99. El miedo a fracasar

La semana pasada estuve media tarde jugando con los hijos de un amigo al juego de «pon el rabo». Seguro que todos vosotros lo habéis hecho miles de veces en vuestras casas: se dibuja en un papel o en una cartulina la figura de un burro o de un perro sin rabo. Y, luego, en un papel aparte, se dibuja un rabo en cuyo extremo se pone un poquito de goma. Y ya no hace falta más para jugar. Basta con que luego, por turno y a ciegas, se vaya poniendo el rabo donde se cree mejor, después de que los otros contendientes hayan podido cambiar de posición la cartulina. Es fácil imaginarse que el rabo suele aparecer en la boca, en la panza, en las orejas del burro o a medio metro de él. Y eso es todo. Gana el que lo ponga en el sitio más absurdo. Y lo bueno son las carcajadas con las que los jugadores, incluido aquél que lo hace, reciben los disparates de ese rabo volante.

Y una tontería así nos llenó mucho rato. Pero hubo algo que me obligó a pensar.

¡No logramos que Ivón jugase! Ivón tiene ocho años y es un crío extraordinariamente inteligente, el primero en todo. Extraordinariamente simpático normalmente. Pero no logramos que aquella tarde participase en el juego. Estuvo allí, todo el rato, mirando, un poco pálido y tembloroso, con los ojos saliéndosele de las órbitas de ganas de jugar, pero con un miedo, incluso un pánico, que le impedía hacerlo. Por más que le insistimos, no hubo manera. Era el miedo a fracasar. El pánico a hacer el ridículo. Le explicamos que aquello era un juego y que lo bueno era hacerlo mal, pero él, en su interior, no pensaba que, al reírnos, lo hiciéramos porque el disparate nos hiciera gracia, sino que nos reíamos de la persona que acababa de cometerlo.

¡Y él no se exponía a que nos riéramos de él! Algo más poderoso que sus deseos de participar en el juego le paralizaba a la hora de hacerlo.

Su madre me explicó después que Ivón en así en todo: que era un ganador nato, y que cuando no estaba seguro de triunfar en algo, era incapaz de intentarlo y prefería un suspenso a sólo un notable. O sobresaliente o nada, ése parecía ser el lema de su vida.

La verdad es que en la realidad existen no pocos tipos de este Don Perfecto que es Ivón en pequeñito. Gentes que, sin duda por sus altas capacidades, han nacido triunfando y no pueden ni hacerse a la idea de que la vida pueda venir con la rebaja. Luego, claro, cuando les llega el topetazo, se vienen a los suelos y tal vez ya no se levanten jamás.

Y hay Perfectos y Perfectas de todas las categorías: desde la superguapa que fracasa en su primera aventura amorosa y acaba maldiciendo a toda la humanidad, hasta el opositor que tira los trastos en el primer suspenso, tras una carrera brillantísima. El otro y la otra, en lugar de entender que el fracaso es parte connatural y sustancial de la vida, se dedican, a partir de él, a maldecir de la injusticia de este mundo.

Pero la realidad es bien distinta. El otro día me decía un amigo que «aquél que habiendo hecho diez proyectos consigue llevar a puerto tres, podría considerarse afortunado». Y es cierto. La vida nunca fue tan competida como hoy y lo normal es que uno reciba más batacazos que aplausos.

Los escritores lo sabemos hoy muy bien: si proyectas diez libros, diez novelas o diez obras de teatro, lo normal es que cinco no lleguen ni a empezarse; que de las que empiezas, dos o tres las deseches tú mismo porque no estás satisfecho del trabajo; que otro par de ellas se escriban, pero nunca lleguen a publicarse o estrenarse, y que esa última que, por fin, ve la luz, aún tenga un 80 por 100 de probabilidades de no venderse prácticamente nada. Yo —y perdón por el autoejemplo— tengo una novela soñada hace veinte años, que la empecé a escribir hace cinco y que abandoné en el folio cien, porque me estaba resultando muy amarga. Volví a tomarla dos años después, y yendo por el folio ciento cincuenta me di cuenta de que estaba saliendo lentísima, que con tantos folios escritos aún no había ni presentado los personajes, con lo que amenazaba ser más larga que el «Quijote». Y ahí sigue esperando. Lo más probable es que lo haga por toda la eternidad. Y tuve durante muchos años un gran block al que llamaba «el libro de los sueños» y en el que cada página era el esquema de una novela o una pieza teatral, todas con su título y todo. Pero ahora voy teniendo los días tan llenos que, en este momento, por no saber, no sé ni dónde tengo el famoso block. Y ¿voy a amargarme por los sueños perdidos? ¿Voy a renunciar a mi tarea de mañana porque la de ayer me dejó decepcionado?

Ya sabéis: yo prefiero a Don Posible antes que a Don Perfecto. Y creo que de todos los fracasos, el mayor, sin duda, es no hacer algo por temor a fracasar.