98. Perdón y olvido

De Mello cuenta la historia de un cura que estaba harto de una beata que todos los días venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía. Semana tras semana, la buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje. Y el cura, queriendo desenmascarar de una vez lo que de superchería había en tales comunicaciones, dijo a la mujer. «Mira, la próxima vez que veas a Dios dile que, para que yo me convenza de que es Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, ésos que sólo yo conozco». Con esto, pensó el cura, la mujer se callará para siempre. Pero a los pocos días regresó la beata. «¿Hablaste con Dios?». «Sí». «¿Y te dijo mis pecados?». «Me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado». Con lo que el cura no supo si las apariciones aquéllas eran verdaderas. Pero supo que la teología de aquella mujer era buena y profunda: porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres sino que, una vez perdonados, los olvida. Es decir: los perdona del todo.

Como el lector comprenderá, con esta historieta estoy tratando de salir al paso de esa viejísima frase del «perdono, pero no olvido» que con tanta frecuencia hasta se pone como modelo de perdón y virtud cuando muchas veces es una forma más refinada de resentimiento y venganza. Pero me parece que en este campo hay que hacer dos o tres distinciones.

Perdonar es una de las más nobles funciones de la naturaleza humana. Pero cuando digo noble no digo que sea extraordinaria y no lo normal. En un hombre, lo normal, lo que sale de un alma limpia, es el perdón. La venganza sólo puede salir de lo que tenemos de bruto.

Claro que, a veces, perdonar es difícil. Y es especialmente cuesta arriba perdonarnos a nosotros mismos. Hay demasiada gente que vive amargada contra sí misma, que no se perdona sus propios errores y fracasos y que convierte este resentimiento en agresividad hacia los demás. Pero la verdad es que pasarse la vida dándole vueltas a nuestros propios errores es señal de un refinadísimo orgullo.

Quien, en cambio, se acepta serenamente a sí mismo, quien a la vez sabe exigirse y sonreír ante su propio espejo, ya está bien preparado para perdonar a los demás.

Porque, a fin de cuentas, perdonar es siempre la consecuencia lógica de comprender. Graham Greene suele decir que «si conociéramos el último porqué de las cosas tendríamos compasión hasta de las estrellas». El que hace un esfuerzo por comprender al ofensor casi no necesita perdonarle, porque realmente no llega a ser ofendido. Marañón lo explicó muy bien, con una frase que me gustaría que el lector leyera dos veces: «El que es generoso no suele tener necesidad de perdonar, porque está siempre dispuesto a comprenderlo todo y es inaccesible a la ofensa».

Exacto: el generoso es, literalmente, inaccesible a las ofensas. Puede alguien tratar de hacerle daño, pero la ofensa ni llega a él. Él «no se siente» ofendido, porque es más rápido en perdonar que el ofensor en ofender.

El generoso, además, olvida el mal. O al menos hace todo lo posible por olvidarlo. Ya sé que hay dolores que no se pueden olvidar: si a alguien le falta una mano siempre la echará de menos. Pero hay muchos males que nos siguen doliendo años y años no porque sean muy profundos, sino porque nosotros los alimentamos dándoles vueltas en la memoria. Hay quienes parecen disfrutar manteniendo abiertas sus propias heridas. Eso, y no otra cosa es el resentimiento.

Por eso estas personas, cuando algo o alguien les pincha, revientan como un saco lleno de veneno y lanzan afuera dolores o cuestiones que todos han olvidado ya, menos ellos.

Y no hay cosa más triste que esta gente que es esclava de sus viejos rencores. En lugar de dedicarse a vivir, parece que su oficio fuera sólo recordar, y recordar sólo lo malo. No se dan cuenta de que con ello se autocondenan a la tristeza. Y sufren doblemente.

Por una serie de razones. La primera porque —la frase es de Gracián— «el mejor remedio contra el mal es olvidarse de él». La segunda porque lo que pasó, pasó, y puede enmendarse, pero no rehacerse. Y la tercera —esta vez es Unamuno quien habla— porque «hay que olvidar para vivir; hay que hacer hueco para lo venidero».

Efectivamente: el alma de los hombres es muy pequeña; si la vamos llenando de rencorcitos, la tendremos siempre llena y no podrá surgir de ella ni un acto de amor, e incluso, cuando alguien nos ame, no entrará dentro ese gesto de cariño porque tendremos el alma ya llena de esos rencores.

Y ésa es la última razón por la que Dios, además de perdonar, olvida los pecados: porque tiene que dedicarse tanto a amar que no tiene ni tiempo de recordar el mal.