Con bastante frecuencia recibo cartas de personas que, o porque han recibido una decepción amorosa, o porque están aburridos de su vida en el mundo, o porque son tan profundamente tímidos que no se sienten a gusto viviendo entre los demás, me escriben preguntándome que tendrían que hacer para ingresar en un convento, cuanto más duro y solitario mejor, cartujos, trapenses si es posible. Después de mucho tiempo de una vida corriente buscan ahora un final pacífico, un dejarse morir sin líos en uno de esos remansos que dicen que son los viejos monasterios.
A mí me resulta bastante difícil intentar decepcionar a todos estos amigos explicándoles que, si los motivos de su decisión sólo son ésos, difícilmente van a recibirles en una abadía y más difícilmente van a perseverar en ella. Intento decirles que la vida contemplativa no es un camino de fuga de este mundo y que los monjes no ingresan —salvo en las novelas románticas— por decepciones amorosas o porque el mundo les resulte aburrido, sino por todo lo contrario: porque Dios les resulta extraordinariamente interesante. Y, por ello, no van a los monasterios a descansar y esperar la muerte; van a iniciar la escalada más peliaguda que todas las de este mundo y que sólo se puede hacer con una gran plenitud de vitalidad.
La verdad es que los hombres tenemos una idea peregrina de la soledad y la santidad. Cuando algo nos falla en nuestro camino encontramos siempre la forma de echarle la culpa al camino y no a nosotros mismos: «No se puede servir a Dios en este barullo», «son las cosas externas las que me maniatan». Y esto puede que a veces sea verdad, pero las más de las veces el tropezón no está en el pie, sino dentro del alma. Juan Ramón Jiménez escribió algo que es absolutamente elemental: «En la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva». Es cierto: si llevas vanidad y frivolidad, es vanidad y frivolidad lo que te encontrarás en la soledad. Si llevas amor y Dios, será ese amor y ese Dios lo que podrás saborear en ella. Esta soledad no es un hada de varita mágica que vuelva por si sola en geniales las almas mediocres o vacías. Hay que ir lleno a la soledad para que esa plenitud estalle en ella.
Tampoco puede esperarse que, en un convento, Dios venga a convertir en milagroso todo lo que nos ocurre. Estoy leyendo estos días la preciosa biografía que sobre Rafael Arnaiz (el hermano Rafael que murió en la Trapa de Dueñas y que pronto será beatificado) ha escrito, con una gracia impagable, mi buen amigo Gil de Muro. En ella queda muy claro cómo es la gracia de Dios, pero unida a diario con el esfuerzo del aspirante a santo, la que fue conduciéndole por los caminos de la montaña de la santidad.
A Rafael, por ejemplo, le parecía intragable la comida que en la Trapa le servían. Él, que tenía un tenedor delicadísimo, bien experimentado en los mejores restaurantes de Madrid, debía cerrar los ojos y tragar cuando le servían los grandes cazos de lentejas, alubias o berza, y sentía un mar embravecido en el estómago cuando salía a las seis de la mañana a escardar los cardos con sólo dos dedos de algo llamado café en su interior. Sin embargo, decía él, todo en el monasterio le resultaba fascinante y divertido. «Claro que —explicaba en una de sus cartas— esto no quiere decir que las lentejas un día sepan a perdices y otro a tortilla de patatas. No. Las lentejas serán siempre lentejas mientras dure mi vida en el monasterio. A pesar de todo, las como con mucho gusto porque las sazono con dos cosas: con hambre y con amor de Dios. Y así no hay alimento que se resista».
La receta me parece estupenda y aplicable a todo género de problemas. Hay gente que piensa que, cuando se tiene fe, los problemas desaparecen por sí solos.
Y así, los dolores se convierten en efluvios místicos, las persecuciones se hacen gloria bendita y las injurias miel sobre hojuelas. Pero si las cosas fuesen así, ser creyente resultaría una ganga y un negocio favorabilísimo. Con un poco de fe, la vida y sus dolores, resueltos. Pero la verdad es que, normalmente, Dios no va por delante de los suyos quitándoles todas las trampas en las que podrían tropezar o haciendo que los dolores les sepan a caramelo. Para un creyente sufrir es sufrir.
Todo esto viene a decir a quienes creen que huyendo a un monasterio se resolverán sus problemas, que no, que ésa no es la solución, que se puede estar lleno y amar dentro y fuera; que el cambio de postura no quita la enfermedad del enfermo, que, si tienen de veras una vocación contemplativa, empiecen a vivirla fuera y luego Dios dirá; pero que, si aspiran a las paredes de un claustro porque le tienen miedo a la vida o porque esperan que allí les resuelvan lo que ellos no tienen el coraje de afrontar…, se están equivocando de piso. Todo el mundo puede ser una Trapa para los que aman. Y en todo caso, la Trapa, y como ella todos los monasterios, son una hoguera, no un recogedero de cansados.