No intercambiaron palabra alguna mientras Ben conducía de regreso a su hotel. Aparcó el coche y llevó a Zara a su habitación. No se preocupó de si alguien los seguía. Era algo de lo que se podría ocupar en otro momento.
Se sentó en la cama y escuchó el sonido de la ducha. Se llevó las manos a la cabeza, la tenía empapada, pero le daba igual. Se sentía terriblemente mal.
—De todas las mujeres del mundo —murmuró para sí—, tengo que ir y enamorarme de esta.
«Enamorarse». Lo había dicho. La palabra le golpeó como un puñetazo en el estómago.
El amor no era un sentimiento que Ben experimentara con frecuencia y por lo general se habría echado a reír ante la mera mención del amor a primera vista. Pero, aparte de lo insensato que aquello le pareciera, sabía que eso era lo que había sucedido. No había otra manera de decirlo. No tenía sentido negarlo. Ni tampoco tenía sentido intentar entenderlo. Había algo en ella que lo volvía loco con solo pensar en tenerla tan cerca.
Oyó que Zara cerraba la ducha y un segundo después el zumbido del secador. Cerró los ojos y se recostó en la cama. Tras un par de minutos la puerta del baño se abrió y Zara salió cubierta por un albornoz blanco. Caminó hacia la ventana, evitando mirarlo, y se quedó allí, dándole la espalda. Él se incorporó. Lo único que quería hacer era abrazarla, besarla. Pero contuvo las ansias y se giró para coger una bebida del minibar. Habría resultado tan sencillo dejar que pasara… Pero no podía ocurrir, eso era zona prohibida. Tenían que regresar juntos al yate y mirar a Paxton a la cara en la cena y no había forma alguna de que Ben pudiera hacerlo sabiendo que había sucumbido a sus sentimientos.
Tras un rato, la ropa de la chica (que había colocado sobre el radiador del baño) se había secado más o menos. Se cambió y se cepilló el pelo mientras Ben se secaba a toda prisa el suyo con una toalla y se ponía una camisa seca. Bajaron las escaleras en completo silencio. Ben pagó la factura del hotel y se dirigieron al coche.
Thierry los esperaba en el embarcadero con la lancha motora. Estaba empezando a anochecer para cuando subieron a bordo del Scimitar.
Cuando accedieron a la cubierta, Harry Paxton estaba junto al pasamanos observándolos. Cuando vio el morral en la mano de Ben, su rostro esbozó una sonrisa.
—Mira a quién me he encontrado en la ciudad —le dijo Zara a su marido—. Nos vimos en esa pequeña librería. ¿No te parece una extraordinaria coincidencia, Harry?
Ben se estremeció para sus adentros por la manera en que lo había dicho. Había dado demasiadas explicaciones. No era muy buena mintiendo.
Pero Paxton no pareció percatarse. Fue todo sonrisas y amabilidad cuando le dijo a un miembro de la tripulación que cogiera la bolsa de Ben y lo llevara a su camarote de la cubierta inferior.
El camarote se parecía más a la suite de un hotel, un apartamento de tres habitaciones con paneles de lustroso nogal, alfombras persas y mobiliario antiguo. Pero a Ben le hacía pensar en una jaula dorada y tampoco le emocionaba la perspectiva de tener que cenar con Paxton y Zara. Mató algo de tiempo en el enorme camarote, hojeando con desgana algunas de las revistas sobre yates que había en la mesa de centro. El aparador de bebidas del salón del camarote estaba bien aprovisionado, con vinos de reserva, coñac y whisky puro de malta. Se llenó un vaso de cristal con Glenmorangie y se sentó a beberlo, mirando a la nada e intentando con todas sus fuerzas sacar a Zara de sus pensamientos. A continuación se duchó y se afeitó rápidamente, rebuscó en su morral y se puso la única ropa limpia que le quedaba, unos vaqueros negros y un jersey de cuello vuelto del mismo color.
Media hora después alguien llamó con los nudillos a su puerta y el mismo miembro de la tripulación le informó de que la cena estaba lista.
El enorme comedor era tan opulento como el resto del lujoso yate. Paxton lo saludó. Llevaba una camisa con el cuello abierto y unos pantalones grises.
—Es algo llamativo, lo sé —dijo señalando a su alrededor—, pero cuando tu negocio consiste en convencer a multimillonarios del petróleo y a magnates japoneses de que se desprendan de su dinero, necesitas causar una buena impresión. Mis clientes esperan lo mejor.
