En uno de los libros de Bessiere hay una muchacha que le dice a su abuela: «Tendrías que ir a Yugoslavia. Hay allí un médico especialista en gente mayor que consigue resultados increíbles. Tienes que ir, abuela, volverás como resucitada». A lo que la anciana contesta: «¿Quieres que vaya a Yugoslavia para que vuelva resucitada? ¡Pero, si ya lo estoy!».
Efectivamente, en el mundo hay mucha gente resucitada sin necesidad de acudir a médicos, sin esperar a la muerte. Yo conozco mucha de esta gente: jóvenes que se dedican a atender a minusválidos; ancianos que tienen el coraje de vivir como los jóvenes que fueron; matrimonios que son felices gracias a que tienen un hijo subnormal; esa ciega que se dedica a dar alegría en un pabellón de cancerosos; misioneros que han entregado sus vidas al tercer mundo y se enfadan si les consideras héroes; muchachas que este verano dedican sus vacaciones a atender una residencia de ancianos; ese pianista ciego que ha convertido su ceguera en un plus de belleza musical; viejos sacerdotes que, bien ganada ya la jubilación, prefieren seguir sirviendo en pueblecitos que nadie quiere; familias numerosas que sonríen cuando la gente habla de que lo bueno es la parejita; gente, mucha gente resucitada.
Y es que nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es simplemente entrar en «más» vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día.
La resurrección es, realmente, como dice Bessiere, «un fuego que corre por la sangre de nuestra humanidad. Un fuego que nada ni nadie puede apagar». Nada ni nadie —claro— salvo nuestra propia mediocridad y aburrimiento.
Los resucitados son los que tienen un «plus» de vida, un «plus» que les sale por los ojos brillantes y que se convierte enseguida en algo contagioso, algo que demuestra que todo hombre sobrepasa al hombre que es y que prueba que la vida es más fuerte que la muerte.
Y usted, amigo lector, también es o puede ser una persona resucitada.
La muerte, ya lo sé, nos va cortando ramas todas las noches, mutila ilusiones, poda deseos. Pero, como la vida es más fuerte, también usted puede reverdecer cada mañana esas ilusiones y esperanzas que le fueron podadas por la noche.
¿Cómo hacerlo? Sencillo. Levántese; levántese convencido de que lo hace para vivir y no para vegetar: mírese después en el espejo, sonría, descubra que cuando sonríe se vuelve más hermoso o más hermosa; y ahora pregúntese en qué y en quién va a invertir esa sonrisa y ese día que acaban de regalarle. Recuerde que cuando Jesús resucitó no lo hizo para lucir su cuerpo, sino para ayudar a los suyos que las estaban pasando canutas, atrapados por el miedo a la muerte. Dedíquese, pues, a repartir resurrección. Y se encontrará que todos se sienten mejor después de hablar con usted. Y verá cómo para resucitar, para rejuvenecer, no hace falta ir a ningún médico yugoslavo. Basta con chapuzarse en el río de sus propias esperanzas para salir de él chorreando amor a los demás. Entonces habrá ingresado usted en la cofradía de los resucitados.