San Remo, Riviera italiana
A la mañana siguiente
Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando el avión de Ben aterrizó en el aeropuerto internacional Niza Costa Azul. Arrojó su viejo y desgastado morral militar verde al asiento trasero del primer taxi que vio y en menos de una hora el taxista estaba dejándolo en el centro de la ciudad de San Remo, en la costa italiana.
Enseguida encontró un hotel en una bulliciosa plaza de La Pigna, el centro histórico, y reservó una habitación para una sola noche. Supuso que con eso sería más que suficiente.
En el interior del hotel hacía fresco y sus suelos de mármol resonaban a cada paso. Cualquier otro día se habría parado a apreciar la sencilla belleza de aquel edificio antiguo, o a disfrutar de las espectaculares vistas de los tejados y la intrincada ciudad, de los grupos de chapiteles de las iglesias, del brumoso cielo alpino en un horizonte y del azul y centelleante paisaje mediterráneo en el otro.
Pero ese día tenía la cabeza en otro lado. Tiró el morral en la cama y bajó las escaleras hasta el vestíbulo principal para salir a la bulliciosa piazza. El sol pegaba con fuerza en el nítido cielo azul, e incluso la chaqueta de algodón fina que vestía le sobraba. Se la quitó y se la echó al hombro.
El punto de encuentro que Paxton le había dicho era Porto Vecchio, uno de los dos puertos de San Remo. El coronel había sido muy preciso. Una lancha motora recogería a Ben en el embarcadero más al oeste a las doce del mediodía y lo llevaría al yate de Paxton, donde tendría lugar el encuentro.
Esa parte no había sorprendido demasiado a Ben. Recordaba cómo su viejo amigo el coronel no paraba de hablar sobre navegación. En los periodos de descanso siempre se marchaba a algún puerto soleado. ¿Tenía ya por aquel entonces un yate? Ben no lo recordaba, y de repente fue consciente de que no tenía ni idea de lo que Paxton había estado haciendo en esos diez años, desde que dejara el ejército.
Había sido poco después de que le otorgaran la medalla al coraje. Justo cuando una carrera militar ya de por sí rutilante alcanzaba su mayor momento de gloria, Paxton había anunciado de manera repentina e inesperada que se retiraba. Ben lo había echado mucho en falta y se lamentaba de no haber mantenido el contacto con él.
Se había lamentado mucho más cuando se enteró de que Helen Paxton, la mujer de Harry, había muerto de un infarto de miocardio fulminante. Solo había coincidido con ella una vez, años atrás, en alguna ceremonia del regimiento, pero había podido ver lo felices que el coronel y ella eran juntos. Ben se hallaba en medio de una complicada misión en Suramérica cuando ella falleció, y para cuando se enteró de la noticia habían pasado varios meses y no le pareció apropiado llamar a Paxton para darle el pésame. Así que lo había dejado pasar. Eso le había dejado tocado.
Quizá hubiera perdido el contacto con Harry Paxton, pero jamás había olvidado (ni podría hacerlo hasta el día de su muerte) lo que ese hombre había hecho por él. Ben había visto mucho en su vida, y por lo general no albergaba grandes expectativas con respecto al comportamiento humano. No utilizaba la palabra «héroe» a la ligera. Pero Harry Paxton era un hombre que sí la merecía. Ben no tenía ninguna duda al respecto.
Y ahora iba a verlo de nuevo, así, sin más. Se preguntó si Harry habría cambiado mucho, y qué habría estado haciendo todo ese tiempo. Pero, más que cualquier otra cosa, se preguntó de qué iría todo aquello.
Según su reloj, pasaban ya las once de la mañana. Se valió del mapa que había comprado en el aeropuerto para orientarse y empezó a caminar en dirección oeste, hacia el mar.
Más allá de los arcos de piedra desmoronados y los edificios apiñados de la parte vieja de la ciudad, San Remo tenía la actividad febril de todo centro turístico italiano al comienzo de otra cálida y frenética temporada. Ben se abrió paso por entre el laberinto de calles, deteniéndose aquí y allá para comprobar sus nombres. Caminaba inmerso en sus pensamientos, impaciente y frustrado, deseando que Paxton le hubiera contado más por teléfono. Brooke tenía razón, era extraño que se hubiera mostrado tan evasivo. Había sonado alicaído, nervioso, distraído. A menos que los años hubieran hecho estragos en aquel hombre, Harry Paxton no era alguien a quien se pudiera perturbar con facilidad.
Lo que significaba que, cualquiera que fuera el tema de la reunión, se trataba de algo muy serio.
Ben supo, por el olor penetrante de la sal en el aire, que estaba cerca del mar. Entonces, al salir de una pequeña calle en curva, se encontró con el puerto, la larga curva de la playa y el azul calmo y vítreo del Mediterráneo.
Las olas chapaleaban en la orilla. En el interior del puerto, los relucientes cascos blancos de innumerables barcos y pequeños yates anclados cabeceaban con suavidad en el agua y cientos de mástiles se balanceaban apuntando al cielo. Ben contó diez o más embarcaderos de color blanco que se extendían en dirección al mar. Su mirada encontró un camino que lo llevaría por la playa de guijarros al embarcadero más occidental, donde la lancha motora de Paxton iría a recogerlo.
Unos peldaños de piedra muy desgastados descendían de la calle a la playa. Sus zapatos crujieron al pisar las piedrecitas. La playa estaba desierta, aunque Ben sabía que eso cambiaría en breve, cuando comenzara la temporada turística. Podía sentir la calidez del sol de la mañana en su rostro y la susurrante brisa del mar alborotándole el pelo. Era completamente diferente al gris clima normando.
Miró de nuevo el reloj y contempló el puerto. Había una o dos personas por la zona, pero el embarcadero más occidental, su punto de encuentro, estaba vacío. Ni rastro de la lancha de Paxton. Caminó un poco más lejos, hasta donde los guijarros se agolpaban contra el lado derecho del puerto y otros escalones de piedra subían a un paseo que conectaba la playa con el muelle.
Permaneció un instante más en la playa, contempló el mar y pensó con tristeza en lo que había dejado atrás en Irlanda. La casa se hallaba junto al océano Atlántico y Ben adoraba pasar las horas allí, solo, sentado en la orilla rocosa, observando las olas y las gaviotas. Lo echaba en falta. Y sabía que siempre sería así.
Al igual que echaba en falta muchas otras cosas.
Caminó hacia el agua, se agachó y cogió una piedrecita plana. La lanzó al mar y observó cómo levantaba espuma blanca en las aguas conforme iba rebotando en la superficie hasta desaparecer.
¿Qué era lo que quería Paxton? ¿Qué ocurría?
Cuando se agachó a coger otra piedra, algo captó su atención, un destello lejano de la luz del sol reflejado en el mar. Una pequeña lancha motora estaba surcando las aguas en dirección a la entrada del puerto. Todo apuntaba a que estaba a punto de encontrar las respuestas a sus preguntas.
Soltó la piedra, subió los peldaños que daban al paseo y echó a andar hacia el embarcadero.
Fue entonces cuando oyó el grito.