97. Las ruedas del alma

Desde hace varios días me persigue una frase de Martin Luther King. Aquélla en la que dice que los hombres «hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos».

Me parece, a la vez, evidente y terrible. En el último siglo hemos asistido a una verdadera «aceleración de la Historia», a un avance insoñable en todo lo material.

Mi padre solía decirme que él «había asistido a todos los inventos del mundo». Y es cierto: cualquier persona que haya vivido cerca de un siglo ha conocido desde el descubrimiento del automóvil hasta los viajes a la Luna y, en medio, todos los grandes inventos de que hoy disfruta el mundo. Y es que se tardaron cincuenta y cinco siglos para pasar del descubrimiento de la primera rueda de alfarero y de la rueda de la carreta hasta las ruedas de un automóvil, pero, en cambio, ha bastado un sólo siglo para pasar de los primeros coches a los viajes interplanetarios. El progreso, al menos el material, se ha desencadenado.

Pero ¿han caminado al mismo ritmo las ruedas del alma? ¿Ha mejorado tan rápidamente el espíritu de los hombres? Me parece que éstas son las grandes preguntas que debemos hacernos para medir el grado de nuestra civilización: ¿Son mejores los hombres de hoy que los del siglo XVI? ¿Son más felices quienes hoy pueblan la tierra que los que lo hicieron en el siglo XIII? ¿O, en lo que se refiere al alma, seguimos caminando con ruedas de carreta?

Son cuestiones en las que es difícil generalizar. No cabe duda de que, al menos en Occidente, hay campos en los que se ha progresado en la «calidad» de vida; los niveles sanitarios son mejores, hay un mayor porcentaje de personas que han podido estudiar; somos más libres, al menos en lo que se refiere al estilo de vida o al poder viajar; trabajamos un menor número de horas; hay un cierto mayor equilibrio de las clases sociales con aumento de la media; vestimos y comemos, en conjunto, mejor; las posibilidades de llenar nuestro ocio son más amplias y variadas… Pero ¿somos por ello mejores? ¿Somos con ello más felices?

Pocas cosas hay en este mundo más ambiguas que el progreso. Y no le faltaba razón a Ariel al definirlo como el fenómeno de que «mil cosas avancen y sólo retrocedan novecientas noventa y nueve». Y es que el progreso es como una de esas escopetas en las que el culatazo es casi tan fuerte como el disparo. Hoy medimos muy bien qué fuertes han sido los «culatazos» de nuestra civilización: la industrialización fue un avance evidente, pero nos ha traído la destrucción de los bosques, la contaminación del aire y de los ríos, la puesta, incluso, en peligro de la capa de ozono que protege el planeta; el descubrimiento del automóvil nos dio mayor movilidad, pero hizo también imposibles de vivir nuestras ciudades; la división del átomo consiguió avances espectaculares en la ciencia, pero nos trajo el riesgo atómico y nuclear; la misma televisión nos metió el mundo en casa, pero multiplicó la intoxicación política de los ciudadanos e hizo descender las virtualidades de la lectura. Con lo que todo paso adelante es ambivalente, ambiguo.

Pero lo dramático es cuando se avanza en todo menos en lo esencial. Porque —vuelvo a la frase de Luther King— ¿qué ganaríamos con aprender a volar como pájaros y a nadar como peces, si no supiéramos convivir, si no aprendiéramos a querernos?

Me parece que deberíamos ser honestos y confesar sinceramente que el mundo del siglo XX no parece mucho más fraterno que el XIII o el XVI. Hemos ganado, sí, en un cierto estilo de «respeto» público; hay unas ciertas apariencias de convivencia; se tolera algo menos mal al discrepante; hoy no se lleva tan fácilmente a nadie a la hoguera por sus ideas y el mundo se rasga sus vestiduras cuando alguien lo intenta; pero no parece que se pueda asegurar que han descendido los niveles de egoísmo o que haya crecido la fraternidad. Los pobres siguen en su pobreza sin que la mayoría nos preocupemos, y hoy sabemos muy bien cuántos son los millones que se mueren a diario de hambre sin que el saberlo mejor estropee nuestras digestiones.

Y, a fin de cuentas, ése es el único progreso que cuenta o debería contar.

Nosotros mismos, cada uno de nosotros, ¿puede asegurar que hoy es mejor persona que hace diez años, que está más abierto al prójimo, que ama y más y barre menos para su casa? Huxey tenía toda la razón del mundo al asegurar que «sólo hay un rincón del universo donde uno puede estar seguro de progresar, y ese rincón es uno mismo». Y ¿quién de nosotros podrá jurar que ese rincón suyo ha progresado, que ha crecido tanto en su alma como en su dinero, que mejoró tanto su corazón como la calidad de su casa o de su coche; que hoy se siente más hermano entre hermanos? Si esto no es así, seguiremos contando con almas de la edad de piedra; continuaremos siendo una raza de cangrejos que —como decía Eliot— «avanzan orgullosos hacia atrás».