70. Peor que la muerte

A propósito del artículo en el que, en esta misma sección, comenté el hueco imposible de llenar que dejaba en una mujer la muerte del esposo o del hijo, recibo una tremenda carta en la que una señora me cuenta que hay algo peor que eso, peor que la muerte: la pérdida mortal de los que siguen vivos.

Esa mujer —me dice— que perdió a su marido, vivió al menos felizmente con él durante muchos años y le queda ese consuelo del recuerdo de una vida compartida.

Pero yo no tengo ni eso. Mi marido vive, pero es como si, para mí, hubiese muerto: vive con su madre, no quiere saber nada de mí. Sí, la muerte física es algo duro, tremendo. Pero esta otra muerte que te seca el corazón aunque estemos vivos, es algo de más difícil consuelo. No recibimos pésames, no nos vestimos de negro ¡pero qué solos nos sentimos! ¡Y estamos vivos y sufriendo, tal vez hasta el final de nuestros días! Pero no merecemos el dolor ni la compasión de los amigos, ni el consuelo que suelen dar cuando un ser querido se muere.

Muerte que, en mi caso, es doble. Porque, tras su padre, se fue también mi hijo.

Un día se casó sin avisarme siquiera. ¡Y tanta lucha para esos estudios de los que ahora vive y esas noches sin dormir y esa dura pelea que, al fin, sólo sirvió para que hoy me considere demasiado fuerte! Porque ese hijo se fue porque acusa a su madre de su infancia triste por las desavenencias entre sus padres. Me acusa a mí y a su padre le compadece. Él sabe que fue siempre un hombre sin carácter, un pobre hombre sin voluntad. Y mi hijo, en lugar de compadecerse de mí, me acusa porque recuerda que era yo la que gritaba, la que mandaba; y ve a su padre acobardado, siempre con una copa de más, quizá por mi culpa, porque yo le exigía más, más trabajo, más personalidad, más inteligencia, más de todo.

Y así es como hoy estoy sola, porque la muerte no llamó a mi puerta, aunque a veces los puños ensangrentados de dolor golpean la tapia del misterio gritando: ¿Por qué esta vida dura para mí?

¿Qué contestar a cartas como ésta? ¿Qué consuelo aportar que vaya más allá de unas palabras corteses y vacías? Ciertamente la muerte física es mucho menos cruel que la muerte del amor.

Lo que, en todo caso, me parece claro es que la peor de las soluciones sería ponerse «ahora» a juzgar, a averiguar «quién tuvo la culpa». Revolver el pasado es inútil. Uno debe, sí, examinar su conciencia, pero, hecho una vez, no volver la cabeza atrás.

También me parece estéril llenarse de preguntas amargas, de porqués, que «hoy» ya no tienen respuesta. La única pregunta que tiene ahora sentido es ésta: ¿Queda alguna posibilidad de reconstruir aquel amor o, cuando menos, unos restos de amistad que permitan la convivencia o el vivir sin rencores?

Yo sé de sobra —y decir otra cosa sería engañar— que un amor roto es tan difícil de recomponer como un jarrón hecho pedazos. Sobre todo cuando el tiempo ha ido congelando las heridas y endureciendo las posiciones. Sólo un milagro o un prodigio de mutua virtud puede componer ese destrozo.

Y, sin embargo, yo creo que, a pesar de todo, esas batallas no deben darse nunca por absolutamente perdidas, que hay que mantener siempre una portezuela abierta. Seguir amando con paciencia. Aprovechar las pequeñas ocasiones.

Felicitar en un santo o en navidades. Aclarar, al menos, que el amor, o algo parecido al amor, sigue existiendo. Y en todo caso, no pudrirse en el propio vinagre.

Pero la gran lección que historias como ésta ofrecen es la de la importancia del amor y la fragilidad del mismo. Ojalá este matrimonio y este hijo hubieran sabido entender hace años, cuando el amor estaba aún vivo, lo que estaban jugando de sus vidas en aquel amor. Cuando éste ha muerto es cuando se descubre que todas las cosas que lo ponen en peligro tienen cien veces menos importancia que él. Que no hay diferencia de carácter, de opinión, de modo de ser, que justifique la puesta en peligro del amor.

Y es que pocas cosas hay más importantes y a la vez más frágiles que el amor de los hombres. Sólo los ingenuos creen que el amor es de cemento y que basta con tenerlo para que dure eternamente. Es, por el contrario, frágil como un jarrón de China. Y necesita mimos y cuidados. Y la menor grieta tiende dolorosamente a crecer. Vivirlo confiadamente para después llorar sobre su tumba es la mejor manera de destrozar la vida.

Porque cuando se pierde un amor se pierde mucho más que eso. Si un amor es capaz de dominar toda una vida ¿no será la vida lo que se oscurece cuando él se apaga? ¡Cuidadlo bien, amigos, los que tenéis la suerte de tenerlo! Por las grietas de ese enfrentamiento, de esa sequedad, de esa discusión idiota, puede estarse escapando el jugo de la vida.