Había tres servicios dispuestos en la alargada y bruñida mesa de comedor. Paxton le señaló a Ben la cabecera.
—Eres nuestro invitado de honor.
Ben se sentó y contempló el despliegue de cubiertos de plata y relucientes copas de cristal que tenía ante sí. Una puerta se abrió y Zara entró al comedor. Estaba impresionante con un vestido de cachemira gris con un corte diagonal a lo largo del hombro. Llevaba el cabello recogido con algunos rizos sueltos y un sencillo pero elegante collar de oro. Ben intentó con todas sus fuerzas no mirarla cuando recorrió el largo de la mesa y se sentó enfrente de su marido.
El servicio dispuso el primer plato, pasta con marisco. Paxton cogió una botella de Pouilly-Fumé de una hielera y sirvió a los tres.
—Quiero darte las gracias de nuevo por decidir ayudarme —le dijo a Ben—. No sabes lo que significa para mí.
Ben le dio un sorbo al vino.
Zara estaba evitando mirarlo. Levantó su copa y derramó algo de vino en el mantel.
—¿Te encuentras bien, querida? —preguntó Paxton preocupado—. Pareces algo absorta.
—No es nada —adujo ella—. Siempre me duele la cabeza después de una tormenta.
Paxton pareció sorprendido.
—Si te encantan las tormentas.
Zara se sonrojó un poco.
—Estoy bien. Se me pasará.
Comieron. La conversación fue más bien escasa y Paxton evitó hacer mención alguna a Morgan. A Ben se le acabaron pronto los temas triviales. Zara permanecía en silencio, jugando con su comida. El servicio recogió los platos y el buey Wellington llegó en una bandeja de plata.
En un momento dado Zara dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. Se limpió los labios, apenas rozándolos con la servilleta y echó hacia atrás la silla.
—Lo lamento de veras, pero tendréis que perdonarme. El dolor de cabeza va a más y tengo que tumbarme.
Paxton ya estaba de pie, preocupado por ella.
—Cómo no lo has dicho antes, querida. Ve a descansar. Deberías tomarte un analgésico.
Ben se quedó a solas unos minutos mientras Paxton acompañaba a Zara a la habitación. Sabía que estaba mintiendo, él también se habría inventado cualquier excusa para escapar de aquel ambiente si pudiera. Y resultaba tan obvio lo mucho que a Paxton le importaba su mujer que eso lo hizo sentirse incluso peor que antes.
Estaba casi agradecido de marcharse a El Cairo al día siguiente para vengar a un hombre al que jamás había conocido.
Paxton regresó unos minutos después y se disculpó una y otra vez por haber desatendido a su invitado. Terminaron de cenar y el antiguo coronel invitó a Ben a una sala contigua que parecía un salón del palacio de Versalles. Le ofreció un brandy y se sentaron a hablar del negocio de los yates.
Cuando Ben se cansó de esquivar el asunto principal, dijo:
—Tenemos que hablar de El Cairo.
Paxton miró su reloj.
—Me temo que tendrá que ser mañana. Tengo un compromiso esta noche. Viene un helicóptero a recogerme para una reunión de negocios en Mónaco. Uno de mis clientes más excéntricos, una estrella de Hollywood que piensa que todo el mundo tiene que ir a él. Y por supuesto que lo hacemos. —Paxton sonrió forzadamente—. Siéntete como en casa. Podemos hablar por la mañana. Te contaré todo lo que necesites saber.
Paxton se marchó minutos después y Ben oyó cómo el helicóptero aterrizaba y despegaba. Estaba contento de estar a solas, a pesar de la agitación de sus pensamientos. Se recostó en el sillón y se tomó otro vaso bien colmado de brandy para intentar relajarse. Pero no estaba funcionando.
Deambuló por el laberinto de pasillos, observando las filas de puertas relucientes de madera. Se preguntó dónde estaría Zara.
Ya en su camarote, cogió la botella de Glenmorangie y un vaso, se sentó en el sofá, apuntó con el mando a distancia a la enorme pantalla que había en la pared y zapeó por docenas de canales de pago antes de dejar una estúpida película sobre zombis que vio un rato sin demasiado interés. Al final apagó la tele y permaneció sentado en la oscuridad. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza como si de voces discutiendo se tratara.
