80. Los padres oprimidos

Si algo hay evidente en nuestro mundo es el desconcierto de un alto número de padres cuyos hijos oscilan entre los catorce y los veinte años. Son padres que no entienden nada de lo que ocurre a su alrededor, que miran a sus hijos y se preguntan de dónde han sacado la mentalidad que tienen, quién les enseñó las maneras con que se comportan.

Algunos de esos padres me escriben, tal vez más para desahogarse que para pedir consejos. Y me cuentan —quizá exagerando un poco— la vida real de sus muchachos.

Ésta de hoy, por ejemplo, es una mujer animosa que, a las tres y cuarto de la mañana, mientras espera escuchar el motor del Vespino de su hijo, que aún no ha regresado a dormir, me cuenta sus esfuerzos por «dejar a sus hijos un buen recuerdo y un buen ejemplo» y sus miedos de no conseguirlo, porque —dice— «a la gente joven les interesan muy pocas cosas que no sean sus caprichos y su egoísmo». Y comienza una dramática descripción:

En lo religioso, no les interesa rezar. Mis hijos mayores ya no van nunca a misa: es un rollo. Empiezan a decir que si el Papa, que si tal cura es así o asá, que si la Iglesia no se ha modernizado y que patatín y que patatán. Yo, a mi manera, les hablo de Jesús, pero no les convenzo: yo no tengo estudios y ellos sí, y por eso me pueden. Y luego está lo moral: la mayoría de los jóvenes hacen el amor con su pareja, lo ven normal, dicen que eso es la biología y que es la Iglesia quien se equivoca al no permitirlo. Y me pregunto: ¿Qué tenemos que hacer los padres? Yo no sé lo que está pasando, pero ellos se alejan cada vez más. De nosotros lo único que quieren es la paga semanal, aunque no se hagan ni la cama. Hablan lo menos posible con sus padres, se duchan a diario y quieren ropa bien limpia, llegan a casa tardísimo. Y que les presten el coche, que les dejes dormir toda la mañana, que la comida esté bien y que no te metas con ellos porque te miran con cara de guardia. Si te hacen un recado te lo cobran en pesetas y, aunque usted no se lo crea, yo con todos los padres que hablo se quejan de lo mismo. Mi marido trabaja en dos sitios para que ellos tengan lo necesario, y ellos se quedan tan panchos con los pies encima de la mesa viendo la birria de la tele que les tiene alucinados y repitiendo curso, porque los libros, los profesores, los curas, los padres, la vida, todo es un coñazo, y perdone la forma de decirlo pero así es como hablan. Con todo esto yo pienso que nuestra generación estuvo oprimida por sus padres y ahora está oprimida por los hijos.

Y concluye:

Perdone mi letra y mi sueño. Cuando oiga el vespino de mi hijo que llega, me acostaré y lo haré sin decirle nada. Y mañana me levantaré pronto y empezaré otro día más. De todas formas le pido a Dios que me ayude a ser una madre cada día mejor.

¿Qué decir de este «retrato» de los adolescentes de hoy? Por de pronto que aplicarlo a «todos» los muchachos actuales sería una gran injusticia. Y, después, que no reconocer que refleja a porcentajes bastante altos de ellos sería una ingenuidad. Desgraciadamente son muchos los que, con más o menos detalles, encajan en este «tipo» de adolescentes. O, al menos, así les ven sus padres, que en grandes proporciones sienten ese desconcierto, ése no saber por dónde salir, que esta carta refleja. Es, sí, un hecho la extensión de ese «cáncer de la frivolidad» dentro de la juventud de última hora.

¿De qué proviene? Como siempre de un largo complejo de factores.

Resumiendo mucho yo diría que hemos educado a los jóvenes, al mismo tiempo, en una gran comodidad y en una gran falta de esperanzas personales. Muchos educaron a sus hijos en un afán de tenerlo todo, de no sacrificarse por nada, en que todo les fuera resuelto sin responsabilidades personales, con una visión de la libertad que consistía en que se hiciera en todo su capricho (y esto ya desde muy niños) y, luego, se quejan de que esos mimados resulten egoístas. Pero, al mismo tiempo, les hemos situado ante un mundo en el que casi todas las puertas permanecen cerradas: han de estudiar carreras que tal vez no eligen; ven cómo los que les superan en unos pocos años vagan, después de acabar sus estudios, en busca de un puesto de trabajo; viven en una sociedad que magnífica la trampa y en la que la mentira y el juego sucio son armas normales. Y todo les incita a la postura cómoda: disfruta del presente, porque, te esfuerces o no, el futuro será igual de oscuro.

¿Y qué decir a esos padres desconcertados? Que examinen un poquito sus conciencias para averiguar si empezaron ellos educándoles en ese aplatanamiento.

Pero que, luego, no se detengan a inculparse tontamente, que hagan lo que la madre de esta carta: que se acuesten pensando que mañana van a seguir trabajando, a seguir queriendo a sus muchachos, con la seguridad de que del amor siempre sale algo, siempre queda algo. Pero que no tengan miedo a cantarles las cuarenta siempre que sea necesario, sin látigos, pero también sin acomplejamiento. Porque, cuando uno empieza por decir «no hay nada que hacer», entonces es cuando efectivamente no hay nada que hacer.