65. El riñón del prójimo

Hay una cuestión que, desde hace muchos años, me preocupa y a la que no acabo de encontrarle una respuesta convincente: ¿Por qué habiendo, como hay, tanta buena gente en el mundo, el nivel de felicidad de nuestro planeta no pasa de mediocre? ¿Por qué, si el número de «malos», entre los humanos es, más bien, minoritario, lo que nos llega todos los días son desgracias, horrores, violencias?

Cuando yo contemplo a cuantos me rodean, en mi vecindario, en mi trabajo, llego casi siempre a la conclusión de que, uno por uno, son buenas personas, son generosos, simpáticos, tratan de ser felices y de hacer felices a los demás. Cuando sucede una catástrofe, la mayoría acude con generosidad a ayudar. Con mucha frecuencia te encuentras con gente que te quiere sin que tú hayas hecho ningún mérito especial para conseguirlo. Los vecinos se socorren, por lo menos cuando uno de ellos pasa una tragedia. Los familiares se quieren. Los enamorados pueblan los parques. La gente es pacífica y odia la violencia. Muchos estarían dispuestos a renunciar a cosas que les son necesarias para ayudar a los hambrientos. Y… sin embargo, esto que se produce a pequeña escala ¡no es lo mismo a nivel de colectividades!, el mundo parece una colección de seres ariscos, belicosos. Al menos lo que entra por los ojos es esa sensación de que el mundo va a la deriva por falta de amor y amontonamiento de egoísmos. ¿Qué es lo que hace que los individuos sean positivos y la suma de los individuos sea bastante menos maravillosa?

Para descubrir esta doble cara del mundo me bastaría a mi acercarme cada mañana a mi correspondencia.

Permitidme que os cuente algo muy personal: entre las cartas que hoy he recibido hay una de una religiosa que ha oído que yo tengo un problema renal y que estoy sometido, hace ya cuatro años, a diálisis. Es una religiosa a la que no conozco de nada y que de mi conoce mi cara por televisión y algún que otro artículo. Pero sin más razones, me cuenta que ella, que tiene cáncer de huesos y ve muy próxima la muerte, quiere donarme —ya ahora, en vida, o cuando se muera— sus riñones. No sabe si servirán, pero estaría dispuesta a dármelos ahora mismo aunque eso recortara su vida.

Una carta así me deja maravillado. Y me maravilla tanto más cuanto que no es la primera, ni la décima, ni vigésima persona desconocida que me ofrece lo mismo.

No llevo la cuenta, pero al menos cuarenta desconocidos me han escrito para lo mismo. ¿Por qué? ¿Qué les mueve? ¿Qué es lo que hace que piensen que vale la pena recortar su vida para alargar la mía?

A todos tengo que contestarles lo mismo: que no todos los riñones sirven para todos los enfermos; que en mi caso, por una serie de complicaciones, el trasplante es desaconsejado por los médicos, y que, en todo caso, yo moralmente nunca podré aceptar que otro ser vivo se juegue parte de su salud por la mía.

En todo caso, yo no puedo leer cartas como ésas sin lágrimas al sentirme tan asombrosamente querido. Pero este gozo que yo siento va contrapesado por muchas preguntas: ¿Por qué, al mismo tiempo que tantos se sienten generosos para mí, el número general de donaciones desciende? ¿Por qué la gente se moviliza para causas o personas concretas, pero pasa insensible frente a los dolores generales de desconocidos? ¿Por qué yo tengo tanta suerte de encontrarme con gente que me quiere y lo demuestra y, en cambio, hay tantas cartas en las que otras personas me cuentan que, a la hora de la verdad, nadie les quiere?

Me temo mucho que los hombres vivimos más con la imaginación que con la razón. Que nos movilizamos cuando algo golpea nuestra sensibilidad, pero vivimos con los ojos cerrados frente al dolor del mundo. Si alguien nos cuenta con tintas un tanto patéticas la desgracia de una persona concreta, acudimos sin dificultad a ayudarla, pero, en cambio, no vemos o no queremos ver esa misma desgracia si está todos los días pidiendo en nuestra acera. Somos estupendos para las excepciones, pero no para la regla. Creemos tener caridad y apenas tenemos emotividad.

Pero ¡imaginaos lo que sería el mundo si todos actuásemos en la vida pública con los modos que acostumbramos en la privada! ¡Si todos viviéramos pensando que el riñón, el corazón o el pan del prójimo son más importantes que los nuestros! Ésa es la gran tristeza: que podríamos vivir en un paraíso sólo con proponérnoslo.