El otro día un grupo de muchachas —trece, catorce años— hablaba de sus profesoras y comentaban que había una que siempre les decía en clase lo que ellas esperaban oír, que se esforzaba por darles gusto en todo y esquivaba los temas que se les hacían cuesta arriba. Otra, en cambio, hablaba en clase de lo que creía importante, les gustase o no a las alumnas. Y yo pregunté entonces: «¿Y vosotras, cuál de las dos preferís?». Se quedaron pensativas, y me dijeron: «Para pasar el rato, a la primera. Para aprender, a la segunda».
Pienso ahora qué bueno sería que los mayores supiéramos siempre lo que piensan de nosotros los jóvenes que nos rodean. Porque con frecuencia creemos que estos muchachos son tontos y que lo que hay que hacer para ser queridos y admirados por ellos es engatusarles, acariciarles más que exigirles. Pero resulta que no es así, que ellos saben perfectamente lo que quieren y «usan» a los aduladores para pasarlo bien, pero buscan a los exigentes cuando quieren vivir. Y como con los jóvenes ocurre en la vida entera. Hay personas que torean mirando a los tendidos, lo mismo que las hay que torean mirando a la presidencia, o mirando al toro que están toreando. Los que torean mirando al tendido son los que constantemente buscan el aplauso del público (o de «su» público, de sus amiguetes). Éstos son gentes que no tienen más idea que la de agradar. No son avanzados o progresistas porque lo sean, lo son porque «ahora se lleva».
Mañana, si se llevase otra cosa, pensarían de distinta manera. Son gente que se muere por ser o por caer simpática. Y no excluyen el cometer todo tipo de indignidades sólo porque la gente diga qué valientes, qué lanzados, qué modernos son. Su toreo, claro, es de pésima calidad. Terminan siempre haciendo el salto de la rana en sus vidas, y como la gente no es tonta y descubre pronto a los bufones, les aplaude para reírse mejor de ellos.
Están también los que torean mirando a la presidencia, los que no tienen más idea que escalar las alturas, y para ello lo que quieren es estar a bien con los que mandan, sean los que sean. Saben que, a fin de cuentas, quienes conceden las orejas y los ascensos son los jefes, y lo que buscan es darles gusto a los presidentes.
Naturalmente, también su toreo y sus vidas están vacíos, y antes o después se les ve la oreja. A lo mejor son premiados, porque la coba siempre gusta a los poderosos, pero, una vez con el éxito en las manos, se dan cuenta de que están vacíos.
Están finalmente los que hacen lo que creen que deben hacer, se preocupan por torear bien su realidad y no por lo que la gente piense de ellos. Confían en sí mismos. Confían, sobre todo, en el trabajo bien hecho. Saben que lo que vale, vale; y no se angustian por las críticas, ni mendigan los elogios. Están siempre insatisfechos, pero no porque esperen premios que tardan o no llegan, sino porque saben que la belleza está siempre un poco más allá de nuestras manos. Viven gozosa y exigentemente tensos hacia esa obra bien hecha. El éxito llegará si quiere llegar. Y será lo mismo si no llega. Saben que un buen toreo trae normalmente un buen premio y que una vida llena produce por sí misma abundantes frutos. Y triunfadores o no, salen de la corrida de la vida satisfechos de sí mismos y reconocidos al menos por los mejores.
Buscar el aplauso puede ser lo mejor para conseguir aplausos, pero éstos son viento que se lleva el viento. Buscar una vida llena es menos fácil, pero infinitamente más entusiastamente.