Cuanto más avanzo por la vida más me convenzo de que la felicidad de los humanos está compuesta, más que por grandes golpes de alegría, por pequeños gestos o detalles de amor o de belleza bien saboreados. Si yo tuviera que medir la temperatura de felicidad del universo por la correspondencia que recibo, concluiría fácilmente que la amargura pesa más que el gozo. Pero me pregunto: ¿Es que los desgraciados son más, que los felices? ¿O no será que el hombre dolorido tiende más a expresar su dolor y a pedir ayuda que el feliz a comunicar su gozo?
Hay una señora que hoy me escribe porque —dice— «como supongo que recibirá usted muchas más cartas de personas angustiadas y desesperadas, planteándole problemas que encogerán su corazón, yo quiero que, al menos la mía, sea un canto de felicidad».
¿Es que a esta señora le va todo bien en la vida: salud, dinero, compañía, éxito, futuro prometedor? No. Tiene setenta y ocho años. Es soltera (aunque la hubiera gustado casarse y tener hijos, ya que cree apasionadamente en la familia y el matrimonio). Vive ahora sola, con mediana salud, acompañándose de un bastón para andar. Ha ido perdiendo a lo largo de los años a casi todos sus seres queridos.
Y en realidad, con la única fuerza con la que cuenta es con la fe, que es para ella «una riqueza inapreciable». Y, con la fe, una manera gozosa de entender el mundo, una tendencia como espontánea a recordar lo bueno y olvidar lo malo y a sacarle jugo de entusiasmo a las pequeñas cosas de la vida.
Por ejemplo: hace unos domingos vivió una pequeñísima experiencia que llenó de gozo su corazón durante veinticuatro horas y que aún le ha dejado un maravilloso regusto en los labios. Resulta que siendo adolescente, casi niña, antes de la guerra, iba con otras compañeras de colegio a dar catequesis en una parroquia.
Allí, entre los niños, había uno de seis añitos «que era una monada». Este niño es hoy un anciano, tiene nietos. Pues bien, ese domingo, cuando mi amiga regresaba de comulgar, se cruzó en la fila con ese mismo anciano con el que hacía años no había vuelto a hablar. Él la miró, reconociéndola y durante unas décimas de segundo cogió y apretó cariñosamente su brazo. No se dijeron palabra. Sólo se sonrieron, pero aquella centésima de segundo llenó de felicidad todo el día de mi amiga, que aún paladea aquel breve encuentro, tras el cual no ocurrió nada más, pero que fue igualmente milagroso.
Es, dice mi amiga, «la felicidad de las pequeñas cosas». Unas pocas así cada año son suficientes para llenar un corazón.
Claro que es muy difícil hacer bien un pequeño gesto de amor y mucho más difícil saber entenderlo y degustarlo. Arturo Rubinstein, el gran pianista, explicaba en cierta ocasión que quienes no saben tocar el piano «no conocerán nunca la energía y el trabajo que hay que desarrollar en los pianíssimos». Un buen silencio es siempre más difícil que un buen sonido y amar sin estridencias es mucho más arduo que lo que la gente llama «hacer el amor». Todo verdadero amante sabe que lo mejor de su historia de amor fueron siempre, precisamente esas pequeñas cosas «intrascendentes» que habrían pasado inadvertidas para quienes no supieron preparar su paladar: aquella sonrisa, aquel tono de voz con la que se dijeron aquella tarde las palabras de siempre, aquel apretón de manos… es decir, todas esas cosas fundamentalísimas que la mayoría acaba dejando de hacer como secundarias, pero que son el mejor jugo de la vida humana.