Era el grito de una mujer en apuros, una voz estridente y aterrorizada. Ben se detuvo y giró la cabeza para ver de dónde provenía.
A unos cuarenta y cinco metros de allí, una mujer con bermudas y una camisa de tela vaquera fina estaba corriendo por la playa, aferrándose a un bolso que llevaba colgado del hombro. Su cabello, largo y oscuro, se agitaba con el viento.
Dos tipos le pisaban los talones. Uno era grande y fuerte y el otro menudo y enjuto, y los dos vestían camiseta y vaqueros. Tenían gesto serio y eran mucho más rápidos que ella. Iban a alcanzarla. Incluso desde esa distancia, la expresión aterrorizada del rostro de la mujer le bastó a Ben para saber que no eran amigos bromeando.
Mientras Ben los observaba, los hombres la alcanzaron. El más menudo llevaba dos zancadas de ventaja al otro. Extendió el brazo y su puño se cerró alrededor de la correa del bolso de la mujer. Tiró de ella. La mujer se tropezó, levantando una lluvia de piedrecitas tras de sí. Gritó de nuevo. El tipo tiró con más fuerza de la correa y ella se cayó. Entonces el más fornido estaba ya encima de la mujer, valiéndose de su peso para inmovilizarla. Con una rodilla le presionaba el estómago y con una mano la garganta. Ella pataleaba fuera de sí, forcejeando cual animal. El más menudo le arrancó el bolso, rompiéndole la correa, y empezó a rebuscar en su interior.
No había nadie cerca. Nadie iba a hacer nada, ni dar la voz de alarma siquiera. Una mujer estaba siendo atracada, o algo peor, allí, a plena luz del día.
Ben ya estaba corriendo. Soltó la chaqueta. Esprintó por el camino y bajó corriendo los peldaños de piedra que descendían a la playa.
El más menudo estaba rebuscando en el bolso de la mujer mientras su fornido amigo la mantenía inmóvil en el suelo. Le tenía sujetas las dos manos con su puño y con la otra mano la estaba abofeteando y tirándole del cuello de la camisa vaquera. La mujer tenía el pelo en la cara y agitaba la cabeza de un lado a otro con violencia, chillando y revolviéndose. Él, gritando y escupiéndole en la cara, se llevó la mano que tenía libre al cinturón y sacó un cuchillo.
Ninguno de los dos hombres vio a Ben acercarse hasta que estuvo casi encima de ellos. El primero en detenerse y quedárselo mirando fue el que tenía el bolso, pero Ben fue directo a por el otro antes de que su amigo pudiera siquiera gritar. El grandullón estaba demasiado ocupado como para percatarse de nada.
Habría sido sencillo matarlo. Demasiado sencillo. En la fracción de segundo previa a golpearlo, la mente de Ben revisó todas las maneras en que podía abatirlo sin infligirle un daño fatal. Era más difícil, pero a posteriori le traería menos complicaciones.
Así que cuando la patada voladora impactó en un lateral del cuello del agresor, fue con el impulso justo para dejarlo aturdido y mandarlo lejos de la mujer en una maraña de brazos y piernas.
Aquel tipo no podría mover la cabeza en un mes. Pero viviría. Se desplomó sacudiendo sus enormes brazos, con los ojos y la boca abiertos de par en par por el dolor y la sorpresa. El cuchillo fue a parar a las piedras. Ben lo doblegó con otra patada en el vientre lo suficientemente fuerte como para dejarlo sin respiración pero no como para reventarle el estómago o el bazo.
El otro tipo ya había soltado el bolso y echado a correr por la playa, en dirección a los peldaños que conducían de regreso a la calle. Ben se planteó ir tras él, pero un gemido de la mujer hizo que se volviera hacia ella. Esta intentó ponerse de pie, pero se cayó de espaldas y el pelo se le desparramó por el suelo. Tenía el cuello enrojecido, con fieras marcas de dedos allí donde el tipo fornido la había estado estrangulando.
Ben corrió junto a ella y se arrodilló a su lado.
—¿Está bien? —se apresuró a preguntarle.
