90. El aplauso de las raíces

Una tarde cualquiera, una tarde de sábado, por ejemplo, porque tienes que acompañar a unos familiares, o simplemente porque te apetece, te acercas a un teatro para ver esa «Antología de la Zarzuela», que Tamayo presenta con su conocido pulso y habilidad. Y te sientes sumergido a la ola de espectadores que abarrotan la sala. Y a ti, como a ellos, comienzan a funcionaros los recuerdos y cada número os trae trozos de infancia, de cuando, por ejemplo, tu padre cantaba la romanza del sembrador con tu madre al piano o de cuando, de niño, viste por primera vez «La verbena de la Paloma» o «La rosa del azafrán». Y tú, como el resto del público, te sientes a gusto y sigues con un hondo silencio cada número y, como todos los demás, estallas en aplausos cuando cada uno concluye. Y el espectáculo avanza sin cansarte, porque, en el fondo, la zarzuela tal vez no te eleva mucho artísticamente, pero pone en funcionamiento durante unas horas tu corazón. Y estás ya casi llegando al final cuando tienes la sensación —no sabes por qué— de que algo va a ocurrir. Es que están cantando «Gigantes y cabezudos» y el coro entona aquello de los soldaditos repatriados que se emocionan al ver «aquí la Seo, allí el Pilar» y tú, entre las sombras, intuyes algo que no sabes qué es, algo que no descubres hasta que, de repente, se ilumina, y de la penumbra surge, como un rayo de luz, esa imagen de plata de la Virgen del Pilar y, sucede, sí sucede entonces, que el público rompe el respetuoso silencio con que ha oído otros números hasta su final, y estalla en un aplauso que se derrumba sobre el escenario como una catarata.

Es un aplauso que no ha preparado nadie. Que no surge como fruto de la provocación de un clak. Un aplauso que no nace aquí o allá, sino de todos los puntos a la vez, desde todos los rincones de la sala, espontáneo, fresco, como la respiración de todos los reunidos.

Es un aplauso que a mí me conmueve casi hasta las lágrimas, porque entiendo que ahí lo que se aplaude no es la habilidad del efecto plástico buscado por el director; ni es un aplauso de retórico compromiso o de simple cortesía. No, no es un aplauso ardiente, un aplauso que desnuda el alma de los que lo producen. Es —al fin lo entiendo— el «aplauso de las raíces», un aplauso que le sale al público de las entrañas, casi sin premeditación. Porque este público no es una concentración de beatas, sino de gente normal. De gentes la mitad de las cuales tal vez mañana no vayan a misa, y que, a lo mejor, votan a un Gobierno que un día se cargará la fiesta de la Virgen de Pilar, pero que —con todas las inconsecuencias que se quiera— lleva a la Virgen en la entraña, en las raíces y ese amor le sale convertido en aplauso espontáneo e inevitable.

Por eso tengo yo los ojos húmedos y me siento muy a gusto con toda esta gente que, según los teóricos oficiales, ya no sería católica, pero a la que, ante una aparición de la Virgen, le surge un aplauso en las manos lo mismo que salta la sangre de una cortadura.