67. Saber reírse

Don Ángel Sagarmínaga fue, probablemente, el cura más simpático que ha tenido España en todo este siglo. Y entre sus modos de ser tenía una manera muy especial para catalogar a las personas. Por eso, un día en que alguien elogiaba las magníficas virtudes que rodeaban a un clérigo recién elegido obispo —«es un hombre equilibrado, profundo, celoso, inteligente, sólido teológicamente»—, don Ángel preguntó: «¿Y se ríe mucho?». «¡Ah!, no —le contestaron—, es un hombre tremendamente serio en todo». A lo que Sagarmínaga añadió por todo comentario: «¡Hum!».

«Hum» diría yo de todos esos hombres que, al nacer, parece que se hubieran tragado una escoba, esas personas que creen que se devalúan si toman la vida con una chispita de humor y si añaden, al menos una vez al mes, una ración de carcajadas. Sterne decía que «un hombre que ríe nunca será peligroso, y pudo decir, a la inversa, que siempre puede temerse uno lo peor de alguien que jamás ilumina su rostro con una risa o una sonrisa».

Los psicólogos aseguran que el humor es siempre una victoria sobre el miedo y la debilidad. Todos los hombres nos sabemos débiles, tenemos miedos que ocultamos a todos, pero que están en nuestro corazón. Y resulta que en la mayoría de los casos, el débil —sobre todo cuando está en puestos de autoridad, desde el padre hasta el jefe— tiende a ocultar esa debilidad suya con una capa de solemnidad.

Cree que endureciendo el rostro nadie descubrirá sus miedos interiores. Y por eso da sus órdenes a gritos, se refugia en el «esto se hace así porque lo mando yo», «aquí el que manda soy yo». Frases que denotan una debilidad tremenda y una gran necesidad de ocultarla.

El verdaderamente fuerte, en cambio, no necesita demostrarlo a todas horas y prefiere superar sus miedos a través del humor. Se reconoce débil y se ríe de sí mismo lo suficiente como para que ya no le preocupe en absoluto que los demás quieran o intenten reírse de él. A la larga, triunfa.

Pero donde esto se hace más visible es en el campo religioso: la fe, evidentemente es una cosa seria y Dios no es algo para tomar a cachondeo. Pero de esto a esa seriedad aburridísima con que algunos creen que hay que vivir la fe hay demasiados kilómetros.

Yo recuerdo siempre, aquello que contaba Bruce Marshafi: educado en una familia protestante puritana, al buen chaval Bruce se le hacían insoportables las iglesias. La hora de los cultos era, para él, la mayor de las torturas: no podía hablar, no podía casi respirar; si se movía, su madre la pellizcaba; si, por casualidad, se le escapaba del bolsillo una canica y se ponía a correr hacia el presbiterio, ya sabía que en su casa estallaría la tormenta y le tendrían castigado quince días sin salir.

Así hasta que un día tuvo que asistir a la primera comunión de un amiguito católico y acudió a una iglesia «papista». Y ocurrió que, en el momento más solemne de la misa, se le escapó del bolsillo, no una canica, sino una moneda, que, por el pasillo central, emprendió una carrera que todos los fieles e incluso el cura que celebraba siguieron con los ojos… hasta que fue a meterse por la rejilla de la calefacción. En este momento el cura que celebraba prorrumpió en una sonora carcajada que muchos corearon con sonrisas. Bruce no entendía nada. ¿Cómo es que allí nadie se había escandalizado? Y, con esa lógica propia de los críos, se dijo a sí mismo: «Esta debe ser la Iglesia verdadera. Aquí se ríen».

Bien, no diré yo que haya que incluir en los libros de teología, entre las pruebas de credibilidad sobre la Iglesia, ésta de que los católicos podemos libremente sonreír sin que Dios se nos enfade, pero si diré que un poquito de humor hace bien a la vida y a la fe…

Permitidme que os cite un texto de Martín Grotjahn que, me parece, vale la pena meditar en cada una de sus palabras: «Todo lo que se hace con risa nos ayuda a ser humanos. La risa es una forma de comunicación humana que es esencia exclusiva del hombre. Se basa en la liberación de las tendencias agresivas y los falsos sentimientos de culpabilidad; y esta liberación nos hace, quizá, un poco mejores y más capaces de comprender a los demás, a nosotros mismos y a la existencia. La risa nos da libertad y el ser libre puede reír. El que comprende lo cómico, comienza a entender a la Humanidad y su lucha por la libertad y la felicidad».

Me parece que no es éste tampoco un mal programa para los creyentes.

Porque yo estoy completamente convencido de que una de las mejores sorpresas de la vida eterna va a ser descubrir que Dios es infinitamente más divertido de lo que nos imaginamos. Porque, efectivamente, si Dios fuera como uno de esos señores que se han tragado una escoba, la eternidad sería sencillamente insoportable.