69. Un vacío imposible de llenar

Entre las cartas que recibo hay algunas que me golpean como un puñetazo en la frente; cartas que me dejan el alma como vacía y desconcertada, cartas que sé que nunca seré capaz de contestar dignamente. Son aquéllas en las que una esposa me cuenta —casi más con aullidos que con palabras— que ha muerto trágicamente uno de sus hijos o que acaba de irse de este mundo el hombre con quien convivió apasionada y felizmente durante muchos años. Son cartas que, en realidad, no me piden nada. Gritan ante mi puerta como podrían hacerlo en una iglesia o ante la casa de un amigo. Me explican el vértigo que sienten, cómo su vida ha perdido todo sentido, con cuántos deseos esperan ellas mismas que la muerte concluya su tarea. Hacen preguntas, golpean con sus puños ensangrentados ante la tapia del misterio. Y no manchan con lágrimas las cuartillas porque ya no les queda ni llanto.

Ante estas cartas yo también me quedo como vacío. Sé perfectamente que todas las palabras son inútiles ante dolores como éstos. Y me ocurre lo mismo cuando voy a un funeral: lo único que sé hacer es sentarme junto a los que sufren y permanecer callado. Porque ante la muerte de un ser querido todo suena falso. Y la misma amistad parece —aunque no es— inútil.

Gabriel Marcel lo comprendió perfectamente: «El verdadero problema no es mi muerte, sino la de los seres queridos». Es cierto: morir sólo es morirse; ver morir a los que amas es una mutilación para la que la naturaleza humana no parece estar preparada.

Y, sin embargo, algunas respuestas habrá que intentar, por absurdas que sean.

Que absurdas serán, como la de aquella niña a la que un día pregunté: «¿Y tú qué harías para consolar a una persona triste?». La chavalina se me quedó muy pensativa y al fin me respondió: «Le haría cosquillas».

Decir palabras genéricamente consolatorias es tan absurdo y ridículo como las cosquillas de mi amiguita. Porque toda tristeza por la partida de un ser querido es sagrada. Y, sin embargo, yo creo que desde la fe y también desde el amor hay algunas ayudas, ya que no respuestas totales. La fe no cura todas las heridas, pero sí aclara algunas y hasta las mitiga cuando va unida a la esperanza. Esa esperanza que todos los hombres tenemos, afortunadamente, clavada en nuestro corazón y que nos certifica que los muertos no se mueren del todo. Esa esperanza que no es algo que nosotros fabriquemos a golpes de deseo, sino que está apoyada en el mismo centro de la naturaleza humana.

Gabriel Marcel —voy a volver a citarle porque es el gran profeta contemporáneo de esta esperanza— sufrió indeciblemente por la muerte de sus seres queridos, pero con el paso del tiempo fue descubriendo que esos muertos no se separaban del todo de nosotros, sino que, en realidad, desde el otro lado «tiraban de nosotros», hasta tal punto que «nuestra esperanza es la respuesta a esa llamada venida de otra parte», ya que «la certeza de que los muertos viven con nosotros es el pan cotidiano de millones de madres, esposas, maridos que han perdido al ser amado».

Pero ¿y quién nos certifica que todo esto no son palabras hermosas? Lo certifica el amor, que «sabe» que los muertos no se han muerto del todo. Lo certifica —para los cristianos— Jesús, que sí estuvo al otro lado, que conoció las dos caras de la realidad y nos certificó que Él nos esperaría en la otra orilla.

A mí me gusta pensar que quienes estamos aquí, estamos, en realidad, a medias aquí y a medías al otro lado. Recuerdo cuánto me impresionó aquella frase de San Juan de la Cruz que, tras asegurar que el alma que ama a Dios vive ya más en la otra vida que en ésta, asegura que «el alma vive más donde ama que donde habita».

¡Y uno tiene ya casi tantas cosas y personas amadas al otro lado como en éste! Tal vez nuestra vida sea como una batalla en la que, al nacer, tenemos todo nuestro amor en el platillo de la vida y lentamente, a lo largo de los años, vamos pasando trozos de amor al de la muerte. Morirse, tal vez sea romper el equilibrio: llegar a tener más amor en el platillo de la otra vida.

Recuerdo ahora que, cuando mi padre murió, hablaba con su confesor y le contaba cuánto le costaba irse y dejarnos a sus hijos en este mundo. Y cuando don Vicente le contestó: «Pero al otro lado le esperan a usted sus padres, sus hermanos, su esposa», mi padre respondió simplemente: «Es verdad».

Sí, es verdad. Vivir es una tremenda aventura que realizamos medio a ciegas.

Sobre nosotros gravita el misterio. Un misterio que lenta y dolorosamente va arrancándonos de nosotros mismos. Hasta —vuelvo a citar a Marcel— «el instante en que todo quedará sepultado en el amor».