73. Época de transición

William Inge, el dramaturgo norteamericano, pone en labios de Adán, cuando es expulsado del Paraíso, una broma para consolar a Eva, que no acaba de entender lo que les ocurre: «Pero, querida, ¿qué le vas a hacer? Vivimos en una época de transición».

Un montón de siglos después, los hombres seguimos repitiendo eso de la «época de transición» y lo decimos muy seriamente para defendernos de todo aquello que no entendemos y a lo que no tenemos el coraje de oponernos. Ante cualquier problema nos resulta muy cómodo acudir a esa explicación tranquilizadora. ¿Que un muchacho llega a casa a las tantas, que gasta chorros de dinero y que carece de todo respeto a sus padres? Pues no faltará quien tranquilice a su padre: «¿Y qué le vas a hacer? La familia vive tiempos de transición. No hay nada que hacer». ¿Qué un cura se pregunta por qué cada vez va menos la gente a su Iglesia? Alguien le contestará: «Hijo, es que la Iglesia está también de transición».

Y lo gracioso es que, con eso de la transición, parece que todo está ya explicado, disculpado. Porque si se te ocurre seguir pensando que ciertas cosas están mal estemos en los tiempos que estemos, te mirarán por encima del hombro como a un pobre muchacho poco desarrollado o como alguien que no se adapta a sus tiempos.

Tiempos de transición, naturalmente.

¿Y qué queremos decir con esa frasecita? Que nos ha tocado un mal tiempo, que hay que tragarse ciertas cosas porque, en definitiva, pasarán cuando el mundo se sedimente y lleguen los buenos tiempos que ya no serán de transición y en los que todo volverá a sus cauces.

Así que mejor que luchar y desesperarse sería ser comprensivos, tolerar, esperar a que pase la mala ola y venga un tiempo como Dios manda.

Pero resulta que:

1. Todos los tiempos son de transición.

2. Nunca llegará una edad dorada e inmóvil.

3. Todos los tiempos son igualmente importantes.

4. Y, en todo caso, éste es el nuestro.

Efectivamente: todos los tiempos son de transición, desde Adán al juicio final. El hombre es un animal transeúnte que vive tiempos transeúntes. Hoy es el prólogo de mañana lo mismo que ayer fue el comienzo de hoy. Desde que el mundo es mundo los hombres, las costumbres, la misma vida religiosa han ido caminando y, por tanto, cambiando y todas las generaciones han tenido la tarea de ir cribando lo que tenían y lo nuevo que venía, porque ni podían tirar todo el ayer por la ventana ni tragarse sin digerir cuanto el nuevo tiempo traía. El oficio del hombre no es, sobre la tierra, más que la tarea de una gran digestión de futuro, si es posible con el mínimo de indigestiones.

En segundo lugar, no ha existido ni existirá jamás una edad dorada y tranquila en la que el mundo se sedimente. Al contrario: cada vez que la Humanidad ha cometido esos inmensos errores que a veces nacen de un tonto afán de novedades, esos disparates se han incrustado en la carne de las siguientes generaciones que, con frecuencia, han tenido que pagarlos muy caros. Seguramente muchos, hace ahora cincuenta años, dijeron que lo de los campos de concentración eran cosas de un «tiempo de transición», pero eran mucho más: aún no nos hemos lavado su vergüenza.

En todo caso, todos los tiempos son igualmente importantes y han de ser vividos con idéntica responsabilidad. Ahora suele hablarse mucho de los años de lo que suele llamarse «el régimen anterior» y todos hablan como si ellos no hubieran estado allí; y hasta se habla de «los cuarenta años mediocres» o «los cuarenta años del borreguismo», sin darse cuenta de que, en todo caso deberían hablar de los años de los mediocres o de los borregos, empezando por incluirnos en la cuenta.

Finalmente, bueno será recordar que nuestro tiempo —tanto si es de transición como si fuera de estabilidad— es «nuestro» tiempo, nuestro único tiempo. Si un día llegara a venir una edad dorada, nosotros, en todo caso, ya no estaríamos allí.

¿Qué quiero decir con todo esto? Que todo hombre debe ser fiel a sus convicciones y tener el valor de decir «esto es bueno», «esto es malo», tanto si está de moda como si no lo está. Que debemos oponernos a cuanto nos parezca indigno, sin caer en la trampa cómoda de decir: esto son cosas pasajeras del tiempo de transición que nos ha tocado vivir. Bastante nos arrastra la vida para que encima nos arrastren los tópicos.