A menos de cinco metros de ellos, el grandullón estaba intentando levantarse, agarrándose el cuello y el estómago. Miró una última vez a Ben y se marchó corriendo tras su amigo.
Ben los dejó marchar. No merecía la pena. Se volvió hacia la mujer, le cogió la mano con delicadeza y la ayudó a incorporarse cuando esta empezó a toser. Le lloraban los ojos y tenía la respiración entrecortada. Extendió una mano temblorosa.
—Mi bolso —resolló en inglés.
Ben la entendió. El bolso estaba a unos tres metros y su contenido yacía desperdigado por los guijarros. Maquillaje, monedero, cepillo del pelo, teléfono.
Inhalador para el asma.
Cogió el pequeño espray azul.
—¿Es esto lo que necesita?
Ella asintió con apremio y se lo quitó con un movimiento nervioso. Se metió la boquilla en la boca, presionó dos veces el pulsador, cerró los ojos un segundo y después expulsó al aire lentamente. Sus hombros se relajaron aliviados.
—Mejor. —Alzó la vista. La inquietud estaba desapareciendo con rapidez de su rostro, aunque le temblaba la voz—. Me ha salvado.
Tenía acento inglés. Del sureste, le pareció a Ben. La observó unos segundos. Debía de rondar los treinta. Tenía el pelo revuelto y pegado a la cara. Parecía femenina, dulce y vulnerable.
Ben alzó la vista a la playa desierta. Los dos atacantes habían desaparecido.
—Ha tenido suerte —dijo—. ¿Puede levantarse?
—Creo que sí —respondió, aunque sonó algo aturdida.
Ben la ayudó a ponerse en pie. Aún seguía un poco inestable y apoyó su peso en el cuerpo de Ben. El cuello de la camisa pendía abierto justo donde su agresor le había arrancado los botones. La mujer se percató y se sonrojó mientras se cubría. Ben apartó la vista y comenzó a recoger sus desperdigadas posesiones. Lo metió todo en el bolso y cerró la cremallera.
—Seguro que encuentra un zapatero que le pueda arreglar la correa.
—Gracias —murmuró ella.
—¿Está con alguien? ¿Marido, amigos?
Ella negó con la cabeza.
—Viajo sola. Estoy solo de paso.
—¿Tiene un lugar donde quedarse?
—Estoy en un hotel al otro lado de la ciudad.
Al otro lado del muro del puerto, la lancha motora estaba deteniéndose en el embarcadero. Eran las doce en punto de la mañana. Ben no quería llegar tarde, pero tampoco le parecía bien dejar a aquella mujer sola. Durante un segundo se arrepintió de no haber sido más duro con los agresores. Debería haber dañado algo más que su orgullo. Quizá anduvieran deambulando en busca de otra víctima. O quizá estuvieran observándolos ocultos desde algún lugar, esperando una nueva oportunidad de atacarla. Por la forma en que ella miraba nerviosamente a su alrededor, Ben supo que la mujer estaba pensando lo mismo.
No tenía tiempo para eso. Si la llevaba a la ciudad e informaban del incidente, tendrían que responder a las preguntas de la policía local, prestar declaración, horas y horas dando inservibles rodeos que no le serían de ayuda a la joven.
Solo había una cosa que podía hacer.
Mientras miraba, un hombre bajo y fornido con una gorra de béisbol, pantalón de sport blanco y polo saltó de la lancha motora. La amarró y comenzó a caminar por el embarcadero en dirección al muelle, mirando de un lado a otro, como si estuviera buscando a alguien.
Ben señaló la lancha motora.
—Tengo que subir a esa embarcación —le dijo a la mujer—. Puedo llevarla a un lugar seguro, donde podrá lavarse y cambiarse, descansar y tomar un trago. ¿Le parece bien?
Ella lo miró con nerviosismo. Había duda en sus ojos.
—Puede confiar en mí. —Sacó su pasaporte y se lo enseñó—. Mi nombre es Ben. Ben Hope. Y no quiero dejarla aquí sola. Tengo que encontrarme con alguien. Venga conmigo. No me llevará mucho, y luego regresaremos a San Remo juntos y la acompañaré a su hotel. Se lo prometo.
