La sensación de soledad seguía presente en Ben cuando se levantó pronto a la mañana siguiente. Se sentó en la cama y observó cómo el sol rompía el azul y plano horizonte y empezaba a trepar por el liviano cielo. El mar estaba un poco más agitado y se percibía una ligera sensación de movimiento conforme el yate ascendía y descendía con el oleaje.
Unos minutos después salió de la cama y se obligó a hacer tres series rápidas de flexiones sobre la mullida alfombra. Le ayudaron a calmar y centrar su inquieta mente, pero no lo suficiente. Caminó de un lado a otro de la antesala y la opulencia del lugar empezó a resultarle casi opresiva. A continuación fue a darse una ducha en el enorme baño de la habitación. Cuando salió vio que había un albornoz azul oscuro y se lo puso, se miró en el espejo y se percató de que el nombre del yate estaba cosido con hilo dorado en el lado derecho. Salió del baño y se dejó caer en la cama.
Vaya situación. Cerró los ojos e intentó vaciar su mente, pero no estaba funcionando. Cogió su Omega de la mesilla de noche y se lo puso. Vio que pasaban las ocho de la mañana. Fue hasta el teléfono y marcó el número del despacho en Normandía. Se esperaba que fuera Jeff quien respondiera, pero la voz que lo saludó al otro lado de la línea fue la de Brooke.
—Sigues allí —dijo Ben.
—Estás perdiendo facultades, Hope. Voy a estar aquí unos días. Te lo dije, ¿recuerdas?
Cierto.
—Lo siento —murmuró.
—Esperaba que regresaras hoy.
—Imposible.
—¿Dónde estás?
—Sigo en Italia. Pero no estaré mucho más tiempo.
—¿Volverás mañana?
—No. Por eso llamaba. Voy a otra parte.
—Qué misterioso. ¿Puedo saber adónde?
—A El Cairo.
Brooke no respondió al instante.
—¿Por qué?
—Mejor no preguntes.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé —respondió con sinceridad.
—Estás comportándote de un modo un tanto extraño, Hope.
—Lo sé, lo siento. No puedo hacer nada al respecto.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Brooke. Parecía preocupada.
—No pasa nada. Dile a Jeff que volveré lo más pronto que pueda.
—Estoy preocupada por ti —dijo—. Háblame, Ben.
—No tienes de qué preocuparte. Nos veremos pronto.
Una vez hubo concluido la llamada, se vistió y fue a la cubierta. Una parte de él confiaba en que Zara estuviera ahí, pero la otra lo temía.
En la cubierta de popa inferior habían preparado la enorme mesa para el desayuno. El aroma a café recién hecho flotaba en la brisa del mar. Había una cesta llena de cruasanes calientes y pains au chocolat, y una jarra con zumo de naranja relucía con el sol. Zara no estaba allí.
—Mi mujer me ha pedido que la disculpes —dijo la voz de Paxton tras Ben—. Tenía una cita con el dentista a primera hora y no podrá unirse a nosotros. Me pidió que te dijera adiós de su parte.
Ben se volvió.
—Buenos días, Harry.
Paxton estaba sonriendo.
—¿Dormiste bien? Espero que el ruido del helicóptero no te despertara.
—Dormí bien, gracias —dijo Ben—. ¿Cómo fue tu reunión de negocios?
—Salió muy bien. —Paxton señaló hacia la mesa—. Por favor, siéntate. Desayuna algo. Puedo pedirle al chef que te prepare beicon, huevos, lo que quieras.
—Así está bien, gracias, Harry. —Ben cogió un cruasán y se echó café en su taza.
Conversaron un poco mientras Ben desayunaba.
—Todavía no sé cómo darte las gracias por lo que vas a hacer por mí. —Paxton sonrió. La tristeza de su voz tenía cierto deje afectuoso—. Tienes reservado un billete con Swiss International Airlines que saldrá de Niza a las once. Hay algunos detalles que me gustaría comentarte. Cuando hayas terminado de desayunar, ¿podrías bajar a la biblioteca?
