78. El arco iris de la abuela

Un muchacho de veintipocos años me escribe para contarme una experiencia espiritual que, al parecer, a él le ha impresionado enormemente. La transcribo tal y como él me la cuenta:

A finales del pasado diciembre enterramos a mi abuela en su pueblo natal de Valladolid: ésa era su ilusión durante los últimos meses de su vida. Y, en el silencio de la vuelta, ocurrió para mí lo inesperado, algo que me hizo comprobar que Dios está en todo momento a nuestro lado. Íbamos entrando por la cara norte de la sierra de Madrid entre una lluvia intensa, y, desde el comienzo del regreso, una pregunta rondaba dentro de mí: «¿Estará bien la abuela? ¿Verá a Dios? ¿Hemos hecho bien trayéndola aquí?». Yo la quería mucho. Ella me había enseñado a rezar cuando era pequeño. Cuidó de mí en muchos momentos y ¡ahora estaba tan lejos! Por eso me repetía y me repetía: «¿Estará bien en estos momentos?». Y entonces sucedió. Entonces llegó la respuesta. Se abrió un hueco entre las nubes y asomó tímidamente el sol, pero con la suficiente fuerza como para dibujar en el cielo el más brillante, el más limpio y hermoso arco iris que jamás había visto. Sí, sentí que, a través de él, mi abuela se dirigía a mí, me estaba contestando: «Sí, estoy muy bien, mira mi sonrisa». Quise disimular las lágrimas que afloraron a los ojos. Eran lágrimas de alegría. Porque entendí que ya descansa en paz junto a Dios.

¿Qué decirle a este muchacho? Ante todo alegrarme de su alegría y felicitarle por su sensibilidad. Pero luego, enseguida, prevenirle contra el riesgo de buscarle respuestas visibles a lo sobrenatural. Y esto por muchas razones: porque lo sobrenatural es siempre muy misterioso y no es fácil distinguir lo que es mano de Dios y lo que es simple casualidad; y, sobre todo, porque cuando uno se acostumbra a buscar ese tipo de respuestas ¿qué ocurrirá cuando falten, cuando Dios responda, como hace tantas veces, con el silencio y la oscuridad?

Me gustaría contarle ahora a este muchacho y a mis lectores algunas experiencias personales que puedan iluminar el problema. Recuerdo muy bien que cuando yo empecé mi ministerio sacerdotal, me ocurrieron un par de fenómenos sorprendentes que podían interpretarse como pequeño milagritos que pasaran por mis manos. Algunas cosas mías —sermones o confesiones— producían frutos muy superiores a la lógica. Y recuerdo que los saboreé como si Dios estuviera explicándome tangiblemente lo que eran las manos sacerdotales. Pero, curiosamente, eso que me ocurrió en mi primer año de sacerdocio, no ha vuelto a sucederme jamás. Era como si Dios hubiera querido ponerme la miel en los labios en un primer comienzo y luego me hubiera dicho: «Mira, de ahora en adelante todo tendrás que hacerlo desde la fe y el esfuerzo, las más de las veces sin ver el fruto y casi siempre desde la oscuridad».

Esta oscuridad la experimenté mayormente el día de la muerte de mi madre.

Como su entierro se retrasó algunas horas para que yo tuviera tiempo de regresar desde Roma —donde yo estaba— el tiempo hizo su labor terrible en el rostro de mi madre. Y, cuando yo la vi, estaba completamente deformado. Casi no era ella. Yo hubiera dado veinte años de vida por ver su rostro sonriente. Pero se me negó. Y durante algunos momentos pensé que nunca «perdonaría» a Dios aquello. Que mi madre muriera, podía comprenderlo: era mortal, al fin, como todos los humanos.

Pero que, en tan pocas horas, Dios dejara que fuese destruido aquel santuario en el que yo fui engendrado, me parecería demasiado, una especie de crueldad innecesaria. Lo recuerdo muy bien: tuve que hacer todo el acopio de mi fe para reconocer que aquello por lo que yo la quería no era su cuerpo, sino algo mucho más profundo que nada ni nadie corrompería jamás. Pero aún hoy me duele no entender por qué Dios no tuvo entonces conmigo esa pequeña caricia de misericordia de retrasar «aquello» por unas pocas horas.

Pero, desde la fe, comprendo que la noche oscura es parte de la vida de todo creyente y que Dios no nos ama menos cuando se calla que cuando nos acaricia visiblemente.

Por eso me preocupa tanto toda esa gente que busca lo sentimental y lo dulce como parte central de su fe. Los que sólo comulgan cuando «sienten deseos» de comulgar. Los que abren un ejemplar de la Biblia y esperan que, poniendo un dedo en una frase al azar, en ella Dios responderá a sus necesidades. Los que hacen apuestas consigo mismos diciéndose: si mañana hace sol es que Dios está contento conmigo; si llueve es que está insatisfecho. Los que creen que lo importante de una misa es que el cura predique bien y la música sea agradable (aunque, naturalmente ambas cosas resulten deseables, más no decisivas para ir o no ir a una misa). Los que olvidan que Dios es amor y el amor es siempre plenitud, pero no siempre consuelo.

Por eso quisiera concluir diciéndole a mi comunicante que, cuando quiera saber si su abuela está bien, agradezca el arco iris, pero no busque en él la respuesta.

Búsquela en la palabra de Jesús que garantizó que él salvaría a cuantos permanecieran en Él. Ése sí que es un arco iris seguro y magnífico.