubes privados más elitistas del país y con las mujeres a las que seducía en las fiestas de la alta sociedad de la ciudad. No necesitaban saber la verdad. Nadie tenía por qué saberla.
Mucho tiempo atrás, en su Francia natal, Pierre Claudel había sido un apasionado estudioso de la arqueología. En su época de estudiante había trabajado con tesón, se había licenciado el primero de su promoción y había sentado las bases de una rutilante trayectoria académica. Había ocupado un puesto de lector en la Sorbona, donde algunos de sus alumnos eran mayores que él. Le había ido bien y se había labrado una vida cómoda, si bien no demasiado lujosa. Conoció a una buena chica, Nadine, y se fueron a vivir juntos. Un utilitario, un perrito, una agradable rutina parisina. Planes de casarse y de formar una familia algún día…
Esa vida habría satisfecho a muchos hombres, pero la mente de Pierre Claudel no funcionaba de esa manera. Quería más. Y en cuestión de un año o dos, empezó a impacientarse.
Entonces, a la edad de veintisiete años, su pasión por la Egiptología le había llevado a su primera excavación en el desierto Occidental y allí le había picado el gusanillo de la aventura. Y se enganchó. De repente se preguntó qué había estado haciendo con su vida. La fortuna y la gloria le aguardaban bajo la arena y él iba a encontrarlas.
Nada más regresar a Francia dio carpetazo a su antigua vida. Dejó el trabajo y a Nadine con una breve nota en la mesa de la cocina. Con todo su mundo metido en una única maleta cogió un vuelo, se plantó en el caluroso suelo egipcio y no volvió a mirar atrás.
El nuevo y reinventado Claudel se instaló en las habitaciones de alquiler más baratas que encontró en El Cairo y comenzó de inmediato a preparar su nuevo negocio con gran entusiasmo. Se convirtió en un profanador de tumbas profesional. Y en menos de un año iba ya camino de convertirse en un hombre muy rico. Todavía recordaba el día en que había ganado su primer millón. Ha sido jodidamente fácil, había pensado.
Y, años después, seguía pensando lo mismo. Era sencillo. Ridículamente sencillo. Era muy bueno en su trabajo y este le había proporcionado grandes satisfacciones.
Le gustaba pensar que su profesión era más antigua incluso que la de la prostitución. Desde que las más tempranas civilizaciones habían empezado a honrar a sus muertos enterrándolos con objetos valiosos, habían existido oportunidades para hombres como él. No era el tipo de idiota al que la policía de antigüedades de Egipto podía atrapar, pala en mano, excavando a los pies de la pirámide escalonada de Saqqara. Los trabajos de Claudel eran sofisticados y hábiles. Y seguros. Se cercioraba de que los tipos que sustraían los objetos jamás supieran para quién trabajaban, mientras que él por su parte jamás se acercaba al desierto. Las vinotecas y los restaurantes de primera y los campos de golf eran los lugares donde llevaba a cabo sus negocios, y encajaban con él a la perfección. La arena caliente era fatal para sus zapatos italianos hechos a mano.
Claudel había viajado a todas partes en el desarrollo de su actividad profesional: Roma, Atenas, Ankara, Beirut, Damasco, Nueva Delhi… todas ellas eran fuentes potenciales de mercancías de primera para él. Pero Egipto se llevaba la palma. Egipto era donde se encontraba lo realmente importante y Claudel no era el único lechón codicioso que intentaba mamar de sus ubres. Todo aquel con algún tipo de conexión intentaba meterse en el negocio. Incluso los agentes gubernamentales encargados de velar por el patrimonio egipcio habían sido pillados amasando enormes fortunas con la venta de objetos a compradores privados en Europa y Estados Unidos. Placas de pizarra faraónicas, cerámica, estatuillas de vidrio y bronce, amuletos, alhajas de oro, cabezas talladas en piedra, tapices, incluso mobiliario… por no mencionar la ingente cantidad de objetos del periodo grecorromano. Había una verdadera avalancha de objetos saliendo del país.