Ben dejó en la mesa su taza vacía.
—He terminado. Vayamos.
Lo primero en lo que se fijó cuando entraron en la biblioteca fue en el maletín que había sobre la mesa. Paxton fue junto a él, sacó una carpeta y se la pasó a Ben.
—Estos son todos los detalles —dijo mientras Ben examinaba su contenido—. La dirección del apartamento alquilado por Morgan en El Cairo. Una copia del informe forense y mi correspondencia con el departamento de homicidios, si es que sirve de algo. Los billetes podrás recogerlos en el aeropuerto. —Paxton sacó un grueso sobre del maletín. Se lo pasó a Ben.
—¿Qué es esto?
—Para tus gastos —dijo Paxton.
Ben miró el interior del sobre.
—Trescientas mil libras egipcias —dijo Paxton—. Equivalen aproximadamente a unos cuarenta mil euros.
—Es demasiado, Harry. Quita parte.
Paxton negó la cabeza con vehemencia.
—Quédatelo, por favor. Gasta lo que estimes y, lo que sobre, cámbialo a la divisa que necesites y guárdatelo para ti.
Ben se encogió de hombros.
—Si insistes.
—Por supuesto.
Ben recorrió con la mirada la fila de fotos del aparador. Se saltó una de Zara en bañador sentada junto a una piscina de algún lugar exótico. A su lado había una foto de Morgan.
—Me sería útil tener una foto de él —dijo Ben—. Reciente, para que pueda preguntar por ahí. Quizá sirva para refrescarle la memoria a alguien.
Paxton cogió una y se la dio.
—Esta fue tomada la última vez que lo vi, justo antes de que se marchara a El Cairo. Una de las pocas veces que se quedó con nosotros en el yate.
Ben miró la foto. En ella Morgan estaba sentado en el comedor del Scimitar, con gesto incómodo, sosteniendo una copa de champán. Llevaba una fina chaqueta de color blanco con rayas azules. Se percató de que un reloj de oro macizo sobresalía extravagantemente de la manga. Resultaba incongruente en él.
—Un artículo caro —observó—. ¿Fue el que llevó en el viaje? Mencionaste que se lo habían robado.
Paxton asintió con tristeza.
—Un Rolex Oyster. Siempre lo llevaba. Fue un regalo de su madre. Tenía grabada una inscripción. Para él era muy valioso.
—Y muy tentador para un ladrón.
—Lo sé. Morgan no era muy avispado. Los académicos viven en su propio mundo. Le advertí sobre el reloj, le aconsejé que lo dejara aquí para que yo se lo guardara en la caja fuerte. Pero no quiso escucharme. —Paxton soltó el aire tembloroso—. Debería haber sido más insistente. Dejé que se marchara y se convirtiera en un blanco fácil para los maleantes. Fue culpa mía.
Ben deseó no haber mencionado el reloj.
—No te castigues, Harry. También podían haber ido tras su cartera, su ordenador, su móvil, incluso sus zapatos. Era un turista occidental adinerado. Ocurre a menudo. La gente muere asesinada por mucho menos. —Agitó la foto—. ¿Puedo llevármela?
—Cógela —dijo Paxton—. Tengo una copia.
Ben sacó la foto del marco y la metió en la carpeta junto con los otros papeles. No era gran cosa, pero ya estaba empezando a hacerse sus composiciones. Guardó la carpeta en su morral y lo cerró.
—Estoy listo.
Paxton parecía satisfecho.
—Bien. Habrá un taxi esperándote en Porto Vecchio que te llevará al aeropuerto.
Cuando Ben estaba a punto de marcharse, Paxton, de manera repentina e inesperada, lo abrazó. Ben pudo sentir la tensión del cuerpo de Harry.
—Quiero a mi mujer, Ben —dijo Paxton en voz baja.
Ben retrocedió al oír las palabras pero intentó disimular.
—Lo sé, Harry.
