Fue Cervantes quien llamó «carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males» a la envidia, ese vicio que es, entre los humanos, el que más trabajo me cuesta comprender. Aunque tenga que aceptar que está más metido en nuestra entraña de lo que creemos y más extendido de lo que quisiéramos, pues como dice el refrán, «si los envidiosos volaran, no nos daría nunca el sol».
Y como es lógico no me refiero a esa admiración hacia algunas personas, a la que a veces llamamos envidia, pero que es muy distinta de ese vicio que los diccionarios y catecismos definen como «tristeza o pesar del bien ajeno». Y es que si la emulación, el deseo de ser como otro, el sueño de que a nosotros nos toque la lotería que tocó al vecino son cosas lógicas y perfectamente comprensibles, lo que ya parece carecer de sentido es esa envidia que reconcome a muchos al ver las alegrías de los demás.
Es un vicio en realidad bien estúpido. Empieza por ser rigurosamente estéril.
Del orgullo, de la pasión, de la cólera pueden surgir hasta obras positivas. De la envidia no sale nada. Ni siquiera placer para el que la tiene. «Todos los vicios —decía también Cervantes— tienen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia». Efectivamente es un vicio que destruye mucho más al envidioso que al envidiado, a quien en definitiva no suele hacer mayor mal si sabe no hacerle demasiado caso. Pero el envidioso no: si lo es a fondo, nunca será feliz, nunca podrá disfrutar de lo que tiene de puro soñar en lo que tienen otros. Es, efectivamente una carcoma del alma.
Pero además, curiosamente, la envidia logra lo contrario de lo que pretende: no sacia al que la tiene y es un secreto homenaje a aquél a quien se dirige. El envidioso está proclamando las virtudes o la suerte del envidiado. La envidia sólo asesta sus tiros a las cosas más grandes.
Pero lo más peligroso de la envidia es que es un defecto que podemos tener sin darnos cuenta. Si yo pregunto a mis lectores (o me pregunto a mí mismo) si son envidiosos, todos, unánimes me responderán que no. Y es que la envidia es un vicio «vergonzoso» que nadie quiere reconocer. Hay gente que presume de orgullosa, de violenta, de sensual. No conozco a nadie que presuma o confiese en público su envidia. De ahí que, con frecuencia, no nos lo confesamos ni a nosotros mismos.
Aunque esté royéndonos el corazón.
Hay que añadir un dato más: es un vicio que siempre supone perversidad del corazón. Y no se diga que esto ocurre con todos los vicios. No. Hay algunos que pueden compaginarse con un corazón fundamentalmente bueno. Hay personas que son buenas y violentas, o buenas y vanidosas.
Violencia y vanidad son vicios secundarios en su alma, que no tocan ni parten de su médula espiritual. Son vicios que pueden corregirse sin una modificación sustancial del alma. La envidia no. La envidia en el adulto nace, forzosamente, de un corazón torcido, supone una profunda maldad de espíritu. Por lo que se necesita un terremoto de alma para curarla. De ahí que sea tan importante curarla cuando nace y empieza en los niños, tan fácilmente envidiosos de sus compañeros. ¡Ay de ellos si llegan a la juventud sin haber enderezado esa zona de su corazón!
Y para ello hay que empezar por descubrir que en rigor no hay nada importante que envidiar. Nadie tiene nada que yo no tenga o no pueda tener, salvo minucias. Mi alma es mía, y yo no tengo por qué realizar el alma de nadie, sino la mía. Y como lo importante es lo que se es y no lo que se tiene, ¿quién es más que yo? Tal vez sea más rico, o más listo, o más guapo. Pero nunca de ninguna de esas cosas es mi alma, ninguna de ellas me es imprescindible para ser feliz. En rigor, contra la envidia basta la sensatez, el realismo, el reconocimiento de que la felicidad consiste en el desarrollo máximo de las potencias de nuestra alma y de nuestra vida, no en la conquista del alma del vecino.
Si se me permite decir esto mismo con una bonita broma, lo haré con aquellos versos macarrónicos de Martín Fierro:
A nadie tengáis envidia
que es muy triste el envidiar.
Cuando veas a otro ganar
a estorbarle no te metas:
cada lechón en su teta
es el modo de mamar.