Claudel tenía la cautela de no dejarlos nunca muy cerca de él. No había nada de arte egipcio en su casa, nada con lo que el ministerio de Cultura ni la policía de antigüedades pudiera atraparlo. La policía jamás había llegado a sospechar de él, pero si algún día se presentaran en su puerta, les mostraría encantado su casa. Todo lo que poseía era legal. Nadie podría saber que había pagado su colección de jarrones Ming abriendo un túnel en la pared de una estancia de piedra empleada para albergar objetos en un templo de Karnak y sacando de allí un camión lleno de estatuas. Ni siquiera las había visto. Incluso antes de que fueran suyas ya estaban vendidas.
Lo mismo había ocurrido con el escritorio Luis XV de incalculable valor que tenía en su estudio, un intercambio por una máscara de oro de la dinastía ptolemaica sustraída a una momia en la necrópolis de Deir-el-Banat. Una de sus primeras ventas importantes. Todavía la recordaba bien. Las tumbas se encontraban en buen estado y a poca profundidad, algunas a apenas un metro bajo la superficie. Era ir y cogerlo. Para cuando las autoridades habían hecho acto de presencia, todo lo bueno había volado. Podían quedarse con los huesos y las vendas. A Claudel le eran de poca utilidad los cadáveres viejos y polvorientos.
Y así había continuado la cosa. Quince años después, el negocio iba viento en popa. El apetito por las antigüedades estaba tan en alza como en los viejos tiempos. De tanto en tanto, un avezado egiptólogo reparaba en los objetos robados de las salas de subastas de Christie’s y Sotheby’s y las alarmas se disparaban. En ocasiones el rastro llegaba hasta el origen y rodaban cabezas, en especial cuando los tipos del ministerio de Cultura se unían con la Interpol para dar caza a los deshonestos traficantes. Pero Claudel era demasiado inteligente como para dejar que eso ocurriera. Había desarrollado el sutil arte de crear barreras y documentos para protegerse y, en cualquier caso, casi todas sus transacciones eran con propietarios privados. Los entendidos sin escrúpulos siempre estaban deseosos de expandir sus colecciones, y cantidades vergonzosas de dinero cambiaban de manos, incluso a pesar de que muchos de esos objetos jamás podrían mostrarse abiertamente.
Así, Pierre Claudel era un hombre con casi todo en la vida. Pero estaba en su naturaleza el querer más, siempre había sido así. Salía todas las mañanas a su balcón con una taza de espresso y contemplaba desde allí el lejano desierto. Las arenas seguían ocultando muchos secretos. Fortunas inimaginables. Ansiaba un gran hallazgo, uno con el que pudiera retirarse. Alguno de los legendarios tesoros del Antiguo Egipto aún no descubiertos como la legendaria tumba de Imhotep, uno de los más tempranos e influyentes mandatarios de la nación, un hombre que durante mucho tiempo se pensó que ni siquiera había existido. Ejércitos de arqueólogos e historiadores habían escudriñado durante años el desierto en busca de ese inalcanzable botín. Si pudiera hacerse con algo de esa magnitud delante de sus narices, menudo golpe maestro sería. Algo así le daría para vivir el resto de su vida sin estrecheces… y para veinte vidas más.
A veces permanecía despierto por las noches imaginándoselo.
Entonces, un día a finales de septiembre, siete meses atrás, Claudel había recibido la llamada telefónica que le había cambiado la vida.
En cuanto había oído la voz del hombre al otro lado de la línea había sabido que aquello era un asunto muy serio. Por lo general habría colgado de un golpetazo el teléfono o habría exigido saber cómo había obtenido su número privado. Pero su instinto le había aconsejado lo contrario y había escuchado lo que aquel hombre le tenía que decir.
Como resultado de la llamada, habían acordado reunirse. No en la ciudad, sino en el desierto. El hombre había insistido en ese aspecto. A Claudel no le gustaba la idea, pero su instinto volvió a decirle que fuera. Así que había conducido hasta allí, solo, tal como le habían indicado. Había sido un largo, caluroso y polvoriento viaje. El punto de encuentro era una ubicación que conocía de años atrás, una que nunca había considerado que mereciera la pena volver a visitar. Los restos que aquel templo solitario en ruinas tenía que ofrecer habían sido saqueados siglos atrás. En la actualidad se cernía allí, medio sepultado por la arena, a la sombra de una imponente escarpadura y a kilómetros de cualquier lugar.
