Esta mañana, a las ocho y cuarto, murió María Teresa. Llevaba años con un cáncer que se ensañó en su cuerpo, especialmente en los últimos tres meses.
Quienes la conocieron más joven —tan joven como realmente era— dicen que la muerta no era la misma persona: la enfermedad había convertido su carne en la de una viejecita. Pero lo que a todos ha impresionado es su rostro. La paz, la luz que emana.
Y una de sus compañeras —María Teresa era religiosa— me cuenta que pasó la noche entera en coma, sin sentido. Y que exactamente a las ocho de la mañana tomó un momento su conciencia, se iluminó su rostro, sonrió con una sonrisa larguísima de felicidad e inmediatamente murió.
¿Qué vio María Teresa en ese momento? —me preguntan—. ¿Qué fue lo que fabricó en ella esa indescriptible mirada de gozo? ¿Con qué se encontró? ¿Con quién? ¿Qué fue lo que hizo que muriese con ojos de enamorada, de mujer que se casa?
¿Por qué tras tantos años de dolor no se había empañado su sonrisa y por qué tras una vida difícil lo único que al final salió a flote en su rostro fue esa radiante felicidad?
Daría oro, por saber contestar a estas preguntas. Pero al final me queda otra respuesta que la de que esa sonrisa fue como el resumen de su vida, porque quien ha amado mucho descubre un día que todo el dolor del mundo es infinitamente menos importante que su amor.
Ayer lloraban ante su cuerpo hombres de pelo en pecho, los padres de las que fueron sus alumnas. Y lloraba, aunque muy poco, tres lágrimas, con una asombrosa entereza, su anciana madre.
Pero todos salían de ver su cadáver poseídos de una milagrosa alegría. Ante su rostro de muerta feliz ¿quién podía entristecerse? María Teresa era ayer un alegato contra la muerte y más contra la amargura. Durante meses los médicos no sabían ya qué calmantes aplicarle, estaba destruida por las radiaciones, pero su alma seguía estando entera. Y todo se resumía en aquel estallido de felicidad que se produjo a las ocho y cuarto de la mañana.
¡Qué envidia morir con ese rostro! Pero yo sé que una sonrisa final como ésa hay que ganársela a pulso, con un alma muy limpia, con muchas ganas de vivir, con la certeza de que vivir y morir son parte de un mismo y único gozo.