No está bien que Paxton me pida que haga este trabajo por él. No conozco a los hombres a los que se supone que tengo que matar. No me han hecho nada. No tengo motivos personales para hacerles daño.
Pero solo es un trabajo. Ya lo has hecho antes.
No de esta manera. No desde el ejército. Juraste que jamás volverías a hacerlo. Dejaste de luchar las guerras de otros y de matar a los enemigos de otros.
¿Estás intentando justificar tus sentimientos por la mujer de este hombre? Quieres estar con ella, arrebatársela. Así que estás buscando excusas.
Siguió así, argumento tras contraargumento, hasta que se sintió exhausto. La cuestión era que estaba allí, y el hecho de estar allí, pasando la noche a bordo, significaba lo mismo que darle su palabra a Paxton. Le gustara o no, se había comprometido.
Oyó un ruido y se incorporó de un brinco, repentinamente alerta. Permaneció atento. Nada. Tan solo el susurro de las olas al golpear los costados de la embarcación.
Pero entonces lo oyó de nuevo. Unos nudillos tocando con delicadeza la puerta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con un hilo de voz.
Una rendija de luz apareció en la entrada y esta fue ensanchándose hasta que pudo ver a una figura allí. Era Zara.
Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. La luz desapareció y se sumió en las sombras. Ben vio cómo su forma oscura avanzaba en silencio hacia él hasta colocarse delante del parche de la luz de la luna que se filtraba por el ojo de buey.
—Zara, no puedes estar aquí —susurró Ben.
—Tenía que venir —dijo mientras se sentaba a su lado en el sofá. Se acercó a él y Ben pudo oler su perfume—. Necesito estar cerca de ti.
—¿Por qué? —preguntó Ben titubeante.
—Creo que estoy enamorándome de ti.
—No digas eso.
—Es la verdad. No puedo evitarlo.
—Harry te quiere —dijo—. Lo he visto.
—Entre Harry y yo todo ha terminado. Terminó hace meses. —Soltó un suspiro—. A veces las cosas no funcionan. No es culpa de nadie.
—Si lo supiera…
—Lo sé. Le destrozaría. Pero tú sientes lo mismo, ¿verdad?
Ben no fue capaz de responder.
—¿Verdad? —repitió Zara con algo más de apremio. Su mano se deslizó sobre la de Ben y se acercó más a su lado. La calidez de su cuerpo hizo que se le acelerara el corazón.
Ben no habló.
—Lo sientes, ¿verdad? Sé que es así.
Entonces lo besó y Ben pudo sentir que se aceleraba la respiración.
—Harry no volverá hasta dentro de unas horas —le susurró, separándose de su abrazo. Rodeó el cuello de Ben con sus brazos y se acercó para besarlo de nuevo.
Ben le cogió la muñeca con delicadeza y la apartó. Ella se lo quedó mirando con dolida sorpresa.
—Ya te he dicho que esto no puede pasar —dijo en voz baja.
—Voy a dejarle. Cuando esto termine, cuando hayas hecho ese trabajo para él y cuando no esté sufriendo tanto. Esperaré, un mes o dos. Y después me marcharé de aquí. Así que no supondrá ninguna diferencia lo que ocurra entre nosotros esta noche.
—No puedo hacerle esto al hombre que me salvó la vida.
—Te deseo —dijo ella—. Quiero estar contigo.
—Y yo también —respondió Ben—. Pero tienes que comprenderlo. No soy libre de tomar esa decisión.
—Pero me quieres. —Las lágrimas relucieron en su rostro. Ben deseó quitárselas a besos.
Ben vaciló.
—Sí —susurró.
—¿Tan malo es, si es amor? ¿Si es algo que no hemos planeado, que ha ocurrido sin más? ¿Por qué está mal? La gente se enamora.
—Lo siento —dijo Ben—. Así son las cosas. ¿No podemos ser amigos? —Pero aquella frase sonó hueca y vacía. Sabía que jamás podrían ser amigos.
Ella se apartó, se levantó y se sumió de nuevo en la oscuridad.
—No estaré aquí cuando te marches mañana.
—Zara…
—Adiós, Ben.
Ben contempló cómo iba hacia la puerta. La rendija de luz volvió a aparecer y desaparecer cuando ella se marchó de la habitación.
Él se recostó en el sofá y cerró los ojos. Multitud de pensamientos se arremolinaron en su cabeza. Perdió la noción del tiempo.
Hacía mucho que no se sentía tan solo.