Cuando había parado el coche y salido al sol abrasador, Claudel había tenido la sensación de que lo estaban observando desde la escarpadura. El tiempo había transcurrido. Había caminado de un lado a otro, mirando su reloj con impaciencia. El calor del sol le estaba levantando dolor de cabeza. Ya no estaba acostumbrado a soportarlo. Había estado a punto de marcharse cuando cuatro todoterrenos habían aparecido por entre la reluciente calina y habían surcado las dunas en su dirección.
Se había llevado las manos a los ojos para protegerse del sol mientras observaba cómo se acercaban. Los diez hombres que bajaron de los polvorientos vehículos no eran del tipo con el que hacía negocios de manera habitual. La mayoría parecían exsoldados, o mercenarios. Nadie sonreía. Varios de ellos llevaban armas automáticas colgando del hombro. Claudel no trataba por lo general con armas en el desempeño de su trabajo y no le gustaban demasiado. Estas tenían un aspecto siniestro: cargadores curvados, culatas plegables y una brutal apariencia militar. Tenían marcas y estaban desgastadas del uso, y no pudo evitar preguntarse a cuánta gente habrían disparado con ellas.
Pero era demasiado tarde para huir. Se había comprometido. A qué, aún no lo sabía.
Habían inmovilizado a Claudel contra el coche y lo habían cacheado en busca de armas y micrófonos.
—Cuidado con el traje —había protestado.
—Está limpio —fue la conclusión del alto con barba. Lo habían soltado y él se había sacudido la ropa con indignación. Los hombres señalaron hacia uno de los jeeps y fue entonces cuando Claudel vio al undécimo hombre, el que se había quedado atrás, sentado en el asiento trasero del coche, fumando, observándolos en silencio desde la distancia.
El hombre había bajado del vehículo y había echado a andar por la arena. Tenía el rostro alargado y enjuto y considerables entradas en su cabello oscuro y rizado. Vestía unos pantalones caqui y una camisa holgada que se hinchaba con la cálida brisa. La culata de goma negra de un arma sobresalía de una funda marca Cordura en su cadera. Llevaba un maletín no muy ancho en su mano izquierda. Era de complexión delgada, no demasiado alto, y su físico no resultaba imponente ni intimidante. Pero rezumaba un aire amenazante que parecía provenir de algún lugar de aquellos profundos y oscuros ojos.
Claudel había mirado en el interior de aquellos ojos y no había sido capaz de saber en qué estaba pensando ese hombre. Y eso lo asustó por encima de todo lo demás. Algo le dijo que aquellos ojos habían visto cosas que no alcanzaba siquiera a imaginar. En ese hombre no había ni rastro de amabilidad o humor o compasión. Incluso el resto del grupo se había apartado notoriamente de él cuando este se había pasado junto a ellos.
El hombre se había colocado delante de Claudel. Con las piernas separadas y las botas firmes en la arena lo había mirado impasible.
—Mi nombre es Kamal —dijo con una voz suave, casi amable.
Claudel notó cómo el resto de los hombres lo observaban. El fornido con la gorra de béisbol, el de aspecto menos amenazador, miraba con nerviosismo a Kamal. Otro, un tipo con aspecto de hurón y cabeza afeitada que llevaba un cinturón de munición alrededor del torso, estaba toqueteando su arma.
Entonces Kamal le había hecho señas a Claudel y había echado a andar hacia la sombra de las rocas. El francés lo había seguido, notando cómo le caía el sudor de las sienes, no solo del calor. Le dolían la espalda y el cuello de la tensión. Temía que en cualquier momento fueran a dispararlo. Multitud de pensamientos se agolpaban en su cabeza conforme caminaba. ¿Qué había hecho? ¿Había ofendido a alguien? ¿Se había entrometido en los intereses de alguien importante?
Pero entonces Kamal había hecho algo inesperado. Se sentó en un hueco entre las rocas y le indicó a Claudel que se uniera a él.
—Sé quién eres y a qué te dedicas. Puedes ayudarme.
Claudel se sentó sobre una piedra.
—No sé qué es lo que quieres.
—Quiero enseñarte algo.
Entonces Kamal había abierto el maletín. En su interior había un sobre manila. Se lo pasó. Claudel frunció el ceño, miró en su interior y vio que contenía una serie de fotografías en color.
Kamal lo observaba expectante. Claudel lo miró con gesto de perplejidad y comenzó a hojear las imágenes. Mostraban una losa de piedra, antigua y picada, repleta de jeroglíficos cubiertos de polvo de arena.
