Dos horas más tarde, la práctica tocó a su fin y el grupo de hombres regresó en fila por el camino de tierra que atravesaba el bosque. Había dejado de llover y estaba saliendo el sol.
Ben miró el reloj.
—Será mejor que me vaya poniendo en marcha. El avión de Brooke está a punto de llegar. —El aeropuerto estaba a veinte minutos en coche. Se sacó del bolsillo la llave del Land Rover.
—Puedo ir yo, si quieres —se ofreció Jeff.
—Gracias, pero tengo que ir a recoger unas cajas de vino a la vuelta. Andamos algo cortos.
Jeff sonrió.
—Y eso es intolerable.
Mientras el grupo de alumnos se marchaba a darse una ducha y cambiarse de ropa, Ben dejó a Jeff en el despacho y se dirigió al patio adoquinado donde estaba aparcado el Land Rover verde, lleno de abolladuras. Storm, su favorito entre los perros guardianes, llegó corriendo desde su caseta. Ben le abrió la parte trasera del vehículo y el pastor alemán saltó al interior y comenzó a escarbar con sus garras el suelo de metal. A continuación, Ben subió a la cabina del conductor, encendió el motor y sacó el Land Rover marcha atrás por el camino plagado de baches que conducía a las verjas para luego salir a la carretera principal.
Mientras sorteaba las pronunciadas curvas del camino, Ben pensó en los últimos meses y en lo mucho que había cambiado su vida.
Apenas si podía recordar al joven que había sido, el joven que había dejado sus estudios de teología para alistarse en el ejército británico a la edad de veinte años. En aquella época tenía al demonio en su interior. Su incesante búsqueda del perfecto equilibrio físico y mental y su tortuosa determinación le habían hecho ganarse un puesto en el regimiento 22 del Servicio Especial Aéreo británico cuando apenas había pasado la veintena. Había sido testigo de sangrientos conflictos en escenarios de guerras por todo el mundo. Durante los ocho años posteriores había combatido, sudado y sangrado hasta ascender al rango de comandante.
Pero por aquel entonces ya sabía que sus días de combatir en guerras sucias para beneficio de las altas esferas habían tocado a su fin. Cuando se quedó sin ilusión ni motivación, abandonó el regimiento para siempre y dedicó sus habilidades a un propósito superior.
«Asesor de respuesta ante situaciones críticas» era un conseguido eufemismo para el trabajo que desempeñaría por su cuenta en los años sucesivos. El tipo de crisis a las que él se enfrentaba eran aquellas provocadas por la industria criminal que seguía creciendo en todo el mundo a un ritmo alarmante. Desde Suramérica a Europa del Este, África y Asia; allí donde hubiera gente y dinero, el negocio de los secuestros y rescates era más rentable que nunca.
Ben lo odiaba. Nada detestaba más que al tipo de hombres que se aprovechaban de los vínculos emocionales entre personas inocentes para conseguir sufrimiento y dinero en efectivo. Conocía su manera de actuar y pensar. Era consciente de la insensibilidad y dureza de sus corazones, de que para ellos la vida humana no era más que una mercancía con la que comerciar.
Y en el mundo moderno, todos corrían peligro. Los depredadores que andaban ahí fuera podían secuestrar a quienes quisieran, y no era necesario ser rico o tener una posición privilegiada para recibir una llamada que dijera que tu ser querido había sido secuestrado. El negocio era tan lucrativo y sencillo que en muchos países había superado al de las drogas. En algunas ciudades, incluso las familias moderadamente adineradas cometían un grave error si no tomaban medidas para proteger a sus hijos de las garras de los secuestradores. El problema era que los pagos por parte de las aseguradoras no hacían más que avivar las llamas. La situación se les estaba yendo de las manos. Todo el mundo lo sabía, pero mientras los secuestradores y las aseguradoras siguieran forrándose a su costa, poco podía hacerse para proteger a las personas que importaban de verdad: las víctimas.
Ahí era donde entraba Ben. Cuando la gente desaparecía y sus seres queridos perdían la esperanza de volver a verlos, cuando se pagaban los rescates y los secuestradores incumplían el trato, o cuando la policía la cagaba (como ocurría a menudo), ahí era cuando esas personas necesitadas disponían de una última vía a la que acudir. Sabía que había ayudado a mucha gente, que había salvado vidas, que había conseguido volver a unir a numerosas familias.
