De todas las noticias que he escuchado recientemente, la más cruel, la más horrible, me parece ésa que surge de un informe del Senado, según el cual nada menos que el 70 por 100 de los ancianos ingresados en residencias recibe de sus parientes, cuando más, una o dos visitas al año. Y para que la cosa resulte más espeluznante todavía, proponen los senadores que se puedan entablar acciones judiciales contra esos hijos que, teniendo medios y posibilidades, no atienden a sus padres.
¿Vivimos en un país civilizado? Con todos los perdones, toda mi vida he pensado que una nación en la que los ancianos no son queridos y bien tratados es una nación salvaje. Así, sin rodeos.
Nunca fue fácil llegar a la vejez. Ya nuestro poeta Jorge Manrique escribió que «todo se torna graveza cuando llega el arrabal de senectud». Porque, efectivamente, «la vejez nunca viene sola», como escribió hace muchos siglos Platón. Con ella viene la enfermedad, el agriamiento de carácter, el descenso de esperanzas, la falta de horizontes, el aburrimiento y la peor de todas las dolencias: la soledad. Y es difícil, muy difícil, llegar a ser un anciano feliz. Los hay, afortunadamente, y bastantes. Pero aun éstos han de reconocer que tienen que multiplicar su coraje y sus ilusiones para seguir siendo los hombres que fueron.
Pero lo verdaderamente grave del asunto es que parece que nuestro siglo estuviera haciendo todos los esfuerzos posibles para dificultar la felicidad de los ancianos. Pues siempre hubo viejos abandonados, ya que la raza humana nunca funcionó muy bien del corazón; pero nunca fueron tantos ni en circunstancias tan dolorosas.
Parece bastante claro que el lugar no sólo ideal sino simplemente lógico y humano para pasar los últimos años es la casa donde uno ha vivido siempre. Esto es algo elemental en las civilizaciones que juzgamos atrasadas. Los papúes no entenderían que el patriarca de la familia se alejase de su condición de rey soberano de todos sus descendientes. Y unos hijos europeos con un sentido filial suficiente saben que, salvo excepciones, ningún sitio mejor para sus padres que la casa de sus hijos. Los castellanos clásicos consideraban esto no sólo normal sino una verdadera bendición. Por eso uno de sus dichos tradicionales aseguraba que «dichoso es el hogar en cuyas brasas se calienta un anciano».
Y hoy existen, por fortuna, familias que consideran su mayor deber hacer felices a sus viejos mientras tengan la suerte de tenerlos con ellos. Eso es, con frecuencia, difícil. Ni las casas de hoy se construyeron para familias grandes ni el trabajo del matrimonio fuera de la casa permite siempre atender bien a los padres. Pero yo veo que hay hijos que hacen todos los equilibrios del mundo para no alejar a sus padres. Si se me permite una punta de orgullo, contaré que en mi casa llegaron a juntarse cinco octogenarios (mi padre, el padre de mi cuñado, tres tíos solteros) y que ni por un momento pensamos en desembarazarnos de ellos. Ello supuso que nosotros tuviéramos que renunciar a muchas vacaciones y a mucha felicidad, pero los cinco tuvieron durante sus últimos años una casa caliente y acogedora. Tal vez sea lo mejor que hayamos hecho jamás en nuestra casa.
Pero me parece que no es esto hoy lo corriente. Lo normal es que se «pelotee» a los padres ancianos y que al final los más de los hijos acaben escurriendo el bulto, hasta que todos «descubren» que la «única» solución es buscarles un asilo.
Y todos ustedes saben lo que ocurre cuando esto sucede. Hay, sí, asilos en los que el cariño humano sigue existiendo. Y creo que en los regentados por religiosos esta afortunada posibilidad se multiplica. Pero la mayoría ¿no son una tumba anticipada?
Y no es lo peor el que sean maltratados y a veces mal alimentados (raro es el día que no aparece en los periódicos, la historia de una de esas residencias ilegales, construidas con la tapadera de ayudar a los ancianos, cuando realmente lo que se quiere es sacarles las últimas perrillas de sus pensiones); lo peor —y esto ya en las legales y las ilegales— es la soledad.
«En realidad —decía Gabriel Marcel— no existe más que un solo sufrimiento: la soledad». ¿Y qué soledad más honda que la de las personas que han perdido ya sus esperanzas, sus ilusiones, su libertad, y que acaban hasta por olvidar el rostro de sus hijos y sus nietos, que aparecen por la residencia un par de veces al año, tal vez el día de su santo y la víspera de Navidad? ¿Y los otros trescientos sesenta y tres días?
«Un hombre sólo está siempre en mala compañía», dijo Paul Valéry. Y es cierto: en lugar de la visita del hijo llega la visita de la amargura, del resentimiento, de los recuerdos envenenados, tal vez la de la desesperación. Luego nos aterran los suicidios de ancianos.
Y ahora —¡qué paradoja!— quieren lograr con leyes lo que no se consigue con el corazón. ¡Hala, que castiguen a esos desalmados del corazón de piedra, o que les rebajen en Hacienda, a ver si así les crece un poco el alma! La verdad es que si hasta el amor hay que incentivarlo con dinero o con castigos, mejor sería darse uno de baja en la raza humana.