Confieso que nunca me ha gustado ni mucho ni poco esa idea de que para los cristianos el mundo es sólo o principalmente un «Valle de lágrimas». Esa frase, que se coló en la Salve, siempre me ha costado un verdadero esfuerzo rezarla o cantarla, y creo que sólo puede entenderse metafóricamente y como expresión de un cristianismo medieval que no refleja toda la luz que encierra el Evangelio.
Que el mundo tiene algo y aún bastante de valle de lágrimas no hay quien lo dude. Llorando entramos al mundo y rodeados de lágrimas salimos de él. En medio, aun en los más felices, han quedado muchos dolores y llantos. Pero aun siendo eso verdad, también lo es que entrelazados con estos dolores van siempre miles de alegrías y que si uno disfruta a fondo esas alegrías y vive también los dolores desde la esperanza, tendría todo el derecho a decir también que el mundo es un valle de gozo.
Yo me temo que quienes toman muy en serio esa frase y ven la vida exclusivamente como un valle de lágrimas son, más que cristianos, maniqueos.
Porque maniquea es esa distinción según la cual todo sería amargura en este mundo y el creyente tendría que pasarse la vida soñando en la felicidad que vendrá después, al otro lado, tras la muerte. Esa tierra negra preparatoria de un cielo blanco compensatorio es más una herejía que una visión de fe.
Pero ¡cuánto daño ha hecho esa distinción falsa! Tanto despreciar este mundo del «más acá», tanto confundir la esperanza como una siempre añoranza del «más allá feliz», ha hecho que el mundo moderno reivindicase las alegrías de este mundo y perdiera de vista la realidad del más allá. Un cristiano triste, que deja el gozo para el otro lado, lo que provoca es el «qué largo me lo fiáis» del Tenorio.
Pero Cristo nunca pintó el mundo como «un mal sitio» por el que no hay más remedio que cruzar. Dijo, como es evidente, que la gran felicidad completa está al otro lado, pero nunca negó que aquí estuvieran ya las raíces, y bien hermosas, de esa felicidad del otro lado. Sabemos los cristianos que este mundo es caduco, transitorio, pero no por eso lo amamos menos. Y no sólo porque aquí ganamos el otro mundo, sino porque aún en éste hay muchos rastros gozosos de las manos creadoras de Dios.
Y la esperanza no es para nosotros una «nostalgia romántica del cielo». Es, al contrario, la cadena de escalones por la que caminamos hacia la eternidad. No nos detenemos en la escalera, pero ¿por qué no reconocer mientras la cruzamos que nos parece hermosa? Así la esperanza no es para nosotros una fuga, una «morfina» para que nos duelan menos los dolores del mundo, sino una fuerza viva que despliega en el hombre energías insospechadas.
Conseguir un buen ensamblaje entre el «más acá» y el «más allá», saber unir «el gozo de vivir aquí» con «la esperanza del gran gozo» son las más difíciles asignaturas que tenemos los cristianos de nuestro tiempo. Saber no despreciar el mundo y no apegamos ingenuamente a él no es menos difícil. El mundo es ciertamente provisional, pasajero, doloroso, pero yo no pienso amarle menos por eso. Y allá en el fondo siento aquello que pudorosamente decía Bernanos en la carta a un amigo: «Cuando yo me haya muerto, decidle al dulce reino de la tierra que le amé mucho más de lo que nunca me atreví a decir».