—Soy demasiado mayor para ella. Ni siquiera sé qué es lo que ve en mí. Pero la quiero más que a nada. Es todo lo que me queda en el mundo.
Ben se limitó a asentir.
Paxton le dio una palmada en la espalda, se apartó y se secó una lágrima. Recuperó la compostura con rapidez.
—Esperaré tu llamada, entonces.
—Estaremos en contacto.
Ben se bajó de la lancha en Porto Vecchio y se metió en el taxi que estaba esperándolo. Cuarenta y cinco minutos después se encontraba de nuevo en el aeropuerto internacional Niza Costa Azul. Sacó su bolsa del maletero del taxi y se dirigió por el aparcamiento a la terminal de salidas.
Deseó estar a punto de coger un avión para regresar a Normandía y no ir a embarcar en un vuelo para Ámsterdam y a continuación El Cairo. Se sentía atrapado. Pensó en Brooke y en Jeff y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento. Los sentía muy lejanos. De repente se percató de lo mucho que los echaba en falta.
Llevaba medio aparcamiento recorrido cuando el sonido de un coche acercándose a gran velocidad le hizo volverse. El BMW Roadster de Zara iba directo a él. El coche se detuvo en seco a menos de cinco metros de donde se encontraba Ben y la puerta se abrió. Zara salió del coche y corrió hacia él. Su rostro estaba tenso.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Ben, desconcertado.
—No podía dejar que te marcharas sin verte de nuevo.
—¿Me has seguido desde San Remo?
—Tenía que despedirme. Lamento haberme marchado así anoche. Fue una estupidez por mi parte.
—Fue lo mejor.
—Lo que dije era verdad. Lo de que te quería. Te quiero. Quiero que estemos juntos. Encontraré la manera, una que no haga daño a Harry.
—No hables así. No puedo escuchar esto. No está bien.
—Sabes que sí está bien —replicó ella—. Los dos lo sabemos. —Lo abrazó con fuerza. Ben le acarició el pelo mientras Zara pegaba su rostro al de él. Su lucha interior lo estaba matando, pero cedió al beso. Siguieron abrazados durante algunos segundos, hasta que Ben se apartó a regañadientes y dijo con la voz quebrada:
—He de irme. Voy a perder el vuelo. Tengo asuntos de los que encargarme.
—Quédate conmigo. Coge el siguiente vuelo.
—Sabes que no puedo hacer eso.
Zara le acarició con dulzura la mejilla.
—Cuídate.
—Tú también —dijo Ben.
—¿Cuándo volveré a verte?
—No lo sé. —Se dio la vuelta con gran esfuerzo.
—Llámame —dijo Zara cuando él echó a andar—. Prométeme que me llamarás.
Ben quería darse la vuelta y abrazarla de nuevo, estar con ella, llevarla a algún sitio donde pudieran estar a solas. Pero siguió caminando. Justo antes de empujar las puertas del edificio de la terminal, miró hacia atrás. Ella seguía allí, junto a su coche, una figura triste en la distancia. Le dijo adiós con la mano. Ben suspiró y entró en el edificio.
Al otro lado del aparcamiento, dos hombres habían estado sentados en el interior de un coche observándolo todo. El conductor había estado a punto de bajarse del vehículo para seguir a su objetivo al interior del aeropuerto y averiguar así qué vuelo iba a tomar.
Entonces había aparecido el BMW y la mujer de Paxton había salido de él. El hombre había vuelto a meterse en el coche para evitar ser visto.
Se volvió para mirar a su compañero, en el asiento del copiloto, que llevaba un collarín blanco.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué demonios está haciendo?
El copiloto observó con preocupación cómo Zara Paxton abrazaba al objetivo.
—Santo Dios —gimió—. No tenía que implicarse emocionalmente con él. —Miró a su compañero y se estremeció del dolor al girar la cabeza—. ¿Crees que le ha contado algo?
El otro suspiró.
—No lo sé. Confiemos en que no nos joda el plan.