Vaciló, miró a Ben y a la lancha motora. Se mordió el labio, indecisa. Entonces vio el cuchillo sobre las pequeñas piedras y se estremeció. Eso pareció hacerle tomar una decisión.
—Soy Kerry —se presentó—. Kerry Wallace. Y si está seguro de que no será un problema, iré con usted.
—Está haciendo lo correcto, Kerry —dijo Ben—. Estará bien.
El piloto de la lancha se dirigía en esos momentos hacia el paseo mirando en su dirección. Devolvió el saludo de Ben con la mano.
Kerry seguía un poco inestable. Se echó el pelo hacia atrás y Ben pudo ver lo pálida que estaba. Le cogió el bolso, la guió con cuidado por la playa y la ayudó a subir los peldaños que conducían al paseo. Su chaqueta seguía allí, arrugada, en el caliente suelo de cemento. La cogió y se la pasó.
—Debería taparse. Está en estado de shock.
Ella aceptó agradecida la chaqueta y se la puso por encima de los hombros.
—Es muy amable. Muchas gracias.
—No es nada —respondió Ben—. Siento que le haya pasado esto.
Se encontraron con el piloto en el paseo. Él les sonrió de oreja a oreja.
—¿Señor Hope?
Ben asintió con la cabeza.
—Soy Thierry —dijo el hombre con jovialidad. Su acento era difícil de ubicar, entre francés y escandinavo—. Yo soy quien los llevará al Scimitar. —Miró a Kerry—. Me dijeron que vendría solo.
Ben negó con la cabeza.
—Esta es Kerry Wallace. Viene conmigo.
Thierry se encogió de hombros.
—No hay problema. Por aquí, por favor.
Lo siguieron por el embarcadero hasta la lancha.
—¿Seguro que no pasa nada? —le susurró Kerry a Ben.
—Siempre y cuando le parezca bien.
—No tengo que estar en ningún sitio. Salí a dar un paseo, a disfrutar del sol. —Hizo una mueca—. No sé qué habría hecho sin su ayuda.
—No piense en ello —le dijo—. Seguirá nerviosa un tiempo, pero se le pasará.
Thierry encendió los motores cuando subieron a bordo. Kerry se sentó con cautela en un banco en la popa y Ben se sentó delante. Los propulsores gemelos arremolinaron las aguas y la lancha se alejó del embarcadero y salió del puerto.
Tras un par de minutos Ben estaba contemplando cómo la costa de San Remo empequeñecía hasta desaparecer bajo el plano y azul horizonte. Thierry era una persona taciturna, así que no se molestó en intentar entablar conversación con él. Kerry permanecía sentada en silencio, algo pálida aún, aferrándose con fuerza a la chaqueta que tenía sobre los hombros, contemplando el mar. Ben no dejó de observarla en todo el trayecto, pendiente de posibles síntomas de shock.
Transcurrieron veinte minutos más. El mar era plano y calmo, una vasta expansión azul que se extendía a su alrededor hasta donde la vista podía alcanzar. La lancha brincaba grácilmente sobre las aguas, levantando olas a su paso. Ben estaba distraído contemplando la espumosa estela de la lancha, inmerso en sus pensamientos, cuando la voz de Thierry lo sacó de su ensueño.
—Aquí está. El Scimitar.
Ben se volvió para mirar. Se esperaba un yate impresionante, pero la imagen de aquella enorme y aerodinámica embarcación blanca anclada a pocos cientos de metros le hizo contener la respiración. El Scimitar era el mayor yate que había visto nunca, y su superestructura se elevaba sobre sus tres cubiertas cual mansión mientras el reflejo moteado de las aguas rielaba a lo largo de su reluciente casco blanco.
Thierry parecía satisfecho con su reacción.
—Hermoso, ¿verdad? Cincuenta y cuatro metros. Esto es lo que llaman un superyate.
—¿Y pertenece a Harry Paxton?
La sonrisa de Thierry se tornó en risa.
—¿Bromea? No solo es el propietario. Él lo diseñó y construyó. El Scimitar es el buque insignia de la flota de las Empresas Paxton.