Leo en los periódicos que un juez de Santa Mónica, en Estados Unidos, se ha inventado una pena que, probablemente, no es muy jurídica, pero que es un ejemplo de lo que deben ser los castigos humanos. En el juicio a una muchacha, Lis Kielsko, acusada de conducir alocadamente, no la ha castigado con una multa o unas semanas de cárcel, sino que la ha condenado a pasarse un día entero en la sección de urgencias de una clínica de la Cruz Roja para que viera con sus ojos lo que son realmente los accidentes. El periódico que publica la noticia dice que la muchacha, al concluir su «castigo» ha comentado: «Es horrible, prometo no volver jamás a conducir a tanta velocidad». Y es que el juez había acertado al elegir el castigo y al imponerle «la pena de ver».
Yo creo que realmente cuando los hombres hacen lo que hacen, en realidad no saben lo que hacen. No ven ni un solo metro más allá de sus propias narices.
Viven encerrados en sus propios intereses, arropados en la comodidad, ignorando todo dolor que no pase por su propia piel.
Al principio, tal vez de jóvenes, ven los dolores del mundo. Pero para eso estamos los demás: para convencerles de que cada uno debe lamerse su propia herida, para explicarles que sólo serán felices si se dedican a cultivar su propio corazoncito y «el que venga detrás que arree». Así, los hombres vamos cortando, uno a uno, todos los puentes que nos unen a los demás, y terminamos por ser islas estupendas que nada saben y nada ven de lo que ocurre a derecha e izquierda.
Suele decirse que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pero hay otro tipo peor: el de los ciegos que están convencidos de que ven. El de los que se han puesto unas gafas de egoísmo de tal espesor que ya ni se dan cuenta de que las tienen puestas y han llegado a convencerse de que la realidad es tal y como sus ojos ciegos la testimonian.
Lis Kielsko, la muchacha de nuestra historia, sabía muy bien que existían accidentes, sabía que su exceso de velocidad podía causarles, pero, encerrada en su alma, creía que los accidentes eran «otra cosa», algo que, en todo caso, sólo podía ocurrirles a los demás.
Ahora el juez la ha obligado a «ver», la ha arrancado de su isla egoísta, la ha puesto inevitablemente de cara a la realidad del dolor de sus posibles víctimas. Lis sabe ahora que eso es terrible y le costará mucho olvidarlo, porque, afortunadamente, alguien «rompió su isla», la convirtió en península, la obligó a salir de su alma y «ver».
La realidad, amigos, es más ancha que nosotros. El dolor es algo que existe fuera también de nuestra piel. Bendito quien nos descubre que «también los otros» existen. Bendito quien nos ayude a destruir esa coraza de egoísmo que tan minuciosamente nos hemos construido y que nos vuelve ciegos e insensibles ante el mal que hacemos o el bien que olvidamos. Aunque al arrancarnos esa falsa careta nos haga daño imponiéndonos el castigo de ver.