104. «Unos espárragos, si los hubiera»

Corría el 28 de septiembre de 1591 cuando aquel frailecillo («medio fraile» le llama su amiga Santa Teresa), enfermo de calentura, con una pierna inflamada (una pierna de la que, dos días después, al sajarla, saldrán «dos tazones de pus» asombrosamente bienolientes), salía de La Peñuela camino de Úbeda. Va a lomos de un machuelo cedido por un amigo y le acompaña un mozo, un muchacho joven.

El fraile va agotado. Él sabe que va hacia la muerte, pero eso no le impide gozar de la belleza incomparable del paisaje que cruzan: la plácida hondonada oculta entre altos cerros de suaves cumbres redondeadas, la vega silenciosa por la que cruza un río entre álamos y adelfas. Al cruzar este río, el Guadalimar, por el viejo puente romano de cinco arcos, nuestro fraile, Juan de la Cruz se llama, no puede más e invita al mozo a descansar bajo uno de los arcos. Lo hacen, y el mozo, que sabe que el fraile lleva tres o cuatro días en los que «no ha podido comer cosa de provecho», insiste en preguntarle si quiere algo. Lo ha hecho ya cuatro veces y las cuatro ha recibido la misma respuesta: no. Juan no quiere nada, la misma fatiga le ha vuelto inapetente. Pero, al fin, a la quinta pregunta, el mozo recibe una respuesta sorprendente; al fraile le gustarían «unos espárragos, si los hubiera». El mozo le mira sorprendido: sabe que septiembre no es tiempo de espárragos en aquellas latitudes. Pero, más asombrado aún, ve que sobre una piedra del río hay abandonado un manojo de espárragos trigueros («espárragos de pan» les llamaban entonces), que no se sabe quién ha puesto allí. Se lo hace notar al santo y éste le pide que gire por los alrededores para tratar de encontrar a su dueño. Mas nadie aparece en aquellas soledades. «Id y tomadlos —dice el fraile— y poned una piedra donde están y sobre ella cuatro maravedíes, no se vea su dueño defraudado». Cuando llegan a Úbeda y, mientras el cocinero guisa los espárragos, cuando todos los frailes los tocan y huelen como si se tratara del fruto de un milagro, Juan de la Cruz contaba «por modo de risa» lo extraño del hallazgo y explicaba cuán bueno es Dios que ha hecho en el mundo cosas tan sabrosas. Y es que todo es gracia y milagro para los que aman y para un verdadero santo tan prodigioso es que los espárragos nazcan en la tierra y en primavera como sobre una piedra y a finales de otoño.

Por esa misma razón a su amiga Santa Teresa le sabía a gloria aquel solitario higo. Esto ocurría también en septiembre, pero en 1582. Iba la madre camino de Alba de Tormes y lo hacía «con tantos dolores y flaquezas» que, al llegar a un lugarcito cerca de Peñaranda, le dio un desmayo que a quienes la acompañaban «les hizo gran lástima verla». La madre gimió y dijo a una de sus compañeras: «Hija, déme si tiene algo, que me desmayo». Y no tenían sino unos higos secos.

Reunieron entonces todo el dinero que tenían y mandaron a buscar por los alrededores unos huevos, costasen lo que costasen. Pero nada hallaron. Y fue entonces la moribunda quien tuvo que consolar a sus compañeras: «No lloréis, hijas que esto quiere Dios ahora». Y las animaba diciendo que «demasiado de buenos eran aquellos higos, que muchos pobres no tenían aquel regalo, que ella estaba contenta con un higo que había comido».

Y así es como unos espárragos o un higo pueden llegar a un alma que desea muy poco fuera de amar y de servir a Dios. Porque un santo es alguien que tiene pocos deseos y todos sustanciales. Mientras que nosotros somos gentes perpetuamente defraudadas porque no se nos sacian los mil deseillos que nos van llenando cada día. Nos parece que nos será imposible vivir sin esto o sin aquello y no pensamos que sin eso están viviendo millones y millones de seres y que nosotros mismos hemos vivido y podemos seguir viviendo perfectamente sin que se sacien tales deseos. No es corazón lo que nos falta, sino ambiciones inútiles lo que nos sobra. Y no estoy criticando, naturalmente, el hambre de mejorar, sino el hambre de poseer.

Porque se puede mejorar con muy poquitas cosas y lo difícil es que el alma mejore cuando antes la hemos llenado de la chatarra de miles y miles de deseos innecesarios.

Además sucede aquello que comentaba Séneca: «Que nunca se disfruta de un bien adquirido con demasiada ansia o ambición. Porque, una vez conseguido, en lugar de usarlo y saborearlo, sólo se piensa en aumentarlo».

Tal vez ésta sea la tragedia de no pocos humanos: que aspiran tanto a subir (en posesión, en placer, en poder, en riqueza) que cuando han subido un escalón no tienen ni el tiempo ni el gusto de contemplarlo porque ya están soñando en el escalón siguiente. Y acaban sometiéndolo todo (la ética entre otras cosas) a la idea de ascender, olvidándose de que en la vida ocurre como en las cimas de las montañas: que a ellas sólo llegan las águilas y los reptiles. Por lo que muchos, que no son águilas, acaban siendo reptiles para subir.

Pero los pobres se morirán sin conocer el dulce sabor de un higo comido con amor o el de unos espárragos que la vida nos pone en la mano.