Entre las cartas que este verano he recibido hay una muy hermosa de una mujer que me pregunta si su vida no habrá sido un fracaso, puesto que nunca ha sido suficientemente comprendida por cuantos la rodean. Su deseo de realizar su propia vida según su conciencia no ha recibido otra cosa que piadosas sonrisas compasivas. Y durante toda su existencia ha tenido que oír cientos de veces el apelativo de «tonta», porque, según muchos, no sacaba a su vida el «juego» que ellos creían tan importante.
A los siete años —me dice— era tonta porque creía en los Reyes Magos y me gustaba hacer lo que mis maestros y padres deseaban de mí; a los quince años, porque creía en el amor y en la amistad pacífica y no me gustaban las críticas ni las diferencias entre los amigos; a los veinte, porque, en vez de buscar un novio rico y con buen porvenir, me enamoré de un muchacho pobre, licenciado en letras (hoy catedrático), que a fuerza de sacrificios había salido de su condición de obrero y porque me pasaba los fines de semana estudiando para acabar mi carrera y hacerla con dignidad; a los treinta, porque acepté todos los hijos (siete) que el Señor quiso enviarme; a los cuarenta, porque mi casa estaba siempre llena de familiares y amigos de mis hijos y no me importaba trabajar por ellos; a los cincuenta, porque adopté un niño abandonado y porque creo en Dios e intento amarle sobre todas las cosas. Ahora mis propios hijos se suman a los que me han llamado tonta toda la vida. Sí tú eres tonta, madre —piensan y dicen—. Nosotros te «admiramos» (pero lo dicen entre comillas, queriendo decir «te compadecemos»), mas no cuentes con nosotros que somos más «listos». Y si yo les contesto «no quiero vuestra admiración, sino vuestro cariño» ellos me dicen que les quiero demasiado, que no les quiera tanto, que no pida correspondencias, porque hay un hermoso mundo que disfrutar y del que yo no tengo ni idea. Sí, me he oído llamar tonta toda la vida y lo he soportado más o menos airosamente; pero en este momento la carga se me hace ya muy pesada.
¿Qué decir a esta amiga? Que, por favor, por lo que más quiera, siga siendo tan «tonta» como hasta ahora. Porque mejor es ser tontos que estar muertos. Mejor tontos que vacíos. Mejor tontos que traicioneros a nuestra conciencia.
Luego decirle que, aspirar a ser buenos y coherentes con nosotros mismos y, encima, desear que los demás nos comprendan del todo, es pedir demasiado. Como una quiniela de catorce. Estar satisfechos con nosotros mismos ¿no será ya suficiente premio?
Y finalmente añadir que no hay que creer demasiado en ciertas sonrisas compasivas. Con frecuencia es el arma que emplean los mediocres para no reconocer la bondad de aquéllos a quienes admiran de veras y no se atreven a imitar.
Algo más aún: aceptar que el amor sólo se impone a largo plazo. Pero que, a la larga, es infalible. Esos hijos, amiga mía, aunque alguna vez parezcan sonreírse ante usted, están ya salvados. Ya nunca podrán olvidar que han sido queridos. Tal vez lo comprendan más tarde, pero un día se sentirán muy llenos y muy orgullosos de su «tonta» madre.