—¿Puedes descifrarlos? —preguntó Kamal en voz baja.
Claudel asintió distraído. Ya estaba inmerso en su lectura. Sintió cómo un gélido hormigueo le recorría el cuello hasta la columna vertebral conforme sus ojos procesaban las líneas de símbolos y los convertían en palabras. De repente apartó la vista de ellos y miró a Kamal.
—¿Dónde has…?
—Lee —dijo Kamal, interrumpiéndolo.
El miedo de Claudel había ya desaparecido. Siguió leyendo.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Kamal.
Claudel estudió de nuevo los jeroglíficos unos instantes mientras intentaba condensar su significado.
—«Amón está satisfecho» —empezó a leer despacio y en voz alta—. «El hereje de Amarna será negado y los tesoros devueltos al lugar al que pertenecen».
Kamal sonrió.
—Un hombre instruido. Necesitaba que me lo tradujeras.
Pero Claudel no estaba escuchando. Aquel frío hormigueo estaba intensificándose y tornándose en una excitación y emoción que empezaba a dejarle sin respiración.
El hereje de Amarna será negado.
El francés no pudo disimular el temblor que hizo que la foto de su mano se agitara.
No podía ser. Amarna, la ciudad de Akenatón. El faraón hereje. La antigua historia de los tres sumos sacerdotes que lo desafiaron. Claudel sabía sobre qué versaba. Un tesoro. Un hallazgo triunfal.
Pero solo era una leyenda. Un mito. Descartado por todos y cada uno de los egiptólogos del mundo por fantasioso y ridículo.
¿Podía ser cierto después de todo? Seguro que no.
Pero ¿y si lo fuera?
De repente se sintió como un colegial. Esta podía ser su oportunidad. El golpe maestro que había estado esperando. El mayor descubrimiento de su carrera. Quizá el mayor botín de la historia. Incluso si solo la mitad de esas leyendas desacreditadas fueran ciertas, sería como volver a encontrar la tumba de Tutankamón. Y más.
Alzó la vista y se encontró con los ojos de Kamal.
—Es increíble.
Kamal sonrió satisfecho.
—Eso es lo que dijo el otro hombre.
Claudel frunció el ceño.
—¿Qué otro hombre?
—Eres la segunda opinión que pido. No te lo tomes como algo personal.
Claudel se puso tenso del miedo.
—¿A quién más se lo has contado?
—A un conservador del museo Egipcio —dijo Kamal—. Le hicimos una visita a su casa anoche.
—¿Qué? —exclamó Claudel horrorizado—. ¿A quién?
—A Beng.
—¿Le hablaste a Beng de esto?
—No te preocupes. No se lo dirá a nadie.
—¿Por qué no? —Incluso mientras lo decía, Claudel supo que era una pregunta estúpida.
—Porque he decidido que no me gusta —respondió Kamal. Lo dijo como si nada, totalmente relajado y recostado sobre las rocas. Pero Claudel captó la expresión de sus ojos.
Eso le inquietó, pero solo unos instantes. Nada podía apartar sus pensamientos de aquello.
Claudel siguió leyendo y de repente lo miró boquiabierto.
—¿Qué es lo que dice? —dijo Kamal.
—¿Beng no te lo contó?
—Lo hizo. Pero me gusta oírlo. Y necesito saber que eres capaz de ayudarme antes de decidir si hacerte mi oferta.
—¿Qué oferta?
—Léemelo —le pidió Kamal con irritación.
Claudel recorrió con su tembloroso dedo las líneas de símbolos. Era una prueba, y lo sabía. Esos tipos eran más que capaces de dejarlo allí si no quedaban satisfechos. Pero al mismo tiempo eso apenas si parecía importarle. Todo lo que importaba era la foto de los antiguos jeroglíficos que sostenía en sus manos.
—Habla de… riquezas incalculables —había dicho balbuceante—. Oro y otros tesoros, más de los que los hombres pueden imaginar. Y un botín cien veces mayor. No, espera. Me he equivocado. —Se mordió el labio mientras contemplaba la imagen fijamente—. Mil veces mayor. —Alzó la vista, perplejo. La emoción lo embargaba por momentos—. ¿Mil veces mayor que qué?
—Que el que ya hemos encontrado —respondió Kamal como si nada. Hizo una señal a los demás—. Fekri, Naguib. Traedlo aquí.