Pero no había sido una vida fácil para él. Habían sido años de dolor y sacrificio, años azotados por el horror de lo que ocurriría si no lograba llevar a la víctima a su casa sana y salva. Solo le había ocurrido una vez, y era algo que jamás olvidaría.
También se había visto obligado a matar. Cada vez que lo hacía dejaba tal mella en él que se juraba a sí mismo que esa sería la última, pero nunca era así. Lo que más le atormentaba de todo aquello era lo bueno que era matando.
Había deseado dejarlo en tantas ocasiones. Había estado tantas veces sentado en la playa cercana a su casa en la costa oeste de Irlanda anhelando una vida normal.
Pero ¿cómo podía retirarse de todo aquello y seguir conciliando el sueño por la noche, consciente de que allí fuera había gente que necesitaba su ayuda? Era a la vez vocación y maldición, y durante mucho tiempo había sentido que estaba destinado a sacrificarse por ella. Había intentado dejarlo, pero cada vez que lo hacía oía su llamada, se sentía arrastrado a volver, y su corazón no le permitía decir que no. Estabilidad, felicidad, relaciones… cualquier oportunidad de llevar una existencia normal: había renunciado a todo por su profesión.
Y le había costado la vida de la persona a quien más había querido. Su mujer, Leigh, había sido asesinada por un hombre llamado Jack Glass. Un hombre a quien debería haber matado. No lo había hecho y ella había muerto.
Durante mucho, mucho tiempo, la muerte de Leigh había doblegado a Ben. Durante mucho tiempo, había deseado morir.
Entonces, en Irlanda, una noche meses atrás, sentado solo en la inmensidad de la playa desierta, tuvo una idea que lo cambiaría todo. Más que una idea brillante, fue como un milagro, una revelación que lo había tenido en vela toda la noche y que había parecido insuflarle vida. A la mañana siguiente sus planes comenzaron a tomar forma.
Un centro de adiestramiento especial, un lugar dedicado a transmitir todos los conocimientos que había adquirido durante años de duras experiencias. Había tanto que podía enseñar. Al igual que la demanda de seguros especializados en secuestros y rescates para trabajadores de alto riesgo se disparaba cada año, también la necesidad de negociadores adiestrados para tratar con los raptores y ayudar a recuperar a las víctimas sanas y salvas. Y, dado que la crueldad y la organización de los secuestradores profesionales iban camino de superar incluso a las de los peores capos de la droga, era necesario un adiestramiento experto para ayudar a que las unidades de respuesta encargadas de velar por el cumplimiento de la ley se las vieran con contingencias que las agencias normales no podían afrontar. Luego estaba la necesidad de que los guardaespaldas aprendieran ciertos conocimientos especiales para proteger a sus clientes de los secuestradores profesionales. Y la demanda de cursos sobre concienciación situacional y estrategias de defensa para aquellas personas que corrían riesgo de ser secuestradas. Y más. La lista era larga.
Así que Ben había empezado a llamar a sus contactos en el ejército, en su mayoría tipos de las Fuerzas Especiales en quienes confiaba, a hablar con gente con la que no había hablado en años. Desde el principio había tenido claro que algunos de los cursos requerirían de adiestramiento con armas de fuego. Eso no podía hacerse en el Reino Unido ni en su casa en la República de Irlanda. Tenía que mudarse.
Tras unas semanas de búsqueda, el norte de Francia le había proporcionado el emplazamiento ideal en forma de una propiedad rural en ruinas llamada Le Val. Ubicada en las profundidades de la campiña normanda, la vieja granja estaba lo suficientemente cerca del aeropuerto internacional de Cherburgo y de la población de Valognes a efectos de practicidad, y aun así lo suficientemente alejada de todo como para poder convertir aquel lugar en el tipo de instalación que quería. Cerca de veinticinco hectáreas de amplios valles y bosques a los que solo se podía acceder a través de una larga y curvada carretera. Los únicos vecinos eran agricultores y granjeros, y el pequeño pueblo situado en las inmediaciones tenía una tienda y un bar. Era perfecto para él.
Una vez la venta se hubo concretado, se había despedido con gran tristeza de su vieja casa en la bahía de Galway, donde había vivido durante tantos años, y se había subido a un avión.
Ahora sabía que jamás regresaría.
