—Ha tenido verdadera mala suerte —le estaba diciendo Marla Austin a Kerry. Se encontraban en uno de los camarotes más lujosos del Scimitar, lejos de la biblioteca en la que Ben y Paxton estaban conversando—. San Remo suele ser un lugar seguro. Por lo general no se oye nada sobre ataques a mujeres.
Kerry estaba recostada sobre una enorme cama mientras la asistente personal de Paxton iba de un lado a otro de la habitación.
—Todavía no puedo creerme cómo se hizo cargo de la situación —murmuró con los ojos entrecerrados—. Fue tan… —Se le apagó la voz.
Marla le sonrió desde los pies de la cama.
—Parece un buen hombre —observó la asistente—. Ahora necesita descansar un poco. Se ha llevado un buen susto. Creo que su nuevo amigo y el señor Paxton estarán hablando un buen rato. Regresaré dentro de una hora para ver cómo se encuentra.
—Gracias —dijo Kerry arrastrando las palabras.
—Y creo que debería ver a un doctor cuando regrese a puerto. Solo para asegurarse y quedarse más tranquila. ¿Le parece?
—Lo haré.
—Nos vemos luego, entonces. Descanse. —Marla desdobló una manta que se encontraba sobre un sillón y cubrió a Kerry con ella—. Y si tiene frío, ahí tiene una sudadera.
—Gracias —murmuró Kerry de nuevo—. Hasta ahora.
Marla caminó de puntillas por la enorme alfombra oriental y salió de la habitación. Cerró con cuidado la puerta tras de sí y volvió a sus asuntos.
En el interior de la opulenta habitación, Kerry seguía tumbada en la cama con los ojos cerrados. Escuchó cómo las pisadas de Marla desaparecían por el pasillo.
Una vez supo que estaba sola, abrió los ojos, se incorporó y se quitó la manta.
Escudriñó la habitación, alerta y centrada. Su expresión adormilada había desaparecido por completo. Se levantó de la cama y se dirigió al otro lado de la habitación, donde Marla había dejado sus zapatos y su bolso. Cogió el bolso, lo abrió y sacó el inhalador para el asma.
Contempló el inhalador de plástico azul un segundo. Sus ojos recorrieron el largo hasta el extremo superior, donde sobresalía el tubo de aluminio. Agarró el extremo del tubo entre el índice y el pulgar, tiró de él y lo separó de la carcasa de plástico. Dejó la parte de plástico en la silla que había al lado y le dio la vuelta a la parte de aluminio que tenía entre sus dedos.
Era del mismo tamaño y peso que el producto médico al que imitaba. La única diferencia era que, en vez de contener una solución comprimida de salbutamol, el tubo estaba vacío y albergaba un pequeño dispositivo electrónico. Lo sacó. Enrollado en él había un auricular pequeño al final de un finísimo cable. Se lo colocó en el oído y activó el dispositivo.
En algún punto a kilómetros y kilómetros sobre la tierra, la señal de GPS fue desviada al instante.
Sabía que sus cómplices estarían ya escuchando al otro extremo, esperando ansiosos a que los informara. Hasta el momento todo marchaba como la seda.
—Estoy a bordo —susurró.
—Recibido —dijo la voz de un hombre.
—Voy a echar un vistazo.
—Ten cuidado —le advirtió la voz—. Que no te pillen.
—No lo harán —dijo ella en voz baja—. Corto.
Apagó el dispositivo, se sacó el auricular de la oreja y enrolló el cable. Metió todo de nuevo en el tubo vacío de salbutamol y volvió a colocarlo dentro del revestimiento de plástico del inhalador para el asma, que se guardó en el bolsillo. Caminó hacia la puerta y la abrió una rendija. Se asomó al pasillo y miró a izquierda y derecha. No había nadie. Salió al pasillo. El corazón le latía con fuerza.
Era consciente de que tenía que moverse con rapidez. Pero sabía justo adónde ir.