Dos de los hombres habían corrido hacia el jeep de Kamal y habían sacado algo del asiento del copiloto. El objeto medía casi un metro de largo y estaba envuelto en una arpillera. Los hombres no parecían débiles, pero el esfuerzo se reflejaba en sus rostros cuando lo llevaron hasta allí. Sus fusiles repiquetearon contra sus espaldas al vérselas con tan pesado objeto. Kamal hizo otro gesto y lo dejaron en el suelo. Se levantaron resollando y se limpiaron el sudor de las manos en los pantalones.
Entretanto Claudel había estado contemplando aquel objeto. ¿Qué demonios…?
—Destápalo —había ordenado Kamal.
El francés se había acercado con cautela, había cogido el extremo de la arpillera y había tirado de ella. La arpillera cayó al suelo.
El sol relució sobre el objeto. Claudel se sintió como si lo hubieran bañado en una luz dorada. Soltó un grito ahogado, parpadeó, se frotó los ojos y ahogó un nuevo grito. No podía ser verdad.
Pero lo era. Estaba contemplando la reluciente estatua de Bastet, la deidad felina. La estatua conformaba una imagen de lo más surrealista allí, entre arena y piedras. Extendió una temblorosa mano. No era un baño dorado. Era de oro macizo. Unos quinientos kilos. La acarició sobrecogido. La mayor pieza individual de oro que había tenido cerca. Y si estaba en lo cierto respecto a lo que era, nadie la había contemplado en más de tres mil años.
La famosa serenidad de Claudel se esfumó por completo en ese instante. Se arrastró alrededor de la estatua en cuclillas. Ya no le importaba echar a perder su traje. Mientras daba vueltas alrededor de tan increíble objeto, recorriendo frenéticamente con sus dedos el suave, brillante y frío oro, Kamal le contó dónde lo había encontrado. Le habló del fuerte beduino abandonado y perdido en océanos de arena. Del pozo seco. De la cámara de piedra enterrada con la que aquellos que excavaron el pozo no habían dado por escasos centímetros. De cómo había dejado parte al descubierto cuando había disparado al hombre que se hallaba en el fondo del pozo. Lo relató con calma, de manera objetiva, como si nada. Como si hubiera sido su destino encontrarlo.
Kamal señaló a la reluciente estatua.
—Y esto que he traído para enseñarte es tan solo una muestra. Había suficiente como para llenar una camioneta. Somos ricos.
Claudel se limpió el sudor de los ojos. ¿Y los jeroglíficos hablaban de riquezas mil veces mayores?
Kamal señaló al francés.
—Y ahora tú vas a ayudarme a hacerme más rico.
Claudel soltó una risotada amarga.
—¿Y luego qué? ¿Acabo como Beng?
—Solo si me decepcionas —declaró Kamal—. O si intentas pasarme por encima o mentirme. Soy una persona razonable.
Claudel había mirado entonces por encima de su hombro a los hombres que tenía detrás. Su mirada se detuvo unos instantes en las armas.
—Estoy seguro —había murmurado.
—Y no estoy interesado en tesoros culturales —prosiguió Kamal—. Tan solo quiero el dinero. Tengo mis propios planes. —Se inclinó hacia delante y miró a Claudel a los ojos. Había algo hipnotizador en aquella mirada—. Así que esta es mi oferta. —Prosiguió—: De ahora en adelante trabajas para mí. Necesito que alguien se encargue de comerciar con los objetos robados. Te valdrás de tus contactos para colocar los objetos que encontremos y te ocuparás de que los fondos sean ingresados en una cuenta suiza. Tendrás toda la información necesaria. —En ese momento había hecho una pausa para mirar a Claudel con fiera intensidad—. Y luego iremos a encontrar el resto del tesoro. Tú y yo, socios.
Claudel se había limitado a mirarlo boquiabierto.
—Es tu decisión —había dicho Kamal—. O cerramos un trato o mueres aquí, hoy. No es nada personal. Son negocios, ya sabes.
Tras ellos, uno de los hombres había quitado el seguro a su arma. El sonido metálico había roto el silencio y había hecho que Claudel se estremeciera.
—Oh, creo que tenemos un trato —había dicho.
Ahora, siete meses después, Pierre Claudel seguía sin poder olvidar ese día en el desierto. Y jamás lo haría.