En los meses posteriores a la mudanza, la granja de Le Val había sido transformada. La renovada casa de labranza de piedra tenía una enorme sala común para los alumnos y una gran cocina con una mesa de considerable tamaño donde todos cenaban juntos cada noche. Ben siempre había tenido unas necesidades de lo más básicas, y sus dependencias privadas consistían en un modesto apartamento de dos habitaciones en la planta de arriba.
Mientras tanto, se habían ido levantando nuevas edificaciones con gran rapidez en el recinto: el despacho principal, la cantina, las duchas y servicios y un gimnasio. Los alumnos se alojaban en un edificio de habitaciones bastante básico al otro lado de la casa de labranza. Seis habitaciones pequeñas, dos literas por habitación, y taquillas de metal pintadas de color verde aceituna. Podía haber pasado por un dormitorio militar y tal vez era demasiado austero para algunos gustos, pero nadie se había quejado hasta la fecha. La gente sabía que estaba recibiendo la mejor formación posible. La única concesión que Ben había hecho para los más blandengues, aquellos tipos trajeados que las compañías de seguros le enviaban, deseosas de contar con negociadores de secuestros y rescates capacitados, había sido construir una sala de conferencias un poco más lujosa y otra de ponencias en el extremo más alejado del complejo.
Pero el objetivo real del lugar era mucho más práctico: proporcionar el tipo de adiestramiento en el que Ben estaba especializado, para el tipo de gente que quería aprender de verdad a afrontar contingencias extremas. Algunas unidades policiales y militares europeas habían firmado ya los contratos para acudir a perfeccionar sus capacidades en el rescate de rehenes con alguien que sabían que era uno de los mejores del mundo. Ben había construido dos campos de tiro exteriores, uno corto para el adiestramiento con pistolas y escopetas, y otro de largo alcance para francotiradores. La casa semiderruida del bosque había sido desmontada y equipada con tabiques de contrachapado para conformar un laberinto de pasillos y habitaciones donde los equipos eran instruidos en batallas cuerpo a cuerpo y en irrupciones en estancias con fuego real. Había semanas en las que el centro gastaba miles de balas y cartuchos.
Había sido complicado levantar aquella instalación. Además del arduo trabajo de construcción, Ben se las había visto negras con la burocracia para obtener el permiso de adiestramiento con armas de fuego real. Había necesitado permisos oficiales por parte de los gobiernos francés y británico, de la OTAN, de todo el mundo. Durante tres meses había estado sepultado bajo montañas de papeleo, pegado al teléfono y hundido hasta las rodillas en fango. Nunca había estado tan agradecido por la fluidez lingüística que su paso por el SAS le había proporcionado, incluido el dominio del francés, lo que le había permitido discutir con las autoridades locales hasta quedarse afónico.
Pero tan pronto como las autoridades dieron al fin luz verde al proyecto, no habían parado de llamar de todas partes solicitando información. La agenda se había llenado rápido y así había continuado durante los últimos cuatro meses. El negocio estaba en marcha y Ben sabía que era algo que debería haber hecho hacía mucho tiempo.
Mientras conducía, rebasó a un tractor que avanzaba a muy poca velocidad. Saludó con la mano al reconocer a Duchamp, uno de los agricultores locales, al volante. El anciano le devolvió el saludo. Ben se llevaba muy bien con él y había pasado mucho tiempo en su casa de labranza charlando con unas botellas de excelente sidra casera. Sus visitas a la casa de Duchamp siempre acababan con el Land Rover lleno de cajas de esa bebida. El hermano de Duchamp era el carnicero local que suministraba el género a Le Val, y una de sus primas, Marie-Claire, cocinaba para los alumnos.
Cuando llegara el verano, Ben tenía pensado cocinar un descomunal asado de cerdo para todos los habitantes del lugar. Le gustaba esa gente, su franca filosofía de la vida, su total sintonía con la naturaleza, y también que no hicieran demasiadas preguntas sobre su negocio. Les daba igual el secretismo, el sonido de los disparos, la alambrada o los carteles de «Prohibida la entrada» en las elevadas vallas de madera. Por lo que a ellos respectaba, la instalación de Le Val no era más que un lugar de turismo de aventura para tipos trajeados con pretensiones. Y si ellos estaban satisfechos, Ben también.
Al llegar a Cherburgo, dejó el coche en el aparcamiento del aeropuerto, con Storm dentro, y se dirigió a la terminal de llegadas.
La mujer a la que había ido a buscar era la doctora Brooke Marcel, una psicóloga clínica experta en crisis con toma de rehenes que llevaba nueve años colaborando con la unidad de Operaciones Especiales de la policía londinense. Ben la había conocido en sus tiempos del SAS, cuando acudió a una de sus ponencias y quedó impresionado por su agudeza y perspicacia. Había sido una de las primeras personas con las que había contactado cuando había empezado a levantar el centro. Cada pocas semanas Brooke volaba hasta Francia para impartir charlas a los alumnos. Su padre era francés, así que no tenía problemas con el idioma. Ben disfrutaba de su compañía y siempre esperaba con ganas sus visitas.
Empujó las puertas de cristal que daban a la sala de espera de las llegadas. El vuelo de Londres acababa de aterrizar y una pequeña multitud se dirigía ya al aparcamiento y a las filas de taxi.
Brooke lo saludó con la mano cuando lo vio. Vestía unos vaqueros negros ceñidos y una chaqueta de combate verde y llevaba una bolsa de deportes. Su cabello castaño rojizo ondulado osciló cuando echó a andar. Ben se percató de que un par de tipos estaban mirándola. Cuando él se acercó, ella le sonrió y lo besó en la mejilla.
—Qué sorpresa —exclamó—. No te esperaba. Por lo general es Jeff quien viene a recogerme.
—A Jeff le gustas demasiado. No quiero que se me distraiga.
Ella se rió.
—No te preocupes. Es un buen hombre, pero no es mi tipo.
—Así que no te van los hombres altos, morenos y guapos.
Brooke le lanzó una sonrisa pícara.
—Prefiero a los altos, rubios y guapos.
Ben hizo caso omiso del comentario.
—Deja que te lleve la bolsa. —Se la cogió y salieron al aparcamiento.
—¿Y bien? ¿Cómo va el negocio? —le preguntó Brooke, ya en marcha.
—El negocio va bien. ¿Cómo va todo por Londres?
—Como siempre —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Empiezo a cansarme de esa ciudad. Llevo demasiado tiempo allí. Necesito un cambio.
—Conozco la sensación.
—Hablando de eso, me he tomado unos días libres. Necesitaba un descanso. ¿Te parece bien si me quedo por aquí algunos días más?
—No hay problema —dijo Ben—. Quédate el tiempo que quieras.
En el camino de regreso, Ben se desvió brevemente por el camino del viñedo local para coger algunas cajas de vino. Con el Land Rover ya cargado, pusieron rumbo a Le Val.
—Dios mío —exclamó Brooke cuando atravesaron las verjas y avanzaron hacia la casa—. Lo has terminado.
Ben miró al lugar que ella estaba señalando.
—¿El nuevo gimnasio? Se techó hace dos días.
—Cada vez que vengo aquí, hay un nuevo edificio. No me lo digas, lo has hecho tú.
—No todo. Únicamente las paredes y el suelo. No podía levantar las vigas del techo yo solo.
—Estás loco. Ya sabes lo que dicen: mucho trabajo y poca diversión…
—¿Hacen de Ben un tipo aburrido?
—O hacen que Ben se deje la espalda. No tienes que hacerlo tú todo, Ben. Suéltate la melena. Disfruta un poco. Aún no has cumplido los cuarenta.
Ben se rió y paró delante de la casa. Apagó el motor.
—Quizá tengas razón.
—Tengo una idea. ¿No me dijiste que tenías un apartamento en París?
El pequeño y austero apartamento había sido un regalo de un cliente años atrás, después de que Ben rescatara a su hijo de manos de unos secuestradores.
—Apenas se lo puede considerar un apartamento, Brooke. Y, además, he estado pensando en venderlo. ¿Qué es lo que tenías en mente?
—Bueno, puesto que mañana es el último día del curso, quizá cuando termine mi charla podríamos montarnos en ese flamante Mini Cooper que nunca utilizas e ir allí. Está a un paso de aquí. Un par de días en París te vendrán bien.
Ben vaciló.
—No lo sé.
—Vamos. Jeff puede apañárselas sin ti, lo sabes. Será divertido.
Ben se la quedó mirando.
—¿Tú y yo en París?
Una sonrisa asomó por la comisura del labio de Brooke.
—¿Por qué no?
—Mi casa solo tiene una habitación.
Brooke no contestó y Ben se bajó del Land Rover, abrió la parte de atrás y cogió la bolsa de deportes. Storm saltó fuera moviendo el rabo sin cesar y se fue directo al granero.
Después de que Ben hubiera llevado la bolsa de Brooke dentro y esta fuera a refrescarse, se dirigió al despacho para ocuparse del papeleo y para comprobar con Jeff que los alumnos estuvieran contentos y se sintieran bien atendidos.
Jeff le dijo que esa noche iba a sacar a los chicos en la furgoneta para tomar unos filetes con patatas y unas cervezas en un restaurante del pueblo.
—¿Quieres venirte? —le preguntó, abriendo cajones y rebuscando entre papeles.
Ben negó con la cabeza.
—En otra ocasión. ¿Qué estás buscando?
—El maldito número de los tipos de las verjas de seguridad.
—Es el 4642891 —dijo Ben al instante.
—¿Cómo lo haces?
—¿Hacer el qué?
—Recordar los números con esa facilidad.
Ben se escogió de hombros.
—No lo sé. Simplemente puedo hacerlo. Siempre he podido.
—Alucino contigo —dijo Jeff mientras cogía el teléfono.
Estaba anocheciendo cuando Ben y Brooke se sentaron a cenar en la cocina de la casa de labranza. La cena consistió en un rústico guiso de carne y arroz y una botella del vino tinto que habían recogido antes.
—Todavía no me puedo creer lo rápido que has levantado y puesto en funcionamiento este sitio —dijo Brooke—. Has realizado una cantidad increíble de trabajo en tan poco tiempo.
—Quizá necesite que vengas más a menudo si las cosas siguen yendo a este ritmo. ¿Puedes venir de nuevo en dos semanas?
—Me encantaría. Me gusta estar aquí. Me siento como en casa.
—Yo también.
Brooke ladeó la cabeza y apoyó la barbilla en su mano, mirándolo con fijeza.
—¿Sabes qué, Hope? En todos los años que te conozco, jamás te había visto así. Pareces feliz.
Ben sonrió.
—¿Sabes qué? Creo que lo soy.
Brooke estaba a punto de responder cuando el teléfono sonó en el aparador de la cocina. Ben chasqueó la lengua.
—¿Por qué no lo dejas estar? Si es importante, volverán a llamar.
—Será mejor que lo coja. —Se levantó y fue a coger el teléfono—. ¿Sí? —Miró a Brooke como diciéndole: «No me llevará más de un minuto».
Pero entonces oyó la voz al otro extremo de la línea. Aquella voz le hizo estremecer y lo transportó al pasado de inmediato.
Era una voz que no había oído en mucho tiempo y que no había esperado volver a oír. Se llevó el teléfono al estudio contiguo y cerró la puerta.
Cuando salió cinco minutos después, Brooke vio su ceño fruncido.
—¿Va todo bien, Ben?
Ben no respondió. En vez de eso, fue al aparador, cogió una botella y un vaso, quitó el precinto de la botella y se sirvió una cantidad generosa. De repente se acordó de Brooke y cogió otro vaso.
—Perdón —murmuró distraídamente—. ¿Quieres?
—Claro. ¿Algo va mal?
Durante un instante estuvo a punto de decírselo, pero decidió que era mejor no hacerlo y negó con la cabeza.
—Tranquila. No es nada.
—Pues no lo parece. ¿Malas noticias?
—Ya te lo he dicho. No es importante. —Le pasó el whisky. Vació su vaso de un solo trago y se dejó caer en la silla junto a la mesa. Se hizo el silencio entre los dos. Volvió a llenarse el vaso. Brooke apenas había empezado el primero.
—Eh, ¿ha pasado un ángel? —dijo Brooke riendo.
—Lo siento —murmuró Ben, y miró su reloj—. Escucha. Se está haciendo tarde. Estoy un poco cansado. Quizá me acueste.
—Yo me encargo de los platos.
—Déjalo. Yo lo haré mañana. —Se levantó y arrastró la silla por el suelo.
—Hasta mañana, entonces. Que duermas bien —le deseó Brooke.
Pero Ben apenas la escuchó, había salido de la cocina y se dirigía a las escaleras